Aunque el tipo me parecía detestable, no podía quedarme cruzada de brazos mientras lo mataban. De verdad, no podía.
—Basta —dije en voz baja, junto al zombi. Dejó de hacer fuerza, pero continuó apretando. El comediante estaba casi inconsciente—. Suéltalo.
El zombi obedeció, y el hombre cayó inerte al escenario. Willie abandonó su forcejeo frenético y se alisó el traje rojo. Seguía perfectamente peinado; demasiada gomina para que un simple zombi le descolocara un solo pelo.
—Gracias —susurró. Después se alzó en su metro sesenta y dijo—: Señoras y señores, Albert el Increíble y su zombi de compañía.
El público parecía un poco inseguro hasta entonces, pero empezó a aplaudir. Cuando Albert el Increíble se levantó y se acercó al micrófono, la ovación inundó la sala.
—Ernie opina que ya va siendo hora de volver a casa —dijo con voz cascada—. Muchas gracias a todos.
El público volvió a aplaudir, y el humorista abandonó el escenario. El zombi se quedó, mirándome, esperando a que le diera instrucciones. No sé por qué los zombis no le hacen caso a todo el mundo; a mí me parece normalísimo que me obedezcan. No siento ningún cosquilleo ni nada especial; cuando hablo, los zombis hacen lo que les digo. Como si fuera un sargento.
—Vete con Albert y sigue sus órdenes hasta nuevo aviso.
El zombi se quedó mirándome un momento; después se giró lentamente y se marchó. El humorista ya estaba a salvo, pero prefería no decírselo; mejor que se creyera en peligro y me pidiera que pusiera a descansar al zombi. Ese era el plan, y probablemente lo que quería el zombi.
Desde luego, a Ernie no parecía gustarle ser objeto de burlas en un número cómico, aunque estrangular a quien se burlaba de él era pasarse un poco.
Willie me acompañó cuando volví a mi mesa. Me senté y bebí un trago de cocacola. Él se sentó delante de mí; parecía alterado, y sus manos diminutas estaban temblorosas. Sería un vampiro, pero seguía siendo Willie McCoy. Me pregunté cuánto tardaría en perder el resto de su personalidad. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un siglo? ¿Cuánto tardaría el monstruo en aniquilar al hombre?
Quizá tardase menos, pero no era mi problema; yo no esperaba presenciarlo. En realidad, no quería presenciarlo.
—Nunca me han gustado los zombis —comentó.
—¿Te dan miedo? —pregunté, observándolo con extrañeza.
Me lanzó una mirada y bajó la vista a la mesa.
—No.
—Te dan miedo los zombis —proclamé con una sonrisa—. Les tienes fobia.
—No se lo digas a nadie. —Se inclinó hacia delante, verdaderamente atemorizado—. Por favor.
—¿A quién se lo iba a decir?
—Ya lo sabes.
—No sé de qué me hablas, Willie —dije sacudiendo la cabeza.
—Del Jefe. —De verdad que oí la mayúscula.
—¿Por qué se lo iba a decir a Jean-Claude?
Otro humorista había subido al escenario. A pesar de las risas y el bullicio, Willie seguía hablando en susurros.
—Eres su sierva humana, quieras o no. Dice que cuando hablamos contigo hablamos con él.
Estábamos tan inclinados que me llegaba su aliento. Olía a pastillas de menta. Casi todos los vampiros huelen a pastillas de menta; no sé qué hacían antes de que se inventaran. Supongo que sobrellevar la halitosis con dignidad.
—Sabes de sobra que no soy su sierva.
—Pero quiere que lo seas.
—Que Jean-Claude quiera algo no significa que lo vaya a conseguir —dije.
—Ya sabes cómo es.
—Creo que…
Me tocó el brazo, y en esa ocasión no me aparté. Estaba demasiado enfrascada en la conversación.
—Ha cambiado desde que murió el ama. Ahora es mucho más poderoso que cuando lo viste por última vez.
Me lo imaginaba.
—¿Y por qué no quieres que le diga que te dan miedo los zombis?
—Porque lo usaría para castigarme.
—¿Quieres decir que tortura a la gente para controlarla? —pregunté, mirándolo muy de cerca. Asintió—. Mierda.
—¿No le dirás nada?
—No, te lo prometo.
Su alivio fue tan palpable que le di unas palmaditas en la mano. Era una mano normal; ya no tenía el tacto de la madera. ¿Por qué? No lo sabía, y supongo que si se lo hubiera preguntado, él tampoco lo habría sabido. Uno de los misterios de la… muerte.
—Gracias.
—¿No decías que Jean-Claude es el mejor jefe que has tenido nunca?
—Sí —confirmó.
Aquello sí que acojonaba. Si le parecía que alguien capaz de torturarlo con su peor temor era un buen tipo, ¿cómo habría sido Nikolaos? Bueno, ya conocía la respuesta: era una psicópata. La crueldad de Jean-Claude no era gratuita; no torturaba a nadie por el placer de verlo sufrir. Todo un adelanto.
—Tengo que irme —dijo levantándose—. Gracias por ayudarme con el zombi.
—Has sido muy valiente, ¿sabes?
Me dedicó una breve sonrisa, enseñando los colmillos, y de repente la borró como quien acciona un interruptor.
—No puedo permitirme el lujo de no serlo.
Los vampiros son como las manadas de lobos: los débiles acaban dominados o muertos, y no existe la opción del destierro. Willie iba subiendo en el escalafón, y un indicio de debilidad podía detener su ascenso, o algo peor. Me había preguntado muchas veces a qué tenían miedo los vampiros, y ante mí había uno que tenía miedo de los zombis. Me habría parecido gracioso si no fuera por su mirada de temor.
El humorista del escenario era un vampiro reciente. Tenía la piel blanquísima, los ojos negros como tizones, unas encías pálidas y retraídas, y unos colmillos que habrían sido la envidia de cualquier pastor alemán. Nunca había visto un vampiro de aspecto tan monstruoso. Casi todos se esfuerzan por parecer humanos; aquel, todo lo contrario.
No me había fijado en la reacción del público cuando había salido a escena, pero todo el mundo se descojonaba. Si los chistes sobre el zombi ya eran malos, aquellos eran directamente penosos. En la mesa de al lado, una mujer se reía con tanta fuerza que le saltaban las lágrimas.
—Fui a Nueva York, que dicen que es muy peligroso. Y bueno, intentó atacarme una banda callejera, pero no tenía ni medio bocado. —La gente se sujetaba la tripa como si le doliera.
No lo entendía. De verdad, no tenía la menor gracia. Miré a mi alrededor y vi que todos tenían la vista clavada en el escenario, y lo contemplaban con la devoción de los hechizados.
Estaba usando trucos. Los vampiros son aficionados a ellos, y se los he visto emplear para seducir, amenazar, aterrorizar y todo a la vez, pero era la primera vez que veía a un vampiro obligar a la gente a reírse.
Peores usos he visto hacer de los poderes vampíricos. El cómico no intentaba hacerle daño a nadie, y aquella hipnosis colectiva era inocua y provisional. Pero aun así me parecía mal. El control mental de una multitud es una de las cosas más espeluznantes que pueden hacer los vampiros sin que nadie se entere.
Yo me enteraba, y no me hacía ni pizca de gracia. El vampiro no llevaba mucho tiempo muerto, y ni siquiera me habría afectado antes de las marcas de Jean-Claude. Reanimar zombis proporciona cierta inmunidad contra otros nomuertos; es uno de los motivos por los que es frecuente que los reanimadores hagamos horas extras de cazavampiros. Jugamos con ventaja, por así decirlo.
Había quedado con Charles allí, pero no aparecía. Y no es alguien que pueda pasar más desapercibido que Godzilla en medio de Tokio. ¿Dónde se habría metido? Y ya puestos, ¿cuándo se dignaría recibirme Jean-Claude? Eran más de las once; hacía falta ser un capullo displicente para obligarme a quedar con él y luego hacerme esperar.
En aquel momento, Charles entró por la puerta basculante que daba a la zona de la cocina y atravesó el local en dirección a la salida. Sacudía la cabeza y le murmuraba algo a un asiático bajito que tenía que trotar para no perderle el paso.
Le hice una seña, y Charles giró en mi dirección.
—Mi cocina está muy limpia —decía el otro hombre.
Charles murmuró algo que no alcancé a oír. El público hechizado no se daba ni cuenta. Podríamos haber disparado una salva con veintiún mosquetones y nadie se habría percatado. Hasta que el vampiro humorista terminara el número, nadie oiría nada más.
—Ni que fuera el ministro de Sanidad —decía el hombrecillo. Llevaba ropa de cocinero, aunque retorcía el gorro entre las manos, y sus ojos almendrados brillaban de cólera.
Charles pasa de uno ochenta y cinco, pero parece aún más alto. Su cuerpo es un mazacote, desde los hombros anchísimos hasta los pies. No creo que tenga cintura; es una montaña ambulante. Sus ojos, de un marrón inmaculado, son del mismo color que su piel, muy oscuros, y una mano suya bastaría para cubrirme toda la cara.
A su lado, el cocinero asiático parecía un cachorro enfadado. Sujetó a Charles por el brazo. No sé qué pretendía, pero mi amigo dejó de moverse y bajó la vista hacia la mano inoportuna.
—No me toque —dijo muy despacio, con una voz tan grave que casi hacía daño.
El cocinero lo soltó como si se hubiera quemado y dio un paso atrás. Charles sólo le había dedicado parte de su famosa mirada. El tratamiento completo puede hacer que un aspirante a atracador pida socorro a gritos, pero en aquella ocasión bastó con una muestra.
—Mi cocina está muy limpia —insistió con voz más contenida.
—Es ilegal tener zombis en la zona donde se prepara la comida —dijo Charles, negando con la cabeza—. Las normas sanitarias prohíben que los cadáveres se acerquen a los alimentos.
—Mi ayudante es un vampiro. También está muerto.
Charles me lanzó una mirada de impotencia; le devolví otra de comprensión. Yo había tenido la misma charla con un par de cocineros.
—Los vampiros ya no se consideran muertos legalmente, señor Kim. Los zombis, sí.
—Pues no lo entiendo.
—Los zombis se pudren y transmiten enfermedades como cualquier otro cadáver. Que se muevan no significa que no sean una fuente de infecciones.
—Pero…
—O mantienen a los zombis fuera de la cocina o precintamos el local. ¿Entiende eso?
—Y tendrá que explicarle al propietario por qué se cierra su negocio —intervine, sonriéndoles a los dos.
El cocinero palideció un poco. Qué mono.
—De… De acuerdo. Lo resolveremos.
—Muy bien —dijo Charles.
El chef me lanzó una mirada atemorizada y volvió a la cocina. Tenía gracia que Jean-Claude empezara a inspirar temor en tanta gente. Antes de convertirse en el chupasangres jefe había sido uno de los vampiros más civilizados. El poder corrompe.
Charles se sentó delante de mí. La mesa le quedaba pequeña.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué pasa?
—Necesito que me acompañes al Tenderloin.
Es difícil averiguar cuándo se sonroja Charles, pero se agitó en la silla.
—¿Qué demonios se te ha perdido en ese barrio?
—Busco a una persona que trabaja allí.
—¿Quién?
—Una prostituta.
Volvió a mostrar su inquietud. Era como ver una montaña incomodada.
—A Caroline no le va a hacer ninguna gracia.
—Pues no se lo digas.
—Ya la conoces, y ya sabes que no nos ocultamos nada.
Me esforcé por mantener la compostura. Si Charles quería rendirle cuentas a su mujer de todo lo que hacía, era asunto suyo. No tenía por qué permitir que Caroline lo controlase; lo hacía porque le daba la gana. Pero me daba más grima que una limpieza bucal.
—Dile que te has retrasado en el trabajo y no te pedirá detalles.
A Caroline le parecía asqueroso nuestro trabajo: decapitar gallos, levantar zombis… Qué guarrería.
—¿Por qué buscas a esa prostituta?
Pasé por alto esa pregunta y contesté a la que no me había hecho. Cuanto menos supiera Charles sobre Harold Gaynor, más a salvo estaría.
—Sólo necesito a alguien con pinta amenazadora; no quiero tener que pegarle un tiro al primer imbécil que se pase conmigo. ¿Vale?
—Vale —contestó, asintiendo—. Me halaga que me lo pidas a mí.
Le dediqué una sonrisa alentadora. En realidad, Manny era mucho más duro, y con él me habría sentido más a salvo, pero le pasaba lo que a mí: no acojonaba. Charles, sí. Lo que necesitaba era tirarme un farol, no llevar refuerzos.
Miré el reloj. Eran casi las doce; Jean-Claude me había tenido una hora esperando. Me volví y vi a Willie, que se acercó de inmediato. Debería usar mis poderes sólo para hacer el bien.
Se acercó, pero no demasiado, y saludó a Charles con un gesto de la cabeza. Charles le devolvió el saludo. Qué estoicos.
—¿Qué quieres? —preguntó Willie.
—¿Está libre Jean-Claude, o no?
—Sí, venía a buscarte. No sabía que tuvieras compañía. —Miró a Charles.
—Trabajamos juntos —expliqué.
—¿Otro reanimador? —preguntó Willie.
—Sí —dijo Charles, impasible, con la mirada algo amenazadora.
Willie asintió impresionado.
—¿Tienes que levantar zombis después de ver a Jean-Claude?
—Sí. —Me levanté y me dirigí a Charles en voz baja, aunque era probable que Willie me oyera. Hasta los más recientes tienen mejor oído que muchos perros—. Vendré en cuanto pueda.
—De acuerdo —dijo—, pero tengo que volver pronto a casa.
Lo entendía; su mujer lo tenía atado corto. Aunque Charles se lo había buscado, parecía molestarme más a mí que a él. Igual seguía soltera por eso: los compromisos no son lo mío.
Seguí a Willie, y cruzamos una puerta que daba a un pasillo corto. En cuanto la puerta se cerró a nuestras espaldas, el sonido se atenuó, como en un sueño. La luz era deslumbrante en comparación con la oscuridad del local. Parpadeé para acostumbrar la vista. Willie estaba sonrosado; no parecía vivo del todo, pero sí bastante sano para estar muerto. Aquella noche había tenido su ración de sangre, quizá de un humano que se lo había permitido, quizá de un animal, quizá…
En la primera puerta de la izquierda ponía
ENCARGADO
. ¿Sería el despacho de Willie? Anda ya.
Willie abrió y me invitó a entrar, pero no me acompañó: miró la mesa de reojo, retrocedió y cerró la puerta.
La alfombra era clara, y las paredes, de un blanco apagado. En la pared opuesta había una gran mesa lacada en negro, con una lámpara negra brillante que parecía formar parte del mueble. En la mesa había una carpeta centrada cuidadosamente, nada más. Ni papeles, ni clips… Sólo Jean-Claude, en el sillón.