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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (39 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Sagaz dio un paso adelante.

—¿Qué va a ser entonces, Sadeas? —preguntó en voz baja—. ¿Le harás un favor a Alezkar y la liberarás de ambos?

Matar al sagaz del rey era legal. Pero, al hacerlo, Sadeas perdería su título y sus tierras. A la mayoría de la gente le parecería un asunto lo bastante malo para no hacerlo al descubierto. Naturalmente, si pudieras asesinar a un sagaz sin que nadie supiera que fuiste tú, sería diferente.

Sadeas apartó lentamente la mano de la empuñadura de su espada, y luego le asintió al rey y se marchó.

—Sagaz —dijo Elhokar—, Sadeas tiene mi favor. No hay necesidad de atormentarlo así.

—Disiento —respondió Sagaz—. El favor del rey puede ser un tormento suficiente para la mayoría de los hombres, pero no para él.

El rey suspiró y miró a Dalinar.

—Debería ir a tranquilizar a Sadeas. Pero quería preguntarte si has reflexionado sobre el tema que te mencioné antes.

Dalinar negó con la cabeza.

—He estado ocupado con las necesidades del ejército. Pero lo examinaré ahora, majestad.

El rey asintió, y luego se marchó apresuradamente detrás de Sadeas.

—¿De qué se trata, padre? —preguntó Adolin—. ¿De la gente que cree que lo está espiando?

—No —respondió Dalinar—. Esto es algo nuevo. Te lo mostraré dentro de poco.

Dalinar se volvió a mirar a Sagaz. El hombre vestido de negro estaba haciendo chasquear sus nudillos uno a uno y miraba a Sadeas con expresión reflexiva. Advirtió que Dalinar lo estaba mirando e hizo un guiño y se marchó.

—Me cae bien —repitió Adolin.

—Tal vez acabes por convencerme —dijo Dalinar, frotándose la barbilla—. Renarin, ve y trae un informe sobre los heridos. Adolin, acompáñame. Necesitamos comprobar ese asunto del que habló el rey.

Ambos jóvenes parecían confusos, pero hicieron lo que se les pedía. Dalinar echó a andar en dirección al lugar donde yacía el cadáver del abismoide.

«Veamos qué nos han traído tus preocupaciones esta vez, sobrino», pensó.

Adolin hizo girar en sus manos la larga correa de cuero. Casi de una cuarta de ancho y del grosor de un dedo, la correa terminaba de forma abrupta. Era la cincha de la silla del rey, la cinta que rodeaba el vientre del caballo. Se había roto súbitamente durante la lucha, arrojando del caballo la silla y al jinete.

—¿Qué piensas? —preguntó Dalinar.

—No lo sé. No parece tan gastada, pero supongo que lo estaba, o de otro modo no se habría roto, ¿no?

Dalinar recuperó la correa, pensativo. Los soldados no habían regresado todavía con la cuadrilla del puente, aunque empezaba a oscurecer.

—Padre —dijo Adolin—. ¿Por qué nos pide Elhokar que examinemos esto? ¿Espera que castiguemos a los mozos de cuadras por no cuidar bien de su silla? ¿Es…? —Adolin guardó silencio y comprendió de pronto la vacilación de su padre—. Crees que cortaron la cincha ¿verdad?

Dalinar asintió. Le dio la vuelta en sus manos enguantadas, y Adolin pudo ver lo que estaba pensando. Una cincha podía estar tan gastada que podía romperse, sobre todo si tenía que soportar el peso de un hombre con armadura esquirlada. Esta correa se había roto en el punto donde conectaba con la silla, así que habría sido fácil que los mozos la pasaran por alto. Esa era la explicación racional. Pero cuando se miraba con ojos un poco más irracionales, podía parecer que había sucedido algo vil.

—Padre, se vuelve cada vez más paranoico. Sabes que sí.

Dalinar no respondió.

—Ve asesinos en cada sombra —continuó diciendo Adolin—. La correa se rompe. Eso no significa que alguien intentara matarlo.

—Si el rey está preocupado, deberíamos examinarlo. La rotura es más lisa por un lado, como si la hubieran afeitado para que se rompiera bajo tensión.

Adolin frunció el ceño.

—Tal vez —no se había dado cuenta de ese detalle—. Pero piénsalo, padre. ¿Por qué iba nadie a cortar la cincha? Una caída del caballo no dañaría a un portador de esquirlada. Si fue un intento de asesinato, entonces fue torpe.

—Si fue un intento de asesinato —dijo Dalinar—, incluso torpe, entonces es algo de lo que tenemos que preocuparnos. Sucedió cuando estábamos de guardia, y su caballo fue atendido por nuestros mozos. Tendremos que examinar este asunto.

Adolin gimió, dejando escapar parte de su frustración.

—Los demás susurran ya que nos hemos convertido en guardaespaldas y mascotas del rey. ¿Qué dirán si se enteran de que estamos investigando todas sus preocupaciones paranoides, no importa lo irracionales que sean?

—Nunca me ha preocupado el qué dirán.

—Nos pasamos el tiempo dedicados a la burocracia mientras los demás ganan fortuna y gloria. ¡Rara vez participamos en los ataques en las mesetas porque estamos ocupados haciendo cosas como esta! ¡Tenemos que estar ahí fuera, peleando, si queremos alcanzar alguna vez a Sadeas!

Dalinar lo miró, el ceño fruncido, y Adolin contuvo su siguiente estallido.

—Veo que ya no estamos hablando de esta cincha rota.

—Yo…, lo siento. Hablé con demasiada pasión.

—Tal vez. Pero claro, tal vez necesite oírlo. Me di cuenta de que no te gustó cómo te contuve antes con Sadeas.

—Sé que tú también lo odias, padre.

—No sabes tanto como presumes. Haremos algo al respecto en un momento. Por ahora, juro…, esta correa parece cortada. Tal vez hay algo que no vemos. Esto podría haber sido parte de algo más grande que no salió como esperaban.

Adolin vaciló. Parecía demasiado retorcido, pero si había un grupo al que gustaran los complots demasiado retorcidos, eran los ojos claros alezi.

—¿Crees que uno de los altos príncipes puede haber intentado algo?

—Tal vez —contestó Dalinar—. Pero dudo que ninguno de ellos lo quiera muerto. Mientras Elhokar gobierne, los altos príncipes podrán luchar en esta guerra a su modo y engordar sus fortunas. No les impone demasiadas exigencias. Les gusta tenerlo como rey.

—Los hombres pueden ansiar el trono solo por la distinción.

—Cierto. Cuando regresemos, mira a ver si alguien ha estado alardeando demasiado últimamente. Averigua si Roion está molesto todavía por el insulto de Sagaz en el festín de la semana pasada y haz que Talata repase los contratos que el alto príncipe Bethab le ofreció al rey por el uso de los chulls. En contratos anteriores, trató de colar una idea que lo favorecería en una sucesión. Se ha vuelto más osado desde que tu tía Navani se marchó.

Adolin asintió.

—Mira a ver si puedes rehacer la historia de la cincha —dijo Dalinar—. Que un talabartero la examine y te diga qué piensa de la rotura. Pregúntale a los mozos si advirtieron algo, y mira si han recibido alguna donación sospechosa de esferas últimamente —titubeó—. Y dobla la guardia del rey.

Adolin dio media vuelta y miró el pabellón, del que salía Sadeas. Entornó los ojos.

—¿Crees que…?

—No —interrumpió Dalinar.

—Sadeas es una anguila.

—Hijo, tienes que dejar esa fijación con él. Aprecia a Elhokar, cosa que no puede decirse de la mayoría de los demás. Es uno de los pocos a quien confiaría la seguridad del rey.

—Yo no haría lo mismo, padre, eso puedo asegurártelo.

Dalinar guardó silencio un momento.

—Ven conmigo.

Le tendió a Adolin la cincha y se encaminó hacia el pabellón.

—Quiero enseñarte algo sobre Sadeas.

Resignado, Adolin siguió a su padre. Pasaron ante el pabellón iluminado. Dentro, hombres ojos oscuros servían comida y bebida mientras las mujeres permanecían sentadas y escribían mensajes o narraciones de la batalla. Los ojos claros hablaban unos con otros con tono ampuloso y emocionado, halagando la valentía del rey. Los hombres vestían colores oscuros y masculinos: marrón, azul, verde bosque, naranja oscuro.

Dalinar se acercó al alto príncipe Vamah, que se encontraba fuera del pabellón con un grupo de ayudantes ojos claros. Iba vestido con un largo abrigo marrón con los costados abiertos para mostrar el brillante forro de seda amarilla. Era una moda controlada, no tan ostentosa como llevar la seda por fuera. A Adolin le parecía bonita.

Vamah era un hombre algo calvo de rostro redondo. El poco pelo que le quedaba se alzaba de punta, y tenía ojos gris claro. Tenía la costumbre de entornarlos, cosa que hizo cuando Dalinar y Adolin se acercaron.

«¿De qué va esto?», se preguntó Adolin.

—Brillante señor —le dijo Dalinar a Vamah—, vengo a asegurarme de que has satisfecho todas tus necesidades.

—Mis necesidades estarían más satisfechas si pudiéramos estar ya de vuelta. —Vamah miró el sol poniente, como echándole la culpa de algún error. Normalmente no estaba de tan mal humor.

—Estoy seguro de que mis hombres se mueven lo más rápidamente que pueden.

—No sería tan tarde si no nos hubieras retrasado tanto en el camino de venida.

—Me gusta ser cuidadoso —dijo Dalinar—. Y, hablando de cuidados, hay algo de lo que quería hablar contigo. ¿Podemos mi hijo y yo hablar contigo a solas un momento?

Vamah hizo una mueca, pero dejó que Dalinar lo apartara de sus ayudantes. Adolin los siguió, cada vez más desconcertado.

—La bestia era enorme —le dijo Dalinar a Vamah, indicando con la cabeza el abismoide caído—. La más grande que he visto.

—Lo supongo.

—He oído decir que has tenido éxito en tus recientes ataques en la meseta, y que has matado a unos cuantos abismoides en sus crisálidas por tu cuenta. Hay que felicitarte.

Vamah se encogió de hombros.

—Las que conseguimos eran pequeñas. Nada parecido a esa gema corazón que Elhokar obtuvo hoy.

—Una gema corazón pequeña es mejor que ninguna —dijo Dalinar amablemente—. He oído decir que tienes planes para aumentar las murallas de tu campamento.

—¿Hmm? Sí. Rellenar unos cuantos huecos, mejorar la fortificación.

—Me aseguraré de decirle a su majestad que querrás comprar acceso extra a las animistas.

Vamah se volvió hacia él, frunciendo el ceño.

—¿Las animistas?

—Para la madera —dijo Dalinar tranquilamente—. Sin duda no pretenderás rellenar las paredes sin usar andamios ¿no? Es una suerte que aquí, en estas llanuras remotas, tengamos animistas para proporcionarnos cosas como la madera, ¿no te parece?

—Bueno, sí —respondió Vamah, cada vez más sombrío. Adolin lo miró primero a él y luego a su padre. Había algo no dicho en la conversación. Dalinar no hablaba solo de madera para las murallas: las animistas eran el medio por el que los altos príncipes alimentaban a sus ejércitos.

—El rey es bastante generoso al permitir el acceso a las animistas —dijo Dalinar—. ¿No estás de acuerdo?

—Comprendo tu argumento, Dalinar —dijo Vamah secamente—. No hace falta que sigas golpeándome la cara con la roca.

—No tengo fama de ser un hombre sutil, brillante señor. Solo de ser efectivo.

Dalinar se retiró, indicándole a su hijo que lo siguiera. Adolin así lo hizo, mirando al otro alto príncipe por encima del hombro.

—Se ha estado quejando en voz alta de las tasas que Elhokar cobra por usar sus animistas —dijo Dalinar en voz baja. Era el principal tipo de impuesto que el rey cargaba a los altos príncipes. Elhokar no luchaba ni ganaba gemas corazón excepto en alguna cacería ocasional. Se mantenía apartado de la lucha en la guerra, como era adecuado.

—¿Y por eso…? —dijo Adolin.

—Por eso le recordé cuánto le debe al rey.

—Supongo que eso es importante. ¿Pero qué tiene eso que ver con Sadeas?

Dalinar no respondió. Siguió caminando por la meseta, hasta subirse al borde del abismo. Adolin se reunió con él, esperando. Unos segundos más tarde, alguien se acercó desde atrás con una tintineante armadura esquirlada, y luego Sadeas se plantó junto a Dalinar al borde del abismo. Adolin miró al hombre con ojos entornados, y Sadeas alzó una ceja, pero no hizo ningún comentario sobre su presencia.

—Dalinar —dijo Sadeas, volviéndose a mirar las Llanuras.

—Sadeas —la voz de Dalinar era controlada y lacónica.

—¿Hablaste con Vamah?

—Sí. Comprendió mi postura.

—Pues claro que sí —había un indicio de diversión en la voz de Sadeas—. No habría esperado otra cosa.

—¿Le dijiste que ibas a aumentar lo que le cobras por la madera?

Sadeas controlaba el único bosque grande de la región.

—A doblarla —dijo Sadeas.

Adolin miró por encima de su hombro. Vamah los estaba mirando, y su expresión era tan negra como una alta tormenta, los furiaspren brotaban del suelo a su alrededor como pequeños charcos de sangre borboteante. Dalinar y Sadeas juntos le enviaban un mensaje muy claro. «Vaya…, probablemente por eso lo invitaron a la cacería, advirtió Adolin. Para poder manejarlo.»

—¿Funcionará? —preguntó Dalinar.

—Estoy seguro de que sí —respondió Sadeas—. Vamah es un tipo bastante razonable, cuando se le pincha: comprenderá que es mejor usar las animistas que gastarse una fortuna manteniendo una línea de suministros con Alezkar.

—Tal vez deberíamos hablarle al rey de estas cosas —dijo Dalinar, mirando a Kharbranth, que estaba en el pabellón, ajeno a lo que habían hecho.

Sadeas suspiró.

—Lo he intentado: no tiene cabeza para este tipo de trabajo. Deja al muchacho con sus preocupaciones, Dalinar. Lo suyo son los grandiosos ideales de justicia, alzar la espada mientras cabalga contra los enemigos de su padre.

—Últimamente parece menos preocupado con los parshendi y más con los asesinos en la noche —dijo Dalinar—. La paranoia del muchacho me preocupa. No sé de dónde sale.

Sadeas se echó a reír.

—Dalinar ¿hablas en serio?

—Siempre hablo en serio.

—Lo sé, lo sé. ¡Pero sin duda podrás ver de dónde sale la paranoia del muchacho!

—¿De la forma en que fue asesinado su padre?

—¡De la forma en que lo trata su tío! ¿Un millar de guardias? ¿Paradas en todas y cada una de las mesetas para dejar que los soldados «aseguren» el paso a la siguiente? ¡Vamos, Dalinar!

—Me gusta ser cuidadoso.

—Otros llaman a eso ser paranoico.

—Los Códigos…

—Los Códigos son un puñado de tonterías idealizadas —dijo Sadeas— diseñadas por los poetas para describir la forma en que piensan que deberían haber sido las cosas.

—Gavilar creía en ellos.

—Y mira adonde lo llevó eso.

—¿Y dónde estabas tú, Sadeas, cuando él luchaba por su vida?

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