Esta vez, evité su amargada mirada y me limité a asentir.
—Así pues, tú... —dijo, sin terminar la frase.
Me impacienté. En mi interior se mezclaban emociones contrapuestas.
—Mi juramento... —le recordé—. Debo hacer lo que he prometido, Arjavh.
—Yo no temo perder mi vida... —empezó a responder.
—Ya sé cuál es tu temor —repliqué.
—¿No bastaría con que los Eldren reconociesen la derrota, Erekosë? ¿No podríamos reconocer la victoria humana? Con una sola ciudad en nuestras manos...
—Me obliga mi juramento—insistí, lleno ahora de tristeza.
—Pero no debes... —intervino Ermizhad, haciendo un gesto con su fina mano—. Nosotros somos amigos, Erekosë. Disfrutamos con nuestra mutua compañía. Somos..., somos amigos...
—Pertenecemos a razas distintas —respondí—. Y estamos en guerra.
—No estoy pidiéndote piedad —declaró Arjavh.
—Ya lo sé —repuse—, y no pongo en duda el valor de los Eldren. Ya he tenido suficientes ejemplos de su valentía.
—Erekosë, te sientes obligado por un juramento prestado en un arrebato de furia y ofrecido a una abstracción. Por un juramento que te lleva a matar a aquellos a quienes amas y respetas... —La voz de Ermizhad sonaba a desconcierto—. ¿No estás cansado de matar, Erekosë? —Muy cansado —asentí. —¿Entonces...?
—Yo he iniciado esta campaña —continué—. A veces me pregunto si realmente soy yo quien conduce a mis hombres, o si no son ellos quienes me obligan a ir delante suyo. Quizá mi existencia no sea otra cosa que una creación suya. La creación de la voluntad de la humanidad. Quizá sea una especie de remiendo de héroe producto de su esfuerzo. Quizá no me espere otra existencia y, una vez terminado el trabajo emprendido, me difuminaré al mismo tiempo que desaparece la sensación de peligro entre los humanos.
—No creo que sea así —dijo Arjavh con serenidad. —Tú no eres yo —respondí, con un encogimiento de hombros—. Tú no has tenido esos sueños extraños...
—¿Todavía te acosan esos sueños? —preguntó Ermizhad. —En los últimos tiempos, no. Desde el inicio de la presente campaña, no he vuelto a tenerlos. Sólo me acosan cuando intento afirmar mi propia individualidad. Cuando hago lo que se espera de mí, los sueños me dejan en paz. Soy un fantasma, ¿os dais cuenta? Nada más que un fantasma.
—No lo comprendo —exclamó Arjavh con un suspiro—. Creo que padeces un ataque de autocompasión, Erekosë. Podrías perfectamente reafirmar tu voluntad, ¡pero temes hacerlo! Al contrario, te abandonas al odio y al derramamiento de sangre, a esa especial melancolía que te invade. Te sientes deprimido, Erekosë, precisamente porque no estás haciendo lo que realmente deseas. Los sueños volverán a acosarte. Recuerda bien mis palabras: los sueños volverán y serán más terribles que cualquiera de los que has experimentado hasta ahora.
—¡Basta! —grité—. No estropeéis este último encuentro entre nosotros. He venido aquí porque...
—¿Porque...? —repitió Arjavh, al tiempo que enarcaba ligeramente las cejas.
—... Porque necesitaba un poco de compañía civilizada... —Es decir, para ver a los de tu clase — añadió Ermizhad con voz suave.
Me volví hacia ella al tiempo que me levantaba de la mesa. —¡Vosotros no sois de mi clase! ¡Los míos están ahí fuera, tras los muros, esperando vuestra derrota definitiva!
—Nosotros somos iguales en nuestro espíritu —afirmó Arjavh— Y nuestros lazos son más fuertes y sutiles que los de la sangre...
Hice una mueca de espanto y hundí el rostro entre las manos.
—¡No!
Arjavh me puso una mano en el hombro.
—Erekosë, eres más profundo de lo que te permites ser a ti mismo. Sería preciso un tipo muy especial de valentía para que tuvieras en consideración las consecuencias de otro plan de acción...
Dejé que las manos me cayeran a lo largo de los costados.
—Tienes razón —exclamé—, y no poseo esa valentía. No soy más que una espada. Una fuerza de la naturaleza, como un huracán. No puedo hacer nada más... Nada que me pudiera permitir. Nada que me esté permitido.
Ermizhad me miró con gesto enérgico.
—¡Por tu propio bien, Erekosë, tienes que permitir que ese otro tú te domine! Olvida el juramento a Iolinda. Tú no la amas. No tienes nada en común con esa jauría sedienta de sangre que te sigue. Eres superior a todos cuantos mandas, y a todos cuantos combates...
—¡Basta!
—Ermizhad tiene razón, Erekosë —intervino Arjavh—. No son nuestras vidas lo que intentamos salvar. Es tu espíritu...
Me hundí de nuevo en mi asiento.
—Sólo deseo evitar la confusión adoptando un plan de acción sencillo y directo —reconocí—. Tenéis razón al decir que no me siento unido a los que mando, ni a los que me han puesto a su frente, pero son indudablemente de mi raza. Y mi deber...
—Deja que se las arreglen como puedan —dijo Ermizhad—. No estás obligado con ellos, sino contigo mismo.
Tomé un sorbo de vino. Después declaré en voz baja:
—Tengo miedo.
Arjavh hizo un gesto de negativa.
—Tú eres valiente. No es culpa tuya...
—¿Quién sabe? —repliqué—. Quizás en algún plano de la realidad he cometido algún crimen aberrante y ahora estoy Pagando mi culpa.
—Eso no son más que especulaciones para autocompadecerte —me recordó Arjavh—. No es... no es muy... humano, Erekosë.
—Supongo que no —dije tras exhalar un profundo suspiro. Después le miré fijamente—. Pero si el tiempo es cíclico, al menos en cierto modo, entonces es posible que no haya cometido ese crimen todavía...
—Es inútil hablar así de «crimen» —dijo Ermizhad con una leve impaciencia—. ¿Qué te dicta tu corazón que debes hacer?
—¿Mi corazón? Hace muchos meses que no lo he escuchado.
—¡Pues hazlo ahora! —dijo.
Respondí con un gesto de la cabeza.
—He olvidado cómo se hacía, Ermizhad. Debo terminar lo que he empezado. Lo que he venido a hacer aquí...
—¿Estás seguro de que fue el rey Rigenos quien te invocó?
—¿Quién, si no?
Arjavh sonrió:
—También eso es una especulación inútil. Tienes que hacer lo que debes, Erekosë. No seguiré suplicando más tiempo por mi pueblo.
—Te lo agradezco —respondí. Me levanté, trastabillé al dar unos pasos y me froté los ojos—. ¡Dioses, estoy tan cansado!
—Descansa aquí esta noche —dijo en voz baja Ermizhad—. Descansa conmigo...
La miré intensamente.
—Conmigo... —repitió ella.
Arjavh empezó a decir algo, cambió de idea y abandonó la estancia. Me di cuenta entonces de que no deseaba otra cosa que asentir a lo que Ermizhad me proponía, pero hice un gesto de negativa con la cabeza.
—Sería una debilidad...
—No —dijo ella—. Te daría fuerzas. Te permitiría tomar una decisión con más claridad...
—Ya he tomado la decisión. Además, el juramento a Iolinda...
—¿Has hecho un juramento de fidelidad...?
—No logro recordarlo —dije extendiendo las manos.
Ermizhad se acercó a mí y me acarició el rostro.
—Quizás así terminaría algo —sugirió—. Quizás así quedaría restaurado tu amor por Iolinda...
Un dolor físico parecía atenazarme ahora. Por un instante, me pregunté incluso si no me habrían envenenado.
—No.
—Te ayudaría—insistió—. Sé que te ayudaría, aunque no sé cómo. Ni siquiera sé si realmente lo deseo, pero...
—¡ Ahora no puedo desfallecer, Ermizhad!
—¡No será debilidad, Erekosë!
—¡Pero...!
La princesa Eldren se apartó de mí y dijo en un tono extraño, lleno de suavidad:
—Bien. Entonces, descansa aquí de todos modos. Duerme en una buena cama para que estés en forma para la batalla de mañana. Te amo, Erekosë. Te amo más que a nada. Te ayudaré, sea cual sea la decisión que adoptes.
—Ya la he tomado —le recordé—. Y no puedes ayudarme en ella.
Me sentí mareado. No deseaba volver al campamento en aquel estado, pues mis hombres se convencerían de que los Eldren me habían drogado y perderían toda confianza en mí. Sería mejor pasar la noche en el palacio y regresar descansado junto a mis tropas.
—Muy bien, me quedaré esta noche —asentí—. Solo.
—Como desees, Erekosë. —Ermizhad se encaminó hacia la puerta. — Vendrá un criado para indicarte la alcoba.
—Dormiré en esta sala —respondí—. Haz que traigan una cama.
—Como desees.
—Me sentará bien dormir en una cama de verdad —dije—. Por la mañana tendré las ideas más claras.
¿Acaso mis anfitriones habían sabido que los sueños volverían esa noche? ¿Era víctima, quizá, de una argucia inmensa y sutil como sólo los inhumanos Eldren eran capaces de urdir?
Acostado en la cama de aquella ciudad fortaleza de los Eldren, tuve un sueño.
Pero no era un sueño en el que perseguía descubrir mi verdadero nombre. En aquel sueño no tenía nombre alguno. No lo quería.
Vi el mundo que daba vueltas, y observé a sus habitantes corriendo por su superficie como hormigas en un otero, como escarabajos en un montón de estiércol. Les vi luchar y destruirse, hacer las paces y edificar nuevamente, sólo para arrasar lo construido otra vez, en otra guerra inevitable. Y me pareció como si esas criaturas sólo hubiesen podido alcanzar aquel grado de evolución y, por una triste broma del destino, estuviesen condenadas a repetir, una y otra vez, los mismos errores. Y comprendí que no había esperanza para ellas, para aquellas criaturas imperfectas que estaban a medio camino entre los animales y los dioses. Que su destino, como el mío, era luchar eternamente sin lograr jamás alcanzar la paz. Las paradojas que existían en mí estaban también en toda mi raza. Los problemas para los que no encontraba solución, no la tenían realmente. No tenía objeto buscar una respuesta; sólo se podía aceptar lo que había o rechazarlo, como uno quisiera. Siempre sería igual. ¡Ah, había tanto por lo que amar a esas criaturas, y tan poco por lo que odiarlas! ¡Cómo hacerlo, si sus errores eran producto de la ironía del destino que las había convertido en las semicriaturas que eran ahora, medio ciegas, medio sordas, medio mudas...!
Me desperté y me sentí tranquilo. Después, progresivamente, una sensación de terror se apoderó de mí al empezar a comprender las consecuencias de lo que estaba pensando.
¿Habrían enviado aquel sueño los Eldren, mediante sus artes mágicas?
Me convencí de que no. Aquel sueño era el que los otros sueños habían intentado ocultarme. Estaba convencido de ello. Esa era la verdad.
Y la verdad me causó pavor.
No era sólo mi destino personal el librar una guerra eterna, sino el de mi raza entera. Como parte de esa raza, y como su representante, además, debía librar también aquella guerra eterna.
Y eso era lo que quería evitar. No podía soportar la idea de seguir combatiendo para siempre, allí donde se me necesitara. Y, sin embargo, todo lo que hiciera para intentar romper el círculo sería inútil. Sólo había una cosa en mi mano... Reprimí el pensamiento. Y, sin embargo, ¿qué si no?
¿Apostar por la paz? ¿Ver si podía dar resultado? ¿Dejar vivir a los Eldren?
Arjavh había mostrado su impaciencia ante las especulaciones sin fundamento. Pero esa también era una de tales especulaciones. La raza humana se había aliado para destruir a los Eldren. Una vez conseguido este objetivo, naturalmente, se volverían contra ellos mismos e iniciarían las escaramuzas perpetuas, las guerras constantes que su peculiar destino había decretado para su raza.
Y, sin embargo, ¿no debía yo, al menos, intentar alcanzar un compromiso?
¿O debía continuar con mi ambición original, destruir a los Eldren y dejar que la raza humana reanudara su lucha fratricida? De algún modo, me daba la impresión de que, mientras vivieran algunos Eldren, la raza humana se mantendría unida. Si seguía existiendo un enemigo común, existiría al menos una cierta unidad entre los reinos humanos. Me pareció fundamental, en aquel instante, preservar a algunos Eldren, por el bien de la humanidad.
Me di cuenta de pronto de que mis lealtades no entraban en conflicto. Lo que había considerado contradictorio era, en realidad, dos partes de un todo. El sueño me había ayudado, simplemente, a unirlas y verlo todo con claridad.
Quizás era un ejemplo de racionalización compleja de un conflicto. Jamás lo sabré. Creo que estaba en lo cierto, aunque es posible que posteriores acontecimientos demuestren que estaba equivocado. Al menos, lo había intentado.
Me senté en la cama mientras un criado se acercaba con una jofaina de agua para lavarme, y con mis propias ropas, recién limpias. Me lavé, me vestí, y cuando alguien llamó a la puerta, di una voz para que entrara.
Era Ermizhad. Me traía el desayuno, que dejó sobre la mesa. Le di las gracias y ella me miró con extrañeza.
—Pareces haber cambiado desde anoche —dijo—. Pareces más en paz contigo mismo.
—Creo que tienes razón —asentí mientras empezaba a comer—. Esta noche he tenido otro sueño...
—¿Ha resultado tan aterrador como los demás?
—Más incluso, en cierto modo —respondí—, pero esta vez no me ha traído problemas. Me ha ofrecido una solución.
—Sientes que puedes luchar mejor...
—No es eso. Considero que puede ser favorable para mi raza hacer las paces con los Eldren. O, al menos, declarar una tregua permanente...
—Por lo menos, habrás comprendido ya que no somos ningún peligro para los humanos.
—Por el contrario —repuse—. Es precisamente vuestro peligro potencial lo que hace necesaria vuestra supervivencia para mi raza. —Sonreí al recordar un viejo aforismo que había escuchado en alguna ocasión, y dije—: Si no existierais, habría que inventaros.
Un destello de comprensión brilló en sus ojos. También ella sonrió.
—Creo que voy entendiéndote.
—Por eso, tengo la intención de presentar esta conclusión a la reina Iolinda —añadí—. Espero convencerla de que nos interesa sobremanera terminar esta guerra contra los Eldren.
—¿Y cuáles serán tus condiciones?
—No veo la necesidad de concertar condiciones con vosotros. Sencillamente, pondremos término a esta guerra y nos retiraremos.
—¿Así de sencillo? —se rió ella.
La miré con seriedad, medité unos instantes, y negué con la cabeza.
—Quizá no, pero debo intentarlo.
—De repente te has vuelto muy coherente y racional, Erekosë. Me alegro. Por lo menos, haber dormido aquí te ha reportado algún bien...