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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El caballero del templo (5 page)

BOOK: El caballero del templo
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—Soy de condición noble, y fui vasallo del conde de Ampurias, pero soy libre para profesar como templario.

—¿Eres sacerdote?

—No.

—¿Has sido excomulgado o declarado anatema por la Santa Madre Iglesia?

—No.

Sa Guardia proclamó que Jaime de Castelnou cumplía todos los requisitos para entrar en la Orden, el capellán tomó nota de las respuestas y regresaron a la sala capitular.

Una vez dentro, en presencia de todos los hermanos del convento de Mas Deu, Raimundo anunció en nombre de los dos padrinos que no habían encontrado ningún impedimento para que aquel joven fuera recibido en la Orden de los caballeros de Cristo. El capellán ratificó las palabras de Sa Guardia.

El comendador se levantó de su sitial preferente y preguntó en voz alta si alguno de los presentes tenía alguna objeción que hacer a la solicitud de ingreso de Jaime de Castelnou como nuevo miembro de la Orden.

Nadie dijo palabra alguna; entonces le preguntó al postulante si en verdad y de corazón solicitaba el ingreso.

Jaime contestó con la fórmula que le habían enseñado:

—Deseo abandonar la vida seglar y entregar mi cuerpo y mi alma como siervo y esclavo de la Orden para siempre.

—En ese caso —añadió el comendador—, deberás obedecer todas las órdenes de tus superiores sin mostrar atisbo de queja o de desagrado, y no tendrás en cuenta ni tus querencias ni tus deseos; si muestras voluntad de hacer algo que te agrade, se te encomendará que hagas lo contrario, que comas si estás harto, que ayunes si tienes hambre, que duermas si estás descansado, que te levantes si tienes sueño, que pases sed si deseas beber o que bebas si no tienes sed.

—Acataré cuanto se me ordene y cumpliré con disciplina y fidelidad extremas cuantas órdenes me impartan mis superiores.

—Ahora, regresa a la estancia y reza. Aguardarás allí hasta que este Capítulo te llame para emitir su veredicto.

Jaime salió de la sala y regresó a la pequeña estancia donde había sido interrogado por Sa Guardia. Comenzó a rezar una serie de padrenuestros, pero acabó meditando sobre cuanto le había ocurrido. Los últimos meses habían pasado tan deprisa que apenas había tenido tiempo para calibrar la importante decisión que estaba a punto de tomar. Le dio la impresión de que todo aquello había estado preparado por el conde para quitárselo de encima, pero no encontraba sentido a esas dudas. ¿Por qué iba a querer el conde que desapareciera de su corte? Lo había tratado como a un hijo, lo había educado como a sus propios retoños, incluso le había dicho que cuando fuera un hombre y se invistiera como caballero le entregaría un feudo. Y allí estaba, aguardando a que unos cuantos freires lo admitieran como a uno de los suyos para embarcar hacia Tierra Santa en busca de un ideal que hasta hacía unos meses ni siquiera había imaginado.

Sa Guardia regresó antes de lo previsto.

—Apenas ha habido debate sobre ti; sígueme.

Volvió a la sala capitular y permaneció de pie en el centro del círculo de paredes de piedra.

—Ponte de rodillas y une las manos —le dijo el comendador—. Preguntados en tu ausencia los hermanos, nadie ha puesto ningún inconveniente para aceptar tu petición. ¿Sigues solicitando el ingreso en nuestra Orden Sagrada?

—Sí, así lo quiero.

—En ese caso, volveré a preguntarte si reúnes los requisitos que te ha demandado el hermano Raimundo Sa Guardia, porque si se demostrara lo contrario serás despojado de tu hábito, encarcelado, sometido a vergüenza pública y expulsado del Temple para siempre. Si has profesado en otra orden serás entregado a ella, si se comprueba que has tenido una mujer o que debes dinero a acreedores, a ellos serás entregado, si has pagado a alguien para profesar como templario serás condenado por simonía y expulsado, y si tienes un señor serás devuelto a él.

—Cumplo cuanto se precisa para ser caballero de Cristo —repuso Castelnou.

—Eres de sangre noble, ¿has nacido de caballero y dama unidos en matrimonio legal?

—Así es.

—Recemos un padrenuestro.

Tras la oración, Jaime de Castelnou tuvo que pronunciar los tres votos obligatorios para profesar: el de pobreza, el de castidad y el de obediencia, y además juró observar los votos como soldado de Cristo y observar las costumbres y tradiciones de la Orden, ayudar a conquistar la Tierra Santa de Jerusalén y no actuar en contra de ningún cristiano.

El comendador extendió sobre un atril un libro de pergamino abierto por una página que Jaime tuvo que leer; lo hizo con dificultad, pues aunque había aprendido a leer, no tenía la suficiente fluidez como para hacerlo con soltura.

—Yo, Jaime de Castelnou, juro servir a la regla de los Caballeros de Cristo y de su caballería y prometo hacerlo con la ayuda de Dios por la recompensa de la vida eterna, de tal manera que a partir de este día no permitiré que mi cuello quede libre del yugo de la regla; y para que esta petición de mi profesión pueda ser firmemente observada, entrego este documento escrito en la presencia de los hermanos para siempre, y con mi mano lo pongo al pie del altar que está consagrado en honor de Dios Todopoderoso y de la bendita Virgen María y de todos los santos. Y de ahora en adelante prometo obediencia a Dios y a esta casa, y vivir sin propiedades, y mantener la castidad según el precepto de nuestro señor el papa, y observar firmemente la forma de vida de los hermanos de la casa de los Caballeros de Cristo.

El joven dejó sobre el atril un pergamino previamente preparado en el que ratificaba por escrito su petición de ingreso y el acatamiento de la regla del Temple.

—A cambio de tu cuerpo y de tu alma, esta Orden de Cristo sólo puede ofrecerte pan, agua, vestidos modestos y mucho dolor.

—Renuncio al mundo y acepto el sufrimiento que me espera.

El comendador se dirigió hacia uno de los bancos, donde estaban depositados los símbolos de la investidura como caballero templario.

—Aquí te impongo el manto blanco con nuestra cruz roja propio de la categoría de caballero templario, el más alto honor y rango de nuestra Orden.

Cubrió con la capa los hombros de Jaime mientras lo invitaba a incorporarse y le ató las cintas de la capa cruzándolas sobre el pecho. En ese momento el capellán comenzó a cantar uno de los salmos del rey David:

—«¡Mirad qué bueno y agradable habitar juntos los hermanos!».

Y pronunció una oración al Espíritu Santo y un padrenuestro.

El comendador besó a Jaime en la boca mientras en el exterior comenzó a repicar la campana de la capilla.

—Ya eres un caballero de Cristo; a partir de este momento te está prohibido golpear, tirar de los cabellos o patear a cristiano alguno, nunca jurarás por Dios, la Virgen o los santos, no usarás de ningún servicio o favor de mujer salvo por enfermedad y con permiso especial de tus superiores, no emplearás palabras, insultos o expresiones malsonantes, dormirás siempre con la camisa y los calzones puestos y ceñidos con el cinturón pequeño y no usarás otra ropa que la que te proporcione el hermano pañero, jamás iniciarás una comida antes de darlas gracias a Dios por su promisión y cumplirás el horario y las oraciones de la regla.

Jaime aceptó todas aquellas imposiciones y el comendador lo acogió como nuevo hermano en el seno de la Orden del Temple.

Ya era un caballero de Cristo. Los hermanos del convento se acercaron a felicitarlo uno a uno, y, en contraste con la seriedad que rodeaba todos los actos de la vida conventual, alguno de ellos le hizo alguna burla.

—Esta noche tendrás que besarle el trasero al hermano comendador, es lo más doloroso de nuestra regla secreta, pero tienes que hacerlo antes de acostarte o perderás la condición de caballero del Temple que acabas de ganar —le dijo uno de los hermanos con cara tan seria que parecía verdad.

—¿Es eso cierto? —demandó Jaime a Sa Guardia.

—Claro, es el rito iniciático de nuestra hermandad por el que todos hemos tenido que pasar. No lo olvides; tras el oficio religioso de vísperas acude a la cama del comendador y bésale el ano.

—Pero…

—No te preocupes, él ya está acostumbrado a que cada nuevo caballero le haga ese…, diríamos, acto de homenaje.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto, es una manera de sellar nuestros lazos de camaradería.

—No sé, me parece tan extraño…

—No te preocupes, sólo es un beso en el culo.

—Sí debes hacerlo, hermano Jaime, el comendador así lo espera —dijo otro con toda seriedad.

Aquella noche, tras colgar su nuevo hábito blanco con cuidado, Jaime se acercó a la cama del comendador.

—Hermano, debo besaros en el…

—¿¡Qué dices!? —se mostró extrañado y sorprendido el comendador.

—El rito de hermandad, el beso en el ano…

En ese momento varios hermanos empezaron a reír como nunca antes los había visto. La risa se consideraba algo maléfico, propia de seres malignos o de ignorantes, pero no de buenos cristianos; los templarios sólo podían mostrar su agrado mediante sonrisas, sin abrir la boca para evitar prorrumpir grandes carcajadas.

—¡Me habéis engañado! —se quejó Castelnou.

—Vamos, hermano Jaime, era una broma; es la burla que solemos hacer a los que acaban de ingresar en la Orden, un aviso de que deben dejar fuera de aquí su orgullo.

El comendador sonrió a Jaime con complicidad y le indicó que regresara a su cama. Mientras lo hacía, algunos de los hermanos no pudieron reprimir nuevas risas. La docena de pasos que separaba la cama de Jaime de la del comendador la cubrió como en volandas, tembloroso y lleno de vergüenza; el rostro le ardía tanto que se lo imaginó totalmente sonrojado. Se acostó en su catre y se cubrió toda la cabeza con la manta; en la oscuridad pudo oír alguna risita. Tardó un buen rato en dormirse; el calor del verano le obligó a sacar la cabeza fuera. El dormitorio del convento estaba iluminado por las llamas de las dos lámparas de aceite que siempre lo alumbraban, y que jamás debían apagarse. Miró a su alrededor y atisbo la fila de camas, con sus nuevos hermanos durmiendo; ya no se oía ninguna risita, sólo algún ronquido y el crujido de las maderas de los catres cada vez que uno de los templarios se removía sobre su colchón de lana.

Capítulo
VIII

E
l halcón era la galera más grande de cuantas surcaban el Mediterráneo. Su enorme perfil destacaba sobre otras cinco galeras del rey de Aragón que se alineaban en la playa de Barcelona, dispuestas para zarpar rumbo a Ultramar. Era propiedad del Temple, como bien indicaba el estandarte blanco y negro que ondeaba en el segundo de sus dos elevados mástiles. La llamada de auxilio del maestre del Temple apenas había tenido acogida entre los soberanos de la cristiandad; sólo el rey de Aragón había decidido enviar algunas naves con soldados y dinero. Los templarios de los reinos y Estados del rey de Aragón habían logrado reunir varios miles de sueldos y enrolar a un centenar de caballeros y sargentos, además de doscientos caballos, que fueron embarcados en tres navíos de carga llamados
huissie
, preparados especialmente por los templarios para el transporte de estos animales.

Aquella mañana de septiembre la playa de Barcelona estaba llena de caballos, mulas, fardos de víveres, equipos de campaña y gentes, soldados y marineros que iban y venían cargando las naves prestas a salir hacia Tierra Santa.

Jaime de Castelnou estaba ordenando su equipo en El halcón; el comendador de Mas Deu le había entregado dos caballos, un escudero y un criado. Cuando subía a la nave por una rampa de madera apoyada en la arena, observó sobre el castillo de proa a un impetuoso sargento templario que impartía órdenes como si fuera el mismísimo maestre Beaujeu.

—Es Roger de Flor —le dijo Guillem de Perelló—, un individuo de cuidado. Todavía no me explico cómo consiguió ingresar en la Orden; no es precisamente el tipo que podríamos denominar como el templario ideal. Alguien tuvo que influir y mucho para que lo aceptaran en la encomienda de Brindisi.

Con las piernas abiertas, las manos apoyadas en jarras y una densa y larga barba rubia, Roger de Flor parecía un soldado formidable. Vestía el hábito de sargento del Temple, de un color negro intenso, como ala de cuervo, con la cruz roja cosida sobre el hombro izquierdo. Su historia en el Temple era peculiar. Hijo de un halconero alemán del rey Federico II de Sicilia, llamado Richard Blume, se quedó huérfano muy pronto, y su madre, una dama de Brindisi, consiguió que lo aceptaran en la Orden como grumete de una de las galeras que el Temple solía tener destacadas en ese puerto. Debido a su astucia, y como no podía vestir la capa blanca de caballero por no ser de sangre noble, Roger de Flor ascendió muy pronto a la categoría de sargento, y no tardó en conseguir que le otorgaran el mando de una de las galeras del Temple. Cambió su apellido alemán, Blume, por el de Flor, y logró ser muy conocido y respetado entre los templarios y entre los marineros del Mediterráneo por su audacia y su valor, y considerado como uno de los más hábiles marinos.

No era un Hombre religioso, y no solía cumplir con algunos preceptos de la estricta regla templaria, pero ninguna autoridad le recriminaba su comportamiento irregular porque realizaba con éxito importantes misiones para la Orden en el mar. Sólo tenía veintidós años pero su experiencia era tal que todos los hombres bajo su mando, casi todos ellos mayores que él, le obedecían sin rechistar. Su imponente figura impresionaba tanto como sus ojos azules y profundos, cuya mirada transmitía una intensa sensación de fiereza.

Guillem de Perelló había sido designado comandante de los caballeros templarios embarcados en esa galera, y así se lo hizo saber a Roger de Flor.

—De acuerdo, hermano, tú mandas en esa gente, pero
El halcó
. está a mi cargo, y una vez hayamos zarpado yo soy quien da las órdenes a bordo, y sólo yo —le dijo Roger de Flor a Guillem.

—Estás hablando con un caballero templario; tú eres sólo un sargento —espetó Perelló.

—Ya he visto tu hábito blanco; pero mira tú el mío, es negro; y ahora observa nuestro estandarte, allá arriba en lo alto del mástil de proa. ¿Lo ves? El
baussan
. es mitad blanco y mitad negro; no hay preferencias de colores. ¿Acaso sabes gobernar una de esas galeras, hermano? Esta es la más grande del mundo, el mayor navío jamás construido por manos humanas, salvo el arca de Noé, claro. Si sabes cómo se maneja, de acuerdo, ahí tienes el puente, los timones y el instrumental de navegación. ¿Podrías señalar hacia dónde está Tierra Santa? Hacia allí, hacia allá, por ahí! —Roger de Flor señaló con el dedo en varias direcciones Hacia el interior del mar—. Bien, mientras seas incapaz de dirigir esta galera, yo seré el capitán.

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