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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (18 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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—¿Esperando qué? —preguntó Changez.

—Un nieto, joder —exclamó Anwar.

Changez no dijo palabra, pero retrocedió arrastrando los pies, para ponerse fuera del alcance de la furia tremenda de Anwar, producto de una decepción insondable.

—¡Algo tendrá que haber entre las piernas de un burro! —me dijo Anwar.

Al oír eso, desde lo más profundo del inmenso estómago de Changez brotó una erupción de rabia incontenible. Una oleada de cólera le estremeció todo el cuerpo y su cara pareció agrandarse de pronto y aplanarse como una medusa. Su brazo malo empezó a temblar, hasta que las sacudidas se le contagiaron a todo el cuerpo y empezó a palpitar de rabia, humillación e incomprensión.

—¡Sí, hay más entre estas patas de burro que entre tus orejas de borrico! —le chilló.

Entonces Changez arremetió contra Anwar con una zanahoria que había encontrado a mano y Jeeta, que lo había oído todo, tuvo que acudir corriendo. Los últimos acontecimientos parecían haberle infundido cierta fuerza y hasta temeridad: Jeeta había ido creciendo mientras Anwar empequeñecía. La nariz se le había vuelto aguileña y afilada y la interponía como una barrera entre los dos contendientes para que no pudieran hacerse daño. ¡Y menudo rapapolvo se llevó Anwar! Nunca la había oído hablar de aquel modo. ¡Menudo arrojo! Hasta Gulliver se habría sentido como un enano ante tamaña fuerza. Anwar dio media vuelta y se fue maldiciendo, y Jeeta nos echó a los dos.

Así que Burbuja, que no había tenido demasiado tiempo para reflexionar en su experiencia inglesa, empezaba a pensar en su situación. Se le negaban los derechos conyugales, a menudo perdían incluso toda vigencia los derechos humanos, por todas partes surgían inconvenientes innecesarios y le llovían insultos continuamente como una ducha de escupitajos… ¡a él, a una persona importante de una gran familia de Bombay! ¿Qué estaba pasando? ¡Habría que hacer algo al respecto! Pero lo primero es lo primero. Changez rebuscaba en los bolsillos. Por fin sacó un pedazo de papel con un número de teléfono.

—En ese caso…

—¿En qué caso?

—En el de mi fealdad, a la que has hecho alusión de un modo tan servicial. Debo hacer algo.

Changez llamó a alguien por teléfono. Fue todo muy misterioso. Luego tuve que acompañarle hasta una gran casa que estaba dividida en apartamentos. Una mujer ya anciana nos abrió la puerta —me dio la impresión de que le estaba esperando— y después de hacer pasar a Changez, se volvió hacia mí y me pidió que aguardara. Así que me estuve ahí como un idiota durante veinte minutos. Cuando salió apareció tras él una japonesa bajita, de mediana edad y cabello negro, vestida con un quimono rojo.

—Se llama Shinko —me dijo muy contento de camino a su casa.

Por la bragueta desabrochada le salían los bajos de la camisa como una pequeña bandera blanca. Decidí no ponerle al corriente de ese detalle.

—Con que una prostituta, ¿eh?

—¡No seas desagradable! Ahora es una amiga. ¡Otra amiga en una Inglaterra fría y poco amigable! —Me miró con cara de satisfacción—. ¡Me ha hecho exactamente lo que Harold Robbins describe con puntos y comas! ¡Karim, todos mis problemas están solucionados! ¡Ahora podré amar a mi esposa del modo usual y a Shinko del modo inusitado! Préstame una libra, ¿quieres? ¡Voy a comprar bombones para Jamila!

Todos estos embrollos con Changez me divertían y pronto le consideré parte de mi familia, una parte permanente de mi vida. Pero también tenía una familia de verdad que atender, no papá, que andaba muy ocupado, sino mamá. Le telefoneaba todos los días, pero no había vuelto a verla desde que me había marchado a vivir a casa de Eva, y es que no me sentía con ánimos para ver a nadie en aquella casa.

Cuando me decidí a ir a Chislehurst las calles estaban tranquilas y deshabitadas en comparación con el sur de Londres, como si acabaran de evacuar toda la zona. El silencio era siniestro; parecía apilado y dispuesto a saltar sobre mí.

Prácticamente lo primero que vi al bajar del tren y enfilar una de esas calles fue a Espalda Peluda y a su perro el gran danés. Espalda Peluda estaba de pie junto a la cancilla, fumando una pipa y bromeando con un vecino. Crucé la calle y volví sobre mis pasos para mirarlo. ¿Cómo podía estar allí, con aquel aire inocente, después de haberme insultado como lo hizo? De pronto me invadieron una rabia y una sensación de humillación infinitas, sentimientos hasta entonces totalmente desconocidos para mí. No sabía qué hacer. Un impulso irrefrenable me decía que regresara a la estación, cogiera un tren y volviera a casa de Jamila. Así que me quedé allí parado por lo menos cinco minutos, mirando a Espalda Peluda sin saber qué dirección tomar. Pero ¿qué iba a decirle a mamá, después de haberle prometido que iría a verla? Tendría que ir.

Estoy seguro de que en ese momento me hizo un gran bien recordar lo mucho que aborrecía el extrarradio y que debía continuar mi viaje hacia Londres y una nueva vida, asegurándome de apartarme de gente y calles como aquellas.

El día en que se había marchado de casa, mamá se acostó en la cama de Jean y ya no volvió a levantarse. Sin embargo, Ted estaba muy bien y yo tenía muchas ganas de verle. Según Allie, estaba totalmente cambiado y había mandado su vida a la mierda para reencontrarla. Así que Ted era un verdadero triunfo de papá: lo había liberado de verdad.

Tío Ted no había hecho nada en absoluto desde el día en que papá le exorcizara mientras él estaba sentado con un tocadiscos en el regazo. Ya no se bañaba ni se levantaba antes de las once, y luego leía el periódico hasta la hora en que abrían los pubs. Por las tardes, solía dar largos paseos o asistía a sus clases de meditación en el sur de Londres. Por las noches se quedaba mudo —había hecho voto de silencio— y ayunaba un día a la semana. Era feliz, o más feliz, aunque para él la vida carecía ya prácticamente de sentido. Por lo menos ahora lo reconocía y se enfrentaba a ello. Papá le había dicho que tendría que «explorar» el problema y le había dicho también que ese sentido podía tardar años en volver a reaparecer, así que mientras tanto tendría que vivir en el presente, disfrutar del cielo, los árboles, las flores y la buena mesa y quizá arreglar un par de cosillas en casa de Eva —la lámpara de la mesilla de noche de papá y su magnetófono— si de pronto sentía la necesidad de una terapia práctica. Ted le dijo que si necesitaba una terapia ya se iría de pesca. Cualquier trabajo demasiado técnico encerraba el peligro de catapultarlo y ponerlo de nuevo en órbita. «Cuando pienso en mí, me imagino repantigado en una hamaca, columpiándome, así, sin más», le dijo Ted.

Aquella molicie de hamaca y la conversión al budismo Ted, como solía llamarlo papá, tenían a tía Jean hecha una furia. Le habría gustado romper las cuerdas de la puñetera hamaca. «Está rabiosa con él», me comentó mamá con fruición. El berrinche de Jean por culpa de Ted era la única alegría de su vida, ¿y quién iba a reprochárselo? Jean rabiaba y refunfuñaba y en sus esfuerzos por intentar que Ted volviera a la rutina de su trabajo y a su infelicidad había echado mano incluso de la dulzura. Al fin y al cabo, se habían quedado sin ingresos. «Tengo a diez hombres bajo mis órdenes», solía decir Ted con orgullo, y en aquel momento no tenía ni uno. Bajo él ya nada quedaba, sólo aire y el abismo de la bancarrota. Pero Ted se limitaba a sonreír y decía: «Esta es la última oportunidad que tengo de ser feliz. No puedo dejarla pasar, Jeanie.» Un día, tía Jean consiguió hacer mella en los sentimientos heridos de su marido aludiendo a las innumerables virtudes de su chico conservador de antaño, pero Ted le replicó (una noche, durante su voto de silencio): «¡Qué pronto vio la luz ese chico!, ¿eh?»

Cuando llegué a su casa, Ted estaba canturreando una canción de pub y prácticamente me llevó dentro de un armario para hablar de su tema favorito: papá.

—¿Cómo está tu padre? —me preguntó en un susurro—. ¿Contento? —añadió, con ojos soñadores, como si estuviera hablando de una aventura homérica—. Va y se larga con aquella mujer tan elegante. Fue increíble. Y no se lo echo en cara, no vayas a creer. ¡Le envidio! Todos querríamos hacer algo así, ¿tú no? Romper con todo y huir. Pero, ¿quién se atreve? Nadie, sólo tu padre. Me encantaría verlo, que me lo contara con todo detalle, pero, en esta casa, ir a verlo va contra la ley. No se puede hablar de ello siquiera. —Al ver que Jean se asomaba al vestíbulo desde el salón, Ted se llevó los dedos a los labios—. No digas una palabra.

—¿Sobre qué, tío?

—¡Sobre nada!

Incluso en un día como aquél tía Jean daba el pego y estaba espléndida con sus tacones altos y su vestido azul marino con un broche de diamantes en forma de pez prendido en el escote. Tenía unas uñas impecables, como conchas diminutas. Estaba tan resplandeciente que parecía recién pintada y hasta daba no sé qué tocarla por miedo a mancharte. Tenía todo el aspecto de estar a punto de salir para asistir a uno de aquellos cócteles en los que sus labios se dedicaban a embadurnar mejillas, vasos, cigarrillos, servilletas, galletas y palitos de cóctel hasta que prácticamente ni un centímetro de la habitación quedaba a salvo del estampado en rojo. Pero en aquella casa de muertos vivientes ya no se celebraban fiestas y albergaba sólo a una persona transformada y a otra deshecha. Jean no era de las que daban el brazo a torcer y le gustaba beber, así que iba a resistir todavía una larga temporada. Pero ¿cómo iba a reaccionar cuando se diera cuenta de que aquel estado de cosas no era una mera suspensión temporal de todo placer, sino una condena de por vida?

—¡Ah, eres tú! —dijo tía Jean.

—Sí, supongo que sí.

—¿Dónde has estado?

—En el colegio. Por eso no vivo en casa, para estar más cerca del colegio.

—Oh, sí, claro. Invéntate otra, Karim.

—¿Está Allie?

Jean me volvió la espalda.

—Allie es un buen chico, pero va demasiado emperifollado, ¿no te parece?

—Ah, bueno, siempre le ha ido lo extravagante.

—Se cambia tres veces al día. Como una chica.

—Sí, como una chica.

—Creo que hasta se depila las cejas —dijo, convencida.

—Bueno, es que es muy peludo, tía Jean. Por eso en la escuela le llaman Coco.

—Pero los hombres tienen que ser peludos, Karim. Tener vello es una de las características de los hombres de verdad.

—Veo que últimamente has indagado como un buen detective, ¿me equivoco, tía Jean? ¿No has pensado en presentar una solicitud para ingresar en el cuerpo de policía? —le dije mientras subía la escalera. «¡Vaya con el bueno de Allie!», pensé para mis adentros.

Nunca me había preocupado demasiado por Allie. Es más, a menudo se me olvidaba incluso que tenía un hermano. En realidad, no lo conocía muy bien y no me caía bien porque me parecía demasiado bien educado y andaba siempre chivándose de todo. Procuraba mantenerme lo más lejos posible de él, para que mi familia no se enterara de lo que hacía. Pero, por una vez, estaba contento de que estuviera allí, porque hacía compañía a mamá y tenía a tía Jean con los nervios de punta.

Seguramente será que nadie me inspira compasión ni pamplinas de ésas, y estoy seguro de que por dentro soy un hijo de puta rematado y todo el mundo me importa un comino, pero odiaba tener que subir aquella escalera para ir a ver a mamá, especialmente con tía Jean ahí abajo observando todos mis pasos. Probablemente no tenía nada mejor que hacer.

—Si estuvieras aquí abajo —me dijo—, te daría un buen bofetón en la cara.

—¿En qué cara?

—En esa cara tan dura que tienes. Ahí.

—Cállate, ¿vale?

—¡Karim! —Casi se ahoga de la rabia—. ¡Karim!

—¡Anda y que te zurzan, tía Jean! —le solté.

—¡Budista de mierda! —me insultó—. ¡Sois todos unos budistas!

Entré en el cuarto de mamá, con tía Jean que seguía desgañitándose a mis espaldas, pero era imposible comprender lo que decía.

La habitación de huéspedes de tía Jean, en la cual mamá se encontraba hecha un ovillo con su camisón rosa y sin peinar, tenía toda una pared de armarios de luna, abarrotados de trajes de noche, viejos pero todavía rutilantes, recuerdo del pasado glorioso. Junto a la cama estaban los palos de golf de Ted y un montón de zapatos de golf cubiertos de polvo. Ni siquiera se habían molestado en hacerle un sitio. Allie me había contado por teléfono que Ted le daba de comer diciendo: «Venga, Marge, come un poquitín de pescado y pan con mantequilla», pero que siempre acababa por zampárselo todo él.

Besar a mi madre no me hacía ninguna gracia, como si aquella debilidad y tristeza se me fueran a contagiar de algún modo y, como es natural, no se me pasó por la cabeza que un poco de alegría y buen humor fueran a animarla.

Nos quedamos ahí sentados un rato, sin hablar demasiado, hasta que se me ocurrió describir los «especiales» de Changez, su cama plegable y lo insólito del espectáculo de ver a un hombre enamorarse de su esposa. Pero mamá perdió el interés enseguida. Si las desgracias de otra gente no conseguían animarla, nada iba ya a conseguirlo. La mente se le había vuelto de vidrio y la vida patinaba por encima de su superficie lustrosa. Le pedí que me hiciera un retrato.

—No, Karim; hoy no —dijo con un suspiro.

Pero yo insistí e insistí. «Hazme un retrato, venga, hazme un retrato, ¡házmelo, mamá!», y dale que dale. Estaba furioso con ella. No estaba dispuesto a permitir que se abandonara a su vida triste, a la filosofía que la relegaba a los rincones oscuros del mundo. Para mamá, la vida era fundamentalmente un infierno: una se quedaba ciega, la violaban, la gente se olvidaba de felicitarla por su cumpleaños, Nixon salía elegido, el marido la dejaba por una rubia de Beckenham y, entonces, una envejecía, no podía andar, y se moría. Nada bueno cabía ya esperar de este mundo. A pesar de que esta manera de ver las cosas podía haber despertado el estoicismo, en el caso de mamá sólo había desembocado en la autocompasión. Por eso me sorprendió que por fin se decidiera a hacerme un retrato y su mano volvió a deslizarse veloz sobre el papel y sus ojos se iluminaron con una pequeña chispa de interés. Me estuve tan quieto como pude. Pero cuando mamá se levantó de la cama con gran esfuerzo y me pidió que no mirara todavía el bosquejo mientras iba al cuarto de baño, aproveché la oportunidad para examinarlo.

—Estate quieto —se quejaba, cuando se puso manos a la obra —otra vez—. Esos ojos no me salen.

¿Cómo podría hacérselo comprender? Quizá lo mejor fuera no decir nada, pero yo era un racionalista.

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