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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (6 page)

BOOK: El camino de los reyes
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En cuanto eso sucedió, el pelotón de Kaladin echó a correr a toda velocidad hacia delante. Cenn se esforzó por mantener el ritmo, se dejó llevar por el pánico y se aterrorizó. El terreno no era tan liso como había parecido, y casi resbaló con un rocapullo oculto, las enredaderas encogidas en su cascarón.

Se irguió y continuó, sujetando la lanza con una mano, el escudo chocando contra su espalda. El lejano ejército estaba también en movimiento, los soldados cargaban. No había ninguna semejanza con una formación de batalla ni de línea cuidadosa. Esto no se parecía a nada de lo que habían enseñado en la instrucción.

Cenn ni siquiera sabía quién era el enemigo. Un terrateniente pretendía apoderarse del territorio del brillante señor Amaram, cuya tierra, en última instancia, pertenecía al alto príncipe Sadeas. Era una escaramuza fronteriza, y Cenn pensaba que era con otro principado alezi. ¿Por qué combatían unos contra otros? Tal vez el rey podría ponerle fin, pero estaba en las Llanuras Quebradas, buscando venganza por el asesinato del rey Gavilar cinco años antes.

El enemigo tenía un montón de arqueros. El pánico de Cenn aumentó cuando la primera oleada de flechas saltó al aire. Tropezó de nuevo, ansiando coger su escudo. Pero Dallet lo agarró por el brazo y tiró de él.

Cientos de saetas hendieron el aire, oscureciendo el sol. Trazaron un arco y cayeron, como anguilas del cielo sobre su presa. Los soldados de Amaram alzaron sus escudos. Pero no el pelotón de Kaladin. No había escudos para ellos.

Cenn gritó.

Y las flechas cayeron en las filas centrales del ejército de Amaram, tras él. Cenn miró por encima del hombro, sin dejar de correr. Las flechas caían detrás de él. Los soldados gritaban, las flechas se rompían contra los escudos. Solo unas pocas flechas dispersas aterrizaban cerca de las primeras filas.

—¿Por qué? —le preguntó a gritos a Dallet—. ¿Cómo lo sabías?

—Quieren que las flechas alcancen donde hay más gente congregada —replicó el hombretón—. Donde tendrán más posibilidades de encontrar un cuerpo.

Varios otros grupos en vanguardia dejaron sus escudos bajados, pero la mayoría corría torpemente con los escudos vueltos hacia el cielo, concentrados para que las flechas no los alcanzaran. Eso los retrasó, y se arriesgaron a ser atrapados por los hombres de detrás que sí estaban siendo alcanzados. Cenn ansiaba levantar su escudo de todas formas: le parecía un error correr sin él.

La segunda andanada los alcanzó, y los hombres gritaron de dolor. El pelotón de Kaladin cargó hacia los soldados enemigos, algunos de los cuales morían por las flechas de los arqueros de Amaram. Cenn pudo oír a los soldados enemigos aullando sus gritos de guerra, y pudo distinguir sus rostros individuales. De repente, el pelotón de Kaladin se detuvo, formando un tenso grupo. Habían llegado a la pequeña inclinación que Kaladin y Dallet habían escogido antes.

Dallet agarró a Cenn y lo empujó hasta el centro mismo de la formación. Los hombres de Kaladin bajaron sus lanzas y sacaron sus escudos mientras el enemigo se volvía hacia ellos. No atacaron en formación, no mantuvieron las filas de lanzas largas detrás y lanzas cortas delante. Tan solo corrieron hacia delante, chillando de puro frenesí.

Cenn se debatió para soltar el escudo de su espalda. El estrépito de las lanzas resonó en el aire cuando los pelotones se enzarzaron en lucha. Un grupo de lanceros enemigos corrió hacia el pelotón de Kaladin, acaso buscando la superioridad del terreno. Las tres docenas de atacantes tenían cierta cohesión, aunque su formación no era tan tensa como el pelotón de Kaladin.

El enemigo parecía decidido a compensarlo con pasión: gritaban y chillaban de furia, corriendo hacia la línea de Kaladin, que mantuvo la fila, defendiendo a Cenn como si fuera un ojos claros y ellos su guardia de honor. Las dos fuerzas se encontraron con un estruendo de metal sobre madera, los escudos entrechocaron unos con otros. Cenn se estremeció.

Todo acabó en un par de parpadeos. El pelotón enemigo se retiró, dejando dos muertos. El grupo de Kaladin no había perdido a nadie. Mantenía una pujante formación en V, aunque un hombre se quedó atrás y sacó una venda para protegerse un muslo herido. El resto de los hombres cerraron el hueco. El herido era fornido y de brazos gruesos; maldijo, pero la herida no parecía grave. Se puso en pie en un instante, pero no regresó al lugar donde estaba antes. En cambio, se dirigió a un extremo de la formación en V, un lugar más protegido.

El campo de batalla era un caos. Los dos ejércitos se entremezclaban de forma indiferenciada. Sonido de golpes metálicos, crujidos y gritos flotaban en el aire. Muchos de los pelotones se separaron, y sus miembros corrieron de un encuentro a otro. Se movían como cazadores, grupos de tres o cuatro buscando individuos solos para cebarse luego brutalmente sobre ellos.

El grupo de Kaladin mantuvo el terreno, enfrentándose solo a los pelotones enemigos que se acercaban demasiado. ¿Eran así realmente las batallas? Cenn había sido entrenado para largas filas de soldados, hombro con hombro. No esta frenética mezcla, este caos brutal. ¿Por qué no mantenían la formación?

«Los soldados de verdad no están aquí —pensó Cenn—. Luchan en una batalla auténtica en las Llanuras Quebradas. No me extraña que Kaladin quiera llevar allí su pelotón.»

Las lanzas destellaban por todas partes; era difícil distinguir amigo de enemigo a pesar de los emblemas en las corazas y los colores en los escudos. El campo de batalla se disolvió en cientos de pequeños grupos, como si un millar de guerras diferentes tuvieran lugar al mismo tiempo.

Después de los primeros encontronazos, Dallet cogió a Cenn por el hombro y lo colocó en la fila en el mismo fondo de la formación en V. Cenn, sin embargo, carecía de ningún valor. Cuando el grupo de Kaladin se enzarzó con los pelotones enemigos, toda su instrucción desapareció. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quedarse allí, empuñando la lanza y tratando de parecer amenazador.

Durante casi una hora, el pelotón de Kaladin defendió su pequeña loma, luchando en equipo, hombro con hombro. Kaladin a menudo dejó su posición en el frente, corriendo aquí y allá, golpeando su escudo con su lanza en un extraño ritmo.

«Son señales», comprendió Cenn, mientras el pelotón de Kaladin adoptaba una formación en anillo. Con los gritos de los moribundos y los miles de hombres que se gritaban unos a otros, era casi imposible oír una sola voz. Pero el brusco tañido de la lanza contra el metal del escudo de Kaladin sonaba con claridad. Cada vez que cambiaban de formación, Dallet agarraba a Cenn por el hombro y lo guiaba.

El grupo de Kaladin no persiguió a los enemigos rezagados. Permanecieron a la defensiva. Y, aunque varios hombres del pelotón sufrieron heridas, ninguno cayó. Su pelotón era demasiado intimidatorio para los grupos más pequeños, y las unidades enemigas más grandes se retiraban después de unos cuantos intercambios, buscando enemigos más fáciles.

Al cabo de un rato cambió algo. Kaladin dio media vuelta y observó la marea de la batalla con sus penetrantes ojos marrones. Alzó la lanza y golpeó su escudo con un rápido ritmo que no había utilizado antes. Dallet agarró a Cenn por el brazo y lo apartó de la pequeña loma. ¿Por qué abandonar ahora?

Justo entonces, el cuerpo del ejército de Amaram se dispersó, y los hombres se separaron. Cenn no había advertido lo mal que había ido la batalla en esta zona para su bando. Mientras el equipo de Kaladin se retiraba, pasaron ante muchos muertos y heridos, y Cenn sintió náuseas. Había soldados abatidos, las entrañas al descubierto.

No tenía tiempo para el horror: la retirada se convirtió rápidamente en una derrota. Dallet maldijo, y Kaladin volvió a golpear su escudo. El pelotón cambió de dirección, encaminándose hacia el este. Allí, Cenn vio que un grupo grande de soldados de Amaram resistía.

Pero los enemigos habían visto las filas disgregarse, y eso los envalentonó. Corrieron en grupos, como sabuesos salvajes que cazaran cerdos perdidos. Antes de que el grupo de Kaladin cubriera la mitad del campo regado de muertos y moribundos, un gran contingente de soldados enemigos los interceptó. Kaladin golpeó reacio su escudo, y el pelotón redujo la marcha.

Cenn sitió que su corazón empezaba a latir más y más rápido. Cerca, un pelotón de soldados de Amaram se vino abajo: los hombres tropezaban y caían, gritando, intentando escapar. Los enemigos usaban sus lanzas como trinchetes, ensartando a los hombres en el suelo como si fueran presas de caza.

Los hombres de Kaladin recibieron al enemigo en una amalgama de lanzas y escudos. Los cuerpos empujaron por todas partes, y Cenn tropezó. En la mezcolanza de amigo y enemigo, morir y matar, Cenn se vio superado. ¡Tantos hombres corriendo en tantas direcciones!

Sintió pánico y corrió hacia lugar seguro. Un grupo de hombres cercanos llevaba uniformes alezi. El pelotón de Kaladin. Cenn corrió hacia ellos, pero cuando algunos se volvieron hacia él, se aterrorizó al advertir que no los reconocía. Este no era el pelotón de Kaladin, sino un grupito de soldados desconocidos que trataba de mantener una línea irregular y rota. Heridos y aterrorizados, se dispersaron en cuanto un pelotón enemigo se acercó.

Cenn se quedó inmóvil, sujetando la lanza con mano sudorosa. Los soldados enemigos cargaron hacia él. Sus instintos lo instaron a huir, pero había visto a demasiados hombres caer uno a uno. ¡Tenía que resistir! ¡Tenía que enfrentarse a ellos! No podía huir, no podía…

Gritó, y atacó con la lanza al soldado que venía en cabeza. El hombre apartó sin problemas el arma con su escudo, y luego clavó su lanza corta en el muslo de Cenn. El dolor fue caliente, tan ardiente que la sangre que borboteó en su pierna izquierda pareció fría en comparación. Cenn jadeó.

El soldado liberó su arma. Cenn retrocedió tambaleándose, dejó caer su lanza y su escudo. Cayó al suelo rocoso, chapoteando en sangre ajena. Su enemigo alzó la lanza, una silueta acechante contra el cielo azul, dispuesto a clavársela a Cenn en el corazón.

Y entonces apareció él.

El líder del pelotón. Benditormenta. La lanza de Kaladin salió de ninguna parte, desviando el golpe que habría matado a Cenn. Kaladin se plantó delante del muchacho, solo, enfrentándose a seis lanceros. No vaciló. Atacó.

Sucedió con mucha rapidez. Kaladin derribó con una zancadilla al hombre que había lanceado a Cenn. Mientras ese hombre caía, Kaladin desenvainó un cuchillo de una de las fundas atadas alrededor de su lanza. Su mano chasqueó, el cuchillo destelló y alcanzó el muslo de un segundo enemigo. Ese hombre cayó sobre una rodilla, gritando.

Un tercer hombre se detuvo, mirando a sus aliados caídos. Kaladin se abrió paso frente a un enemigo herido y clavó su lanza en la barriga del tercer hombre. Un cuarto soldado cayó con un cuchillo en el ojo. ¿Cuándo había sacado Kaladin ese cuchillo? Giró entre los dos últimos, la lanza un borrón, empuñándola como si fuera un bastón. Durante un instante, Cenn pudo ver algo que rodeaba al líder del pelotón. Una contorsión del aire, como el viento mismo hecho visible.

«He perdido un montón de sangre. Brota tan rápidamente…»

Kaladin giró, enfrentándose a los que lo atacaban por el flanco, y los dos últimos lanceros cayeron con borboteos que Cenn interpretó como de sorpresa. Eliminados todos los soldados enemigos, Kaladin dio media vuelta y se arrodilló junto a Cenn. El jefe del pelotón soltó su lanza y sacó de su bolsillo una blanca tira de tela que envolvió con eficacia en torno a la pierna del muchacho. Kaladin trabajaba con la habilidad de quien ha vendado heridas docenas de veces antes.

—¡Kaladin, señor! —dijo Cenn, señalando a uno de los soldados que Kaladin había herido. El enemigo se sujetaba la pierna mientras se ponía en pie. Sin embargo, un segundo más tarde, el alto Dallet apareció allí, para empujar al enemigo con su escudo. Dallet no mató al hombre herido, sino que lo dejó marcharse a trompicones, desarmado.

El resto del pelotón llegó y formó un anillo en torno a Kaladin, Dallet y Cenn. Kaladin se levantó y se cargó la lanza al hombro. Dallet le devolvió sus cuchillos, recuperados de los enemigos caídos.

—Me preocupaste un momento, señor —dijo Dallet—. Al echar a correr así.

—Sabía que me seguirías —respondió Kaladin—. Alza el estandarte rojo. Cyn, Korater, vais a volver con el muchacho. Dallet, quédate aquí. La línea de Amaram se desvía en esta dirección. Deberíamos estar a salvo pronto.

—¿Y tú, señor? —preguntó Dallet.

Kaladin contempló el campo de batalla. En las fuerzas enemigas se había abierto un hueco, y un hombre se acercaba montado en un caballo blanco, blandiendo una maza. Llevaba una armadura completa, pulida, de plata brillante.

—Un portador de esquirlada —dijo Cenn.

Dallet bufó.

—No, gracias al Padre Tormenta. Solo un oficial ojos claros. Los portadores son demasiado valiosos para malgastarlos en una disputa fronteriza menor.

Kaladin observó al ojos claros lleno de odio. Era el mismo odio con que el padre de Cenn hablaba de los ladrones de chulls, o el odio que la madre de Cenn mostraba cuando alguien mencionaba a Kusiri, que se había fugado con el hijo de un zapatero remendón.

—¿Señor? —preguntó Dallet, vacilante.

—Los subpelotones dos y tres, formación en pinza —dijo Kaladin, con voz agria—. Vamos a bajar de su trono a un brillante señor.

—¿Seguro que eso es aconsejable, señor? Tenemos heridos.

Kaladin se volvió hacia Dallet.

—Es uno de los oficiales de Hallaw. Podría ser él.

—Eso no lo sabes, señor.

—Da igual: es el jefe de un batallón. Si matamos a un oficial de tan alto rango, tendremos garantizado estar en el próximo grupo que envíen a las Llanuras Quebradas. Vamos a por él —su mirada se volvió distante—. Imagínate, Dallet. Soldados de verdad. Un campamento de guerra con disciplina y ojos claros con integridad. Un lugar donde nuestra lucha significará algo.

Dallet suspiró, pero asintió. Kaladin señaló a un grupo de soldados, luego cruzaron corriendo el campo. Un grupo más pequeño de soldados, incluyendo a Dallet, esperó atrás con los heridos. Uno de ellos, un hombre delgado con negro pelo alezi moteado con un puñado de pelos rubios, lo que indicaba cierta sangre extranjera, sacó un largo lazo rojo de su bolsillo y lo ató a su lanza. Alzó la lanza, dejando que el lazo ondeara al viento.

—Es una llamada para que los mensajeros retiren a los heridos del campo —le dijo Dallet a Cenn—. Pronto te sacaremos de aquí. Fuiste valiente, al enfrentarse a esos seis.

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