El caballo y su niño

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: El caballo y su niño
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Un joven muchacho llamado Shasta es encontrado de bebé y criado por Arsheesh, un pescador de Calormen. A medida que la historia comienza, Shasta escucha por casualidad a Arsheesh hablando sobre un acuerdo en el que es vendido como esclavo a un poderoso noble feudal de Calormen. Shasta nunca ha amado verdaderamente al pescador y se siente aliviado al descubrir que él no es realmente el hijo de Arsheesh, y espera a su nuevo amo con el burro fuera de la casa del pescador.

C.S. Lewis

El caballo y su niño

ePUB v2.0

Johan
26.04.11

Cómo Shasta partió de viaje

Esta es la historia de una aventura acaecida en Narnia y en Calormen y en las tierras que hay entre ambos países, durante la Epoca de Oro cuando Pedro era el gran Rey de Narnia y su hermano era Rey y sus dos hermanas Reinas bajo su mando.

En aquellos días, en una pequeña caleta al extremo sur de Calormen, vivía un pobre pescador de nombre Arshish y con él un niño que lo llamaba padre. El nombre del niño era Shasta. La mayoría de los días Arshish salía en su bote a pescar por la mañana, y por la tarde enganchaba su burro a un carro y lo cargaba con el pescado y se iba un kilómetro o más hacia el sur, hasta el pueblo, para venderlo. Si vendía bien, volvería a casa de un talante moderadamente bueno y no diría nada a Shasta; pero si vendía mal, le echaría la culpa a él y quizás le pegaría. Siempre había de qué echarle la culpa, pues Shasta tenía mucho trabajo que hacer: zurcir y lavar las redes, cocinar la cena y limpiar la cabaña en que vivían.

Shasta no sentía la menor curiosidad por cualquier cosa que estuviese al sur de su casa, porque una o dos veces había ido al pueblo con Arshish y sabía que no había nada muy interesante allí. En el pueblo sólo había conocido otros hombres iguales a su padre, hombres vestidos en largas y sucias túnicas, con zapatos de madera, con la punta del pie vuelta hacia arriba, y turbantes en sus cabezas, y barbas, y que hablaban entre ellos lentamente sobre cosas que parecían muy aburridas. Pero estaba muy interesado en todo lo que hubiera al norte, porque nadie había ido jamás hacia aquel lado y a él nunca le habían permitido hacerlo. Cuando se sentaba afuera zurciendo las redes, solo, a menudo miraba con ansias hacia el norte. No se veía nada más que una ladera cubierta de hierba que subía hasta una cumbre plana y más atrás un cielo donde tal vez volaban algunos pájaros.

A veces si Arshish estaba ahí, Shasta le decía:

—Oh padre mío, ¿qué hay más allá de esa colina?

Y si el pescador estaba de malhumor le daría una cachetada a Shasta y le diría que se ocupara de su trabajo. O si estaba de humor apacible diría:

—Oh hijo mío, no dejes que tu mente se distraiga en preguntas inútiles. Pues uno de los poetas ha dicho: “La dedicación a los negocios es la raíz de la prosperidad, mas los que hacen preguntas que no les conciernen están conduciendo el barco de la locura hacia la roca de la indigencia”.

Shasta pensaba que más allá de la colina debía haber algún delicioso secreto que su padre quería esconderle. En realidad, sin embargo, el pescador hablaba así porque no sabía qué había al norte. Tampoco le importaba. Tenía una mentalidad muy práctica.

Un día llegó del sur un desconocido muy diferente a cualquier otro hombre que Shasta hubiese visto antes. Montaba un robusto caballo overo de largas crines y cola, y sus estribos y bridas tenían incrustaciones de plata. La punta de un casco sobresalía de su turbante de seda y vestía una camisa de malla. Al cinto llevaba una corva cimitarra, un escudo redondo claveteado con remaches de bronce colgaba a su espalda y su mano derecha empuñaba una lanza. Su rostro era oscuro, lo que no sorprendió a Shasta ya que toda la gente de Calormen era así; lo que sí lo sorprendió fue que la barba del hombre estaba teñida color carmesí, y era rizada y relucía con un fragante aceite. Pero por la pulsera de oro en el brazo desnudo del desconocido Arshish supo que era un Tarkaan o gran señor, e hizo una genuflexión arrodillándose delante de él hasta que su barba tocó la tierra e hizo señas a Shasta para que se arrodillase también.

El desconocido exigió hospitalidad por esa noche y el pescador, por supuesto, no osó negársela. Puso ante el Tarkaan todo lo mejor que tenían para que cenara (y a él no le gustó nada) y a Shasta, como siempre sucedía cuando el pescador tenía visitas, le dio un pedazo de pan y lo echó fuera de la cabaña. En tales ocasiones, por lo general, dormía con el burro en su pequeño establo de paja. Pero era demasiado temprano para irse a dormir, y Shasta, que nunca había aprendido que era malo escuchar detrás de la puerta, se sentó con el oído puesto en una rendija en la pared de madera de la cabaña para escuchar lo que los mayores estaban hablando. Y esto es lo que oyó:

—Y ahora, oh mi huésped —dijo el Tarkaan—, tengo ganas de comprar a ese niño tuyo.

—¡Oh mi señor! —repuso el pescador (y Shasta, por el tono mimoso, supo que una mirada de codicia brillaba en su cara al decir estas palabras)—, ¿qué precio podría inducir a tu sirviente, a pesar de su pobreza, a vender como esclavo a su único hijo, a su propia carne? ¿No ha dicho uno de los poetas: “La voz de la sangre es más fuerte que la sopa y los hijos más preciosos que los diamantes”?

—Así es —replicó el huésped secamente—. Pero otro poeta dijo además: “El que trata de engañar al prudente ya está desnudando su propia espalda para el azote”. No llenes tu anciana boca de falsedades. Es evidente que este niño no es tu hijo, pues tus mejillas son oscuras como las mías, mas el muchacho es bello y blanco como los malditos pero hermosos bárbaros que habitan el remoto norte.

—¡Qué bien dicho está —contestó el pescador—, que una espada puede ser esquivada con escudos, pero el ojo de la sabiduría penetra a través de toda defensa! Has de saber entonces, oh mi formidable huésped, que debido a mi extrema pobreza jamás me casé ni tuve hijos. Pero el mismo año en que el Tisroc (que viva para siempre) comenzó su augusto y benéfico reinado, una noche en que la luna estaba llena, los dioses tuvieron a bien privarme del sueño. Por tanto, me levanté de mi cama en este tugurio y me fui a la playa a refrescarme con la vista del agua y de la luna y a respirar el aire frío. Y de pronto oí un ruido como de remos que avanzaban hacia mí por el agua y luego, por decirlo así, un débil grito. Y poco después, la marea trajo a la playa un pequeño bote en el que no había más que un hombre enflaquecido por haber sufrido extremadamente de hambre y sed y que parecía haber muerto sólo unos momentos antes (pues todavía estaba tibio), y un odre vacío, y un niño que aún vivía. “Sin duda —pensé— estos infortunados escaparon del naufragio de un gran barco, pero por los admirables designios de los dioses el mayor ha pasado hambre para mantener vivo al niño, pereciendo al avistar tierra”. Así pues, recordando que los dioses jamás dejan de recompensar a quienes amparan a los huérfanos, y movido de compasión (porque tu siervo es un hombre de corazón tierno)...

—Prescinde de esas palabras ociosas de elogio a ti mismo —interrumpió el Tarkaan—. Basta con saber que te quedaste con el niño, y que has sacado diez veces el costo de su pan diario con su trabajo, como cualquiera puede ver. Y ahora dime de inmediato qué precio le pones, pues ya estoy cansado de tu locuacidad.

—Tú mismo has dicho sabiamente —respondió Arshish— que el trabajo del niño me ha sido de inestimable valor. Hay que tomarlo en cuenta al fijar el precio. Porque si vendo al niño, sin duda tendré que comprar o emplear otro para que haga sus labores.

—Te daré quince crecientes por él —dijo el Tarkaan.

—¡Quince! —exclamó Arshish con una voz que era algo entre un gimoteo y un grito—. ¡Quince! ¡Por el apoyo de mi vejez y el encanto de mis ojos! No te burles de mi barba gris, aunque seas un Tarkaan. Mi precio es setenta.

A este punto Shasta se paró y se fue en puntillas. Había oído todo lo que deseaba, pues había escuchado muchas veces cuando los hombres regateaban en el pueblo y sabía cómo lo hacían. Estaba totalmente seguro de que al final Arshish lo vendería por una suma muy superior a quince crecientes y muy inferior a setenta, pero que él y el Tarkaan tardarían horas en llegar a un acuerdo.

No debes imaginarte que Shasta sintió lo que habríamos sentido tú y yo si hubiéramos oído por casualidad a nuestros padres hablando de vendernos como esclavos. Por una parte, su vida era ya muy poco mejor que la esclavitud; que él supiera, el señorial desconocido del imponente caballo podría ser más bondadoso con él que Arshish. Y por otra, la historia de su propio hallazgo en el bote lo había llenado de emoción y de un sentimiento de alivio. A menudo se había sentido incómodo porque, por más que tratara, nunca había sido capaz de querer al pescador, y sabía que un hijo debe amar a su padre. Y ahora, parecía que no tenía ninguna relación con Arshish. Esto le sacó un gran peso de encima.

“¡Vaya, podría ser cualquiera! —pensó—. ¡Podría ser el hijo de un Tarkaan, o el hijo del Tisroc (que viva para siempre), o de algún dios!”

Estaba parado afuera en un sitio lleno de hierba delante de la cabaña mientras pensaba todas esas cosas. El crepúsculo caía rápidamente y ya habían salido una o dos estrellas, mas aún podían verse al oeste vestigios de la puesta de sol. No muy lejos pastaba el caballo del desconocido, atado holgadamente a una argolla de fierro en la pared del establo del burro. Shasta se acercó a él y acarició su cuello. El siguió arrancando pasto y no le hizo caso.

Luego otro pensamiento vino a la mente de Shasta.

—Me pregunto qué laya de hombre será ese Tarkaan —dijo en voz alta—. Sería espléndido que fuera bueno. Algunos de los esclavos en la casa de un gran señor no tienen casi nada que hacer. Usan lindos trajes y comen carne todos los días. Quizás me llevaría a las guerras y yo le salvaría la vida en una batalla y entonces él me libertaría y me adoptaría como hijo y me daría un palacio y un carruaje y una armadura. Pero también podría ser un hombre horrible y cruel. Podría mandarme a trabajar a los campos, encadenado. Me gustaría saberlo, pero ¿cómo? Apuesto a que este caballo lo sabe, ojalá pudiera contarme.

El caballo había levantado la cabeza. Shasta acarició su nariz suave como la seda y dijo:

—Me gustaría tanto que

pudieras hablar, amigo.

Y por un segundo creyó estar soñando, pues muy claramente, aunque en voz baja, el caballo dijo: “Pero sí puedo”.

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