El canalla sentimental (11 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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Ofrezco una buena propina. Milagrosamente, encuentran uno. Conecto la estufa. Huele a quemado.

La estufa se ha estropeado, era otro voltaje. El mundo se ha globalizado, pero olvidó globalizar los enchufes. Lo cierto es que la estufa ya no funciona. Paso la noche helado, bajo muchas mantas y frazadas que no consiguen entibiarme. Al día siguiente, voy tosiendo a una feria de escritores. No me interesa comprar libros, sólo quiero una estufa, un radiador, un calefactor, algo que me caliente las noches. Voy a almacenes y ferreterías hasta que encuentro un radiador de aceite. Duermo mejor.

Al amanecer, me voy de ese hotel y dejo el radiador, pues no cabe en la maleta. También dejo la estufa que robé en Madrid: son dos los calentadores que dejo abandonados. Cuando salgo del cuarto, los miro con pena, me despido de ellos como si fueran mis mascotas, mi familia adoptiva.

Paso por Lima. Por suerte en Lima no hace mucho frío. Me voy unos días a Zapallar. No consigo dormir por culpa del frío. Me pongo tres pares de medias, cuatro camisetas, dos suéteres y dos pantalones de buzo, pero igual tengo frío. A medianoche, descubro el origen del frío. Una ráfaga de aire gélido que viene de la Patagonia se cuela por la chimenea y se desliza aviesamente hasta llegar a mi cama. Subo a la azotea de la casa alquilada y cubro el orificio de la chimenea con unos cojines gruesos. Luego bajo y bloqueo la chimenea de la habitación con otros cojines. Algo ayuda a aliviar el frío, pero no del todo. Sigo durmiendo mal. Tengo pesadillas. No soy médico, pero podría jurar que sólo tengo pesadillas cuando paso frío. Me resigno a comprar un radiador de aceite en Reñaca.

Y no duermo o duermo mal o sueño con mi padre, que es otra manera de dormir mal. Cuando me voy de la casa alquilada, dejo el radiador, le hago un par de caricias tristes, le deseo suerte. En el avión paso un frío mortal. Me abrigo tanto que a duras penas puedo moverme. La gente me pregunta por qué ando tan abrigado, si es verano. Digo la verdad, que tengo frío. En los aviones siempre tengo frío. Le pido al piloto que suba un poco la temperatura de la cabina. No me hace caso. Me dice que ciertas regulaciones de la compañía lo obligan a mantenerla a una temperatura estándar que no puede alterar para complacer a un pasajero. Llego enfermo a Miami. Enciendo la tele. Anuncian que se acerca una ola de frío. Corro a la ferretería y compro un radiador de aceite, uno más. Ahora estoy en Miami y hace quince grados centígrados y siento cómo el frío se cuela por las ventanas y subo el radiador a tope y me abrigo un poco más, pero de todos modos tengo frío. Y cubierto por un plumón blanco que no sirve de nada, me quedo desvelado, insomne, extrañando a Martín.

Mis hijas pasan unas semanas en Miami. Los días se parecen bastante: vemos todas las películas malas, nos exponemos excesivamente al sol, compramos cosas que no necesitamos y luego se pierden o son objeto de peleas feroces, pasamos horas en la piscina organizando juegos divertidos, alimentamos a los gatos del vecindario, miramos demasiada televisión comiendo demasiados helados. De eso se tratan las vacaciones: de no hacer nada que nos convierta en mejores personas, sino todo lo que nos convierta en personas peores (pero más felices).

Lola, sin embargo, no está feliz. No lo está porque quiere comprar un hurón. Alguien le ha contado que el hurón es la mejor mascota del mundo, la que recomiendan veterinarios y maestros de escuela, la más limpia, noble, leal, juguetona y discreta. Cuando Lola me dice que quiere un hurón (en realidad dice su nombre en inglés, ferret), yo no sé de qué me está hablando, le digo que no conozco a ese animalejo, que nunca lo he visto. Ella me dice que sí lo he visto, que es un animalito muy gracioso que aparece en una película que vimos juntos, Along came Polly, con Jennifer Anniston y Ben Stiller. Le digo que recuerdo que en esa película Jennifer Anniston tiene una mascota ciega que anda golpeándose con los muebles y las paredes. «Eso es un hurón», me dice.

En una tienda de mascotas de Alton Road, en medio de la pestilencia que resulta inevitable al hacer convivir a tantos animales enjaulados en un lugar tan pequeño y acalorado, el dueño, un chileno que no para de transpirar, nos conduce, entre serpientes, ratones y canarios, hasta la esquina hedionda en que un hurón canadiense duerme patas arriba, la boca entreabierta, como si estuviera dopado o como si fuese un familiar mío. Nunca había visto a un animal durmiendo en una postura tan sorprendentemente humana. El hurón cuesta ciento cincuenta dólares. Está vacunado y en perfecto estado de salud. No debe ser expuesto al calor del verano porque moriría deshidratado.

Debe permanecer en casa, con aire acondicionado, de preferencia en la sombra. No muerde. Es amigable. Come comida procesada, parecida a la de los perros o los conejos. Se lo puede soltar dentro de la casa, pero nunca en el jardín, porque se pierde con facilidad y no regresa. Es perezoso y defeca con frecuencia, particularmente en las esquinas de la casa.

Cuando pago por el hurón, la jaula, la comida, el coche rosado para trasladarlo, el champú, la ropa para que no pase frío y la correa para pasearlo, me asalta la certeza de que estoy cometiendo un error del que me arrepentiré bien pronto. Pero Lola está feliz con el hurón y me da muchos besos, casi tantos como los que le da a ese roedor blanco, alargado y narigón.

Camila, que es rápida para hacer las cuentas, me exige que le compre un nuevo iPod en compensación por los gastos onerosos en que su hermana ha incurrido al adquirir el hurón y sus accesorios. Por suerte, Lola no me pide que le compre un iPod Nano al hurón, aunque esto podría ocurrir en cualquier momento.

Ya en la casa, Lola sufre porque el hurón está en cautiverio, lo que le parece un abuso, una crueldad, un atropello a su libertad y su derecho a ser feliz. Por eso, sin pedirme permiso, sin advertirme siquiera, abre la jaula, libera al hurón y le permite tomar posesión de la casa y desplazarse, ágil y curioso, por todos los cuartos, mientras ella lo persigue, lo carga, lo acaricia y le da de comer. Yo protesto, le digo que el animalejo va a traer enfermedades y ensuciarnos la casa, pero ella, que ama a los animales con una pasión que sin duda no heredó de mí, me recuerda que es la mejor mascota del mundo y me asegura que nada malo pasará.

A la mañana siguiente, voy por la casa recogiendo los restos fecales del hurón canadiense, odiándome por haber comprado una mascota y pensando que mi idea de unas vacaciones sosegadas nunca fue la de agacharme en cada esquina a limpiar las cacas de un animal incontinente, pero consolándome al ver a Lola abrazando con tanta ternura a su nuevo amor.

Esa misma tarde salimos a comer algo, pero Lola se resiste a dejar a su mascota sola en la casa, así que le amarra una correa rosada alrededor del cuello y la sube a la camioneta con nosotros. El hurón parece encantado de salir de casa.

A llegar a la tienda de comidas, Lola ata la correa al timón de la camioneta, deja al hurón en el asiento delantero y baja todas las ventanas para que no pase mucho calor. Por las dudas, pone a todo volumen un disco de reggaeton, así el hurón no se siente tan solo.

En la tienda gourmet compramos las cosas de siempre, porque no sé cocinar y es más fácil llevar la comida preparada. No tardamos más de diez minutos, quince como mucho. Cuando salimos, Lola da un grito: el hurón cuelga fuera de la camioneta, balanceándose levemente. En nuestra ausencia, quiso escapar, saltó por la ventana y, como su correa estaba amarrada al timón, quedó colgado. Mis hijas corren, lo rescatan, pero ya es tarde, el pobre ha muerto ahorcado por querer escapar.

Lola no para de llorar. Yo pienso que tal vez el hurón, siendo tan listo, comprendió que al saltar por la ventana se quitaría la vida, y eligió valientemente suicidarse para no seguir oyendo reggaeton, pero no me atrevo a decírselo, porque está desolada.

Llegando a la casa, enterramos al hurón. Nunca asistí a un funeral tan triste.

Antes de salir de compras, Camila lo organiza todo con una minuciosidad admirable, que no sé de quién ha heredado, seguro que no de mí. Se sienta en la computadora, entra en internet, imprime el mapa del centro comercial al que iremos (una hoja por cada piso, por las dudas), selecciona las tiendas que más le interesan, traza el recorrido exacto que haremos bajo su mando y elige el restaurante en el que comeremos. A veces, si tiene tiempo (y ella siempre encuentra tiempo para planear cada pequeño evento familiar), imprime también unas hojas con las fotos o los dibujos de los artículos que desea comprar y calcula cuánto habrá (habremos) de gastar. En alguna ocasión, al llegar por fin al centro comercial que nos toca visitar ese día, se ha dado cuenta, fastidiada, de que olvidó sus papeles, sus mapas, su detallado plan de compras y actividades, pero, recuperada del mal rato (porque nada le irrita más que perder algo), ha retomado el control y nos ha guiado confiando en su memoria, que no deja de asombrarme.

Lola, dos años menor que su hermana, revela poco o ningún interés en comprar ropa, todo lo contrario que Camila, que sigue con fascinación el mundo de la moda y está siempre buscando combinaciones atrevidas y originales que resalten su belleza adolescente. Lola entra en las tiendas de ropa, echa una mirada displicente, curiosea sólo para cumplir conmigo (que le pido que busque bien, a ver si por fin encuentra algo que le guste) y sentencia sin ninguna tristeza, se diría que aliviada, que nada le gusta y que además nada le queda, que no hay ropa de su talla en esa tienda ni en ninguna tienda de toda la ciudad. En realidad, a Lola, como a mí, la ropa le aburre, y le da igual ponerse cualquier cosa, aunque no le da igual que su hermana se ponga cualquier cosa suya, eso la enfurece y la hace llorar, porque Camila a veces se pone ropa suya sin pedirle permiso y Lola dice que no es justo porque ella tiene mucha menos ropa que su hermana y, a pesar de eso, le quita la poca ropa que tiene. Yo naturalmente la defiendo y le sugiero que se compre más ropa, pero ella no quiere comprarse ropa, se aburre, prefiere sentarse en un café conmigo a comer un croissant, mientras su hermana sigue probándose cosas lindas frente al espejo. Lola lo que de verdad quiere es comprar ropa para sus animales en una tienda que se llama Petco y que la hace más feliz que cualquier otra tienda de esta ciudad. Allí sí, ella se entusiasma, despierta, salta y baila de alegría, mientras elige, empujando el carro metálico, ropas, camitas, cochecitos, juegos, comidas, vitaminas y toda clase de sorprendentes chucherías para sus gatos, sus perros, sus conejos, su tortuga y sus cotorras amaestradas, a las que está tratando de enseñar que digan nuevas obscenidades.

En la casa, Camila disfruta enormemente ordenando y probándose la ropa, ordenando toda la ropa, la suya y la nuestra, lavándola, secándola y desplegándola con sumo cuidado y delicadeza en los cajones de los vestidores. También parece gozar tendiendo las camas, limpiando la cocina, poniendo cada cosa en el lugar exacto en el que, según ella, debe ir. Yo admiro su amor por el orden y la limpieza, su esmero por hacerlo todo con tanta prolijidad, y me digo que de mí no ha heredado esas formidables habilidades domésticas (porque no limpio la casa nunca) y que es una maravilla tenerla en la casa, en mi vida. Lola, mientras tanto, se dedica a una de sus más persistentes y curiosas inquietudes: medir la temperatura. Sintoniza el canal del tiempo (mi padre solía hacer eso, le gustaba saber el clima de las principales ciudades del mundo), saca los termómetros que lías comprado, los coloca en lugares estratégicos y, tras unos minutos de impaciente estudio, determina qué temperatura hace en la casa, en la terraza, en el jardín, al sol, a la sombra y en la piscina. Luego concluye (porque siempre llega a esta conclusión, sin importar si hace más frío o más calor) que debemos meternos a la piscina cuanto antes. Pero la piscina, cuando deslizo los pies en ella, está fría, y entonces Lola multiplica sus esfuerzos para convencerme de que nos metamos juntos, porque sola no le hace ninguna ilusión, y al final consigue empujarme y meterme al agua. Y es allí, en el agua, donde ella parece más feliz. Camila, entretanto, mira películas o lee un libro o planea el día siguiente. A Lola no le interesa nada de eso, ni el futuro ni los estudios ni el servicio comunitario que, con admirable generosidad, su hermana desea cumplir, para ayudar a que nuestro barrio esté más limpio y ordenado. Lola lo que quiere es zambullirse, bucear, nadar, saltar al agua, sacar de las profundidades de la piscina cosas que me obliga a tirar. Lola encuentra en el agua (de la piscina, del mar, de las duchas a las que se mete varias veces al día) unas formas de felicidad, de euforia, que me dejan maravillado, y que sin duda tampoco ha aprendido de mí.

Muy rara vez se pelean (y, cuando eso ocurre, el origen del conflicto suele estar en que una ha usado sin permiso algo que pertenece a la otra, generalmente ropa). Cuando las encuentro discutiendo, pellizcándose o tirándose cosas, trato de separarlas y distraerlas con una película, cada una en su cuarto, y no preguntar quién tiene la razón ni tomar partido por ninguna, aunque, cuando ya es inevitable, suelo defender a Lola, no importa que al parecer no tenga la razón, sólo porque es la menor y porque es y será más baja que Camila y porque se saca notas no tan buenas como su hermana y porque es más vulnerable y cuando la humillan se encoge y llora en silencio de un modo que me conmueve, como lloró anoche en el restaurante mexicano, quejándose porque no encuentra en la ciudad una tienda que tenga ropa que le guste y que sea de su talla.

No sé si Camila y Lola son amigas o si lo serán en el futuro, cuando sean adultas, cuando yo no esté. A veces me parece que se quieren y se necesitan, a pesar de que son tan distintas. En las noches, Camila se pasa a la cama de su hermana y duermen casi abrazadas, Lola hablando dormida cosas que intento descifrar, haciendo rechinar los dientes, quejándose de algo, poniendo cara de sufrimiento, y Camila despertándose una y otra vez, prendiendo luces, viendo arañas en las sombras, viniendo a mi cuarto para preguntarme si no he oído unos ruidos extraños, si no será que se acerca una gran tormenta que arrancará el techo de la casa y nos llevará volando. En la mañana, al despertar, las beso largamente, todo lo que me dejan, aspiro el olor de su cuello, de sus mejillas, y luego me dicen que vaya a dormir un poco más porque nos espera un largo día de compras.

Mis hijas y yo nos aventuramos hasta un centro comercial llamado Sawgrass, que queda lejos de casa. Como es tan lejos y podemos perdernos, llevamos un mapa y una linterna.

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