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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (21 page)

BOOK: El caballero Galen
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—¡No con esa rapidez, solámnico! Os estuve esperando, pero no soy un ladrón.

Yo me paré de espaldas al fuego y al Hombre de las Llanuras.

—¡Regresad! —añadió después de un silencio—. Quedaos un rato más y escuchad el resto de mi historia. Vuestro hermano, perdido entre las piedras y la oscuridad, os lo agradecería.

Me volví hacia él con la respiración más lenta y la mano menos agarrotada alrededor de la empuñadura de mi espada.

De cualquier forma, no hubiese podido irme. No sin Shardos, que no se había movido de su sitio, atento al relato del Hombre de las Llanuras. Murmuré un reniego. En todas partes parecía ser responsable de alguien, y, aunque hacía poco más de un día que conocía al ciego, habría sido incapaz de abandonarlo a él como a Dannelle o Ramiro. O a Brithelm, por ejemplo.

La repentina huida hacia las monturas, lejos de toda la historia y su magia, había sido simplemente la primera y más ridícula de mis opciones. Con un suspiro, retorné no sin cautela. Cuando la Medida te ordena defender los derechos de los pobres, oprimidos e indefensos, nunca dice cuán grandes, poderosas y espantosas pueden resultar las fuerzas opresoras.

—Hablaba de las coronas —indicó Caminador Incansable—. De las coronas y sus poderes, y de una época en que la gente las conservaba y sabía usarlas con sensatez.

Yo me senté al lado de Shardos, que no se había movido.

—Las Guerras de los Ogros —continuó Caminador Incansable—, allá en la Edad del Poder, convirtieron en sólo un recuerdo aquel tiempo feliz. Todas las coronas fueron destruidas o deterioradas, o incluso desaparecieron, con lo que sufrimos la pérdida de la mayor parte de sus piedras. La última Gran Reunión, cuatrocientos años antes del Estrago, lo que vos llamáis el Cataclismo, fue una época de terribles sufrimientos. Entre los años quedan enormes espacios en blanco, ya que ni siquiera los namer más sabios lograron recordar las historias, al no contar con las coronas y las piedras que los guiasen. Así, el Pueblo se vio separado de sus antepasados y de las memorias.

—¡Pero no pudo terminar todo de esa manera! —susurró Shardos, ansioso, mientras la luz del fuego hacía dibujos en su oscura y envejecida cara y sus vacíos ojos—. ¡Vuestro pueblo no pudo permitir que unas guerras borrasen los recuerdos!

—Naturalmente que no, y tal deber recayó en los que-nara —dijo Caminador Incansable.

—Es poco lo que sé sobre los que-nara —intervine yo—, excepto que sois los más religiosos y visionarios de los Hombres de las Llanuras.

—O los más afortunados, quizás —agregó Caminador Incansable, y una amplia sonrisa le iluminó el rostro—. La nuestra fue la única corona que sobrevivió indemne a la catástrofe, por lo que fuimos nosotros los encargados de rescatar los recuerdos. La mitad de los que-nara descendieron al interior de la tierra, a la oscuridad poblada de voces, entre las luces flotantes y la gigantesca serpiente que lleva a toda Solamnia sobre sus espaldas...

Yo disimulé mi sonrisa ante la irreal poesía de las antiguas leyendas, pero Caminador Incansable no apartaba la vista de las llamas.

—Anduvieron bajo tierra por una galería sólo conocida por el namer y, desde allí, bajaron de un pasadizo a otro, cuando el joven namer adornó sus cabellos y se ciñó la corona mientras el anterior entraba en el silencio. Una vez que los que-nara estuvieron en las tinieblas, buscaron las piedras en las venas del fondo.

—¿Para reemplazar los ópalos faltantes? —inquirí, pero Caminador Incansable siguió con su relato.

—Los restantes que-nara habíamos permanecido arriba, para vigilar y asegurarnos de que nuestros hermanos sobrevivirían a posibles derrumbamientos, terremotos, inundaciones u otros cambios producidos en las simas, y gracias al esfuerzo de seis jefes, los que-nara de abajo pudieron hablar con los de la superficie, porque seis de las piedras se hallaban en manos de los que-nara que habían descendido al interior de la tierra, y nosotros teníamos las otras seis.

Caminador Incansable hizo una pausa. Me miró y extendió la mano de dedos largos y nudosos como ramas. Sin necesidad de palabras supe que deseaba sostener los ópalos. Sin la menor duda ni reluctancia, yo le entregué el broche en silencio.

El Hombre de las Llanuras lo estudió de manera profunda, como si a través de él viera algo lóbrego e imponderable. Como si acabase de descubrir el fondo de las piedras.

—Ha llegado el momento de hablar de la persona que os espera —anunció, devolviéndome el broche—. Decidme qué veis en los ojos de los dioses, solámnico.

En el acto volvieron mis sospechas.

—¿No estaréis preparando... una de las hipnosis de los Hombres de las Llanuras, verdad? ¿Tienen los de vuestra tribu algún truco para adormecer a los enemigos?

—Sin duda lo tienen —admitió Caminador Incansable—, pero esto no lo es. Observad los ópalos, solámnico.

Obedecí, aunque con reservas. Las piedras parecían pozos negros en los que se reflejasen el resplandor del fuego, la luz de la naciente luna roja..., y debajo de esos reflejos se movía algo. Me incliné hacia adelante y pestañeé. Las piedras comenzaron a brillar como la noche anterior en el calvero, y yo me estremecí al recordar adónde nos había conducido el resplandor a mí y al pobre Alfric.

De pronto distinguí unas figuras que relucían y se movían en el interior de los ópalos. Era como si las viera a través de un cristal, como si en un centro de fuego hubiese una ventana o puerta por la que pasaran unas débiles sombras en la ondulada negrura. El mundo existente en las piedras era un mundo desaparecido hacía largo tiempo, y yo supe, absorto, que a través de los años miraba las profundidades del pasado.

* * *

Serían fácilmente unos veinte, quizás incluso dos docenas. La nube que cubría las piedras ocultaba las figuras, con lo que resultaba más difícil contarlas. Pero las plumas y los símbolos que lucían demostraban que se trataba de que-nara.

A su alrededor se extendía la selva, una selva que brillaba de modo casi insoportable en un tono azul marino. Tal vez fuesen los bosques del sur de Hylo, condenados por el Cataclismo que sobrevendría en los años siguientes. Porque sabía, sin que me lo hubiesen dicho, que la escena sucedía en tiempos remotos, antes de los decretos de los Sacerdotes Reyes y del Estrago, aunque, por mucho que lo intente, ignoro de dónde me venía tal conocimiento.

Mientras yo los observaba, los que-nara montaron su campamento en un claro del bosque. Con rapidez y gran habilidad, los viejos y los niños recogieron leña para encender un lento fuego que no despedía humo y era verde con reflejos dorados. Las piedras en las que yo contemplaba esa escena recibían en sus bordes la lejana luz.

Uno de los que-nara, un joven que en su espesa red de cabellos llevaba entretejidos diamantes engarzados en cuero y estrellas de hueso, se hallaba agachado a cierta distancia de la fogata, fija su atención en algo que sostenía en el hueco de sus manos. Por espacio de un momento dejé de hacer caso de él, atraídos mis pensamientos por los fuegos y las familias apiñadas a su alrededor, pero las piedras dejaron de transmitirme las imágenes y, en cambio, me obligaron a mirar al joven acurrucado al borde del círculo de luz.

Yo desconocía su nombre. No sabría decir por qué habría de saberlo, mas los ópalos insistían, y lo primero que se me ocurrió al verlo tan sumido en su extraña ocupación fue que ignoraba su nombre.

La segunda idea fue la de que ese joven era quien me había hablado en mis visiones, el mismo que declaraba haber secuestrado a mi hermano Brithelm.

No hacía ni cuatro noches que había hablado con él y, sin embargo, la escena que ahora veía se había producido dos o trescientos años atrás. Era como la luz de la lejana Chemosh, que según los astrónomos llega a nosotros décadas después de ser emitida por la estrella.

Mientras me entretenía en tales pensamientos, noté que Caminador Incansable me miraba. Su presencia me preocupaba poco: yo seguía con la mente fija en el hombre del ópalo, en el pasado que se desarrollaba ante mí, como si una de las pinturas murales que había en los salones del Castillo Di Caela cobrase súbita vida y la historia se reprodujese para mí de forma maravillosa.

El joven sin nombre sostenía una corona en sus manos, una corona de trenzada plata que llevaba engarzados cuatro, cinco, seis ópalos. Era difícil decir cuántos eran.

Sacudí la cabeza, y las piedras que yo contemplaba dirigieron mi vista hacia los ópalos de esa corona. Unas piedras dentro de otras piedras dentro de otras piedras, como espejos enfrentados en los extremos de un largo corredor, en los que el ojo se pierde para siempre en algo semejante a la eternidad.

Quise escudriñar la oscuridad de los ópalos, y la escena que tenía delante fue engullida por una negrura que me envolvió por completo...

—Esperad —dijo Caminador Incansable, y sentí una firme mano en mi hombro—. No sigáis. Así es como Firebrand se perdió al querer penetrar hasta el fondo de las piedras.

¿Penetrar hasta el fondo de las piedras? Todo ello era demasiado misterioso, un abracadabra de los Hombres de las Llanuras. No obstante, había algo en aquellas profundidades que me seducía, de modo que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para resistir la tentación, y aún no estaba seguro de haberla resistido...

La presión que notaba en mi hombro aumentó.

—Bien —habló de nuevo Caminador Incansable—. Ahora veréis lo que ocurrió.

Volvió a aparecer el joven; llevaba puesta la corona. En sus labios había una tenue y fanática sonrisa. Los niños huían de él, y también los adultos se apartaban en los concilios, hasta que su única compañera, su única confidente, fue la corona a la que hablaba sentado ante el fuego.

Su gente lo miraba con aire de sospecha, y antes de acostarse a dormir dibujaban signos protectores en el suelo.

El hombre no tardó en ir casi dos kilómetros detrás de los demás. Tampoco le hubiesen permitido acercarse demasiado. Una voz lo acompañaba, oscura, fría e insinuante. Yo la oí hablarle y decir...

Así sucede siempre con los dotados, con los ordenados por los dioses. Porque tus ojos ven el porvenir, y si miras durante suficiente rato, amigo mío, descubrirás un tiempo en que todos los que-nara entenderán tus dotes y escucharán tus profecías.

Entonces,
continuó la voz, y el suelo por el que caminaba el joven se cubrió repentinamente de fúlgidas hojas de hielo,
entonces yo te indicaré lo que debes decirles. Ellos escucharán las palabras de tu boca como una profecía, y después, más adelante, estaremos entre vosotros.

—Hágase tu voluntad, Sargonnas —contestó el joven.

—¡Sargonnas! —exclamé yo, apartando la mirada de las piedras.

—Sargonnas el Consorte —dijo Shardos con voz pausada—. Príncipe del Panteón Oscuro.

—Sé en qué punto de la historia estáis, solámnico —intervino Caminador Incansable—, ya que lo vi muchas veces. Lo que acordaron en aquella mala hora el namer y el dios, sólo los mismos dioses lo saben.

Nos miramos uno a otro con desazón. Finalmente, el corpulento Hombre de las Llanuras esbozó una débil sonrisa.

—Quedaos un poco más, sir Galen, porque la historia tiene una parte central y un final.

Y en los ópalos se reflejaron las rocosas colinas, un círculo de cantos rodados en un paisaje desolado.

Los Hombres de las Llanuras rodeaban al namer, y un jefe pronunció los cargos contra él, por los delitos cometidos.

«Falsa profecía», sonó la acusación general, y «corrupción de los menores». «Conjura» y «hendimiento de la tierra».

—¿Hendimiento de la tierra? —repetí yo.

—¿Quién dice que los temblores producidos en las montañas no son todavía cosa suya? —preguntó Caminador Incansable—. Suya y de ese diabólico príncipe al que sirve.

Quise volver a contemplar las piedras, pero el Hombre de las Llanuras hizo un gesto con su gran mano.

—Ya visteis bastante —declaró—. No miréis lo que sigue, porque la expulsión de un miembro de la tribu se hace mediante una ceremonia secreta. Los ópalos de la corona del namer fueron repartidos entre los mayores, le fue arrancado el ojo de acuerdo con las Antiguas Costumbres, y se le cauterizó la herida con la hoja candente de la lanza.

Yo quedé boquiabierto y, luego, tragué saliva. Todo eso sonaba un tanto brutal y salvaje, para mi gusto.

—¿Por..., por qué lo del ojo, Caminador Incansable? —balbucí—. ¿No bastaba con expulsar a ese desgraciado? Semejante ceremonia, con todos sus detalles, resulta un..., un tanto dura.

—Pues en realidad es un hecho amable, Galen —agregó el juglar, a la vez que se movía para estirar las piernas.

No era la primera vez que me preguntaba dónde habría aprendido Shardos todas aquellas leyendas.

—Amable en un sentido más bien rudo, propio de los Hombres de las Llanuras —continuó el anciano—. Porque, aunque mutila al proscrito, al mismo tiempo lo protege en cierto modo. Constituye una advertencia para los demás Hombres de las Llanuras entre los que el individuo pueda verse más adelante, ya que, si bien se trata de un proscrito al que no hay que alojar, nadie debe hacerle daño, dado que padece de forma permanente por sus delitos.

—Aun así me parece una barbaridad —insistí, y Caminador Incansable frunció el entrecejo.

—¿Qué le harían los solámnicos a quien traicionara a su Orden? —quiso saber Caminador Incansable.

Yo no estaba seguro, pero admití que la Medida actuaría de manera drástica y, sin duda, bastante dramática.

—Lo que yo creía —contestó el Hombre de las Llanuras con evidente satisfacción, y me contó el resto de la historia.

Cómo el proscrito abandonó a los que-nara, aunque no sin antes robar la corona y uno de los ópalos. Cómo anduvo durante meses por las desoladas tierras, sólo guiado por indicaciones y sugerencias de la voz aposentada en la fría plata de la corona que llevaba puesta, que en ocasiones le hablaba a través de aquel ópalo de extraño centelleo.

Y cómo, después de largas semanas, el joven namer ya no estaba seguro de si la voz que sonaba en su oído procedía de un dios, de la piedra o de la corona, o si, incluso, era la suave voz de sus propios dones proféticos, y se elogió a sí mismo por su «perspicacia y presciencia». Y cómo, al fin, su vagabundeo lo condujo por el camino conocido bajo el nombre de Que-Nara-Namer, el camino secreto que lo llevó junto al resto de la tribu, que seguía en las profundidades de la tierra.

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