De pronto entra un hombre mayor, delgado, canoso, de anteojos, vestido con traje oscuro y corbata. Tras saludarnos, se sienta a mi lado, frente al espejo excesivamente iluminado por decenas de bombillos amarillentos que dan un aire a camerino de diva marchita, y espera su turno para ser maquillado por la Mora. El hombre ha sido invitado a un programa político que está por comenzar en quince o veinte minutos y que será emitido en directo, antes de mi programa. Al reconocerme, me dice que debería cortarme el pelo, que llevarlo tan largo me resta credibilidad como periodista.
Le agradezco la sugerencia y le digo que no aspiro a ser periodista ni a tener credibilidad, pero él me mira muy serio y me dice en tono grave que esa noche va a soltar una bomba, y luego se aferra a un sobre amarillo, extrae de él con manos temblorosas unas fotos en blanco y negro, mal impresas, y me dice que esas son las pruebas de que el dictador está muerto. Miro las fotos (si a esas manchas podemos llamarlas fotos), sin que el caballero me permita tomar con mis manos aquellos papeles que, en su opinión, constituyen la prueba irrebatible de la primicia que se dispone a lanzar al mundo, que el longevo dictador ha muerto, y veo desilusionado lo que ya me habían pasado por internet, unas fotos mortuorias de él con los ojos cerrados dentro de un ataúd, y le pregunto cuándo, si acaso, murió el dictador, y él responde, sin ápice de duda, que el 8 de diciembre, y que desde entonces se ha contratado a un «doble» para que cada tanto aparezca haciendo precarios ejercicios en un buzo Adidas con el propósito de simular que vive aún. Le digo en tono risueño que su teoría me parece inverosímil, que esas fotos no prueban nada, que el dictador sigue vivo. El hombre se enfurece, se exalta, agita sus papeles, me llama ignorante, levanta la voz, dice a gritos que el dictador está muerto.
—¡Murió el 8 de diciembre, coño! —grita.
—Si usted tiene razón, que Dios lo bendiga o, como dicen en La Habana, que le dé un hijo macho.
—¡Está muerto, coño, y yo lo voy a demostrar! —grita, furioso porque no le creo y porque la Mora, a juzgar por su mirada maliciosa, que es su mirada de siempre, tampoco.
Entonces deja sus papeles, mira el reloj y pide un café, pero La Mora le dice que en el canal no hay cafetería, que tendrá que contentarse con agua. Como el hombre está impaciente y lleva apuro, le sugiero a la Mora que deje de maquillarme y lo atienda enseguida. Ella se desplaza con rapidez, mueve sus utensilios y empieza a pasar una esponja impregnada de base por el rostro ajado del panelista. De pronto, el hombre hace unos ruidos muy raros, guturales, cavernosos, como si fuera a toser o escupir, y cierra los ojos y se desmaya hacia un costado, de un modo tan violento que cae de la silla y se da de bruces contra el suelo de baldosas blancas por el que tantas veces hemos visto pasar roedores sigilosos. La Mora lanza un alarido sin soltar su esponja y yo me quedo sentado sin atinar a nada. El hombre yace en el suelo, inmóvil, la boca abierta, los ojos cerrados, la cara a medio maquillar, las fotos del dictador muerto desperdigadas a su alrededor. En ese momento entra el técnico de sonido y pregunta quién es el invitado para ponerle el micrófono y la Mora señala el cuerpo del panelista colapsado y dice: —¡Llama al Rescue! —¡Mejor llámalo tú, porque no tengo crédito en el celular! —responde el técnico.
—¡Ve a llamar a Ligia Elena! —le ordena la Mora.
El técnico sale corriendo, aterrado. La Mora se hinca de rodillas y, agitando las fotos del dictador, le echa aire al panelista, tratando de reanimarlo, pero, como no da señales de vida, deja los papeles, saca su esponja y sigue maquillándolo.
—¿Pero qué haces, Morita? —le pregunto, perplejo.
—Mejor lo termino de maquillar —dice ella, toda una profesional—. Si revive, ya está ready para el show de Ligia Elena. Y si se queda muerto, ya lo dejo preparadito para el velorio.
En medio de un barullo de voces, y rodeada de un séquito de productores y aspirantes a productores, aparece en el cuarto de maquillaje, agitada pero impecable, la famosa periodista Ligia Elena, cuyo programa está por comenzar. Al ver a su invitado tendido en el piso, ordena: —¡Que venga el Rescue! ¡Y traigan una cámara y filmen todo esto!
Luego dice, como hablando consigo misma:
—Qué pena que esto no pasó en el programa. Tremendo rating hubiéramos hecho.
—¡Tres minutos para salir al aire, Ligia Elena! —grita alguien.
Ligia Elena se marcha presurosa, rumbo al estudio. Mientras comienza su programa, en el que no se hace alusión alguna al incidente del invitado desmayado, llegan los paramédicos e intentan reanimar al pobre hombre, pero los esfuerzos son en vano. Ha muerto. Ha muerto minutos antes de anunciar la muerte del hombre al que más ha odiado en su vida. Y ahora la Mora se inclina reverente, le pone colorete en los labios y un poco de polvo en las mejillas y cubre el rostro del finado con los papeles del dictador muerto.
Me invitan a dar una conferencia en Washington. Sólo pido dos cosas: que el billete de avión sea en ejecutiva —lo que no parece abusivo, porque nadie me considera un escritor ni menos un intelectual, sino un ejecutivo de los libros, alguien que ejecuta libros— y que el tema de la conferencia sea libre, impreciso, de modo que pueda hablar de cualquier cosa y de ninguna, que es mi especialidad.
Llego muy abrigado, pero el clima me sorprende y entusiasma: la primavera refulge en todo su esplendor, coronando los árboles de cerezas, y me invita a caminar lenta, morosamente, sin rumbo fijo, evocando los días lejanos en que viví en estas calles, mientras escribía —ejecutaba— mis primeros libros, mis primeras venganzas.
Nada es mejor que pasar toda la tarde y el principio de la noche viendo películas, una tras otra, en el multicines de Georgetown, habiendo pagado una sola entrada pero saltando clandestinamente de una sala a otra, no por tacaño sino porque tengo alma de corsario, con lo cual, más que viendo películas, termino asaltándolas, abordándolas, infiltrándome en ellas, un ejercicio pirata que, no cabe duda, multiplica el placer del cinéfilo haragán que soy.
El día de la conferencia, todavía medio dormido, con el pelo tan largo y desaliñado que mis anfitriones me conminan a ir a la peluquería, llego al auditorio principal de un banco en el centro de Washington, me reciben amablemente y me llevan a un salón donde una periodista de Televisa quiere entrevistarme, o finge que quiere entrevistarme, porque lo que de verdad quiere, no nos engañemos, es que le paguen su sueldo a tiempo.
La mujer de Televisa me hace unas preguntas esotéricas que no entiendo bien, quizá porque estoy medio dormido o porque no fui a la escuela de talentos de Televisa. Pero no le entiendo nada.
De todos modos, sonrío como un tonto y contesto algo vago e impreciso.
Apenas termina la entrevista, el fotógrafo de Televisa me pide que me siente sobre una mesa para hacerme unos retratos rápidos. Nunca he sido bueno para decir que no y menos a los fotógrafos, que son tan autoritarios. Le obedezco, bostezando. Me siento, en efecto, sobre la mesa de vidrio. Son escasos, no más de tres o cuatro, los segundos que dicha mesa soporta el rotundo, abrumador peso de mis nalgas peruanas. Enseguida se parte y me hundo con ella y mi trasero se golpea contra la alfombra mullida y quedo sentado dentro de la mesa quebrada y sobre los vidrios rotos.
El fotógrafo, cruel, dispara un par de fotos, capturándome en ese instante bochornoso, y entonces, sólo entonces, se preocupa por socorrerme.
No ha sido gran cosa, sólo estoy abrumado por el ridículo que acabo de perpetrar ante las cámaras, y asustado por las fotos indecorosas que ese truhán me ha sacado en tan innoble postura, y resuelto a ponerme a dieta para rebajar el peso excesivo, insoportable para cualquier mesa de vidrio, de mi trasero.
Aunque siento una punzada dolorosa en las nalgas, simulo ser un hombre recio, me niego a ser revisado por un médico, exijo que no se cancele la conferencia y, minutos después, humillado, cojeando, avergonzado de mí mismo y mi horadado trasero, salgo a hablar. Y hablo, gallardo, de pie, frente a un numeroso auditorio de estudiantes y diplomáticos, procurando ignorar el dolor creciente en las nalgas y pensando que debo sobornar al fotógrafo para que me entregue los negativos de aquellas fotos tan crueles que me hizo apenas partí en añicos la mesa.
Al final, mientras contesto las inquietudes del público, alguien me pregunta qué siento cuando me critican como escritor, cuando dicen que soy liviano, frívolo, prescindible. Y entonces, creo que sangrando, porque creo sentir una gota fría que baja como una araña por mi muslo derecho, digo la única cosa cierta de la tarde:
—Siento como si tuviera un vidrio clavado en el culo. Y la gente se ríe, pero no es broma.
Gabriela le dice a su esposo que va al siquiatra, que volverá en un par de horas. Es mentira. Viene a mi casa. Mientras tanto, yo la espero sin entusiasmo y pienso escribirle un correo electrónico cancelando el encuentro, pero no lo hago. Si bien Gabriela ama a su esposo, con quien tiene dos hijos, no soporta que esté todo el día en la casa desde que lo despidieron del trabajo. Era feliz cuando él se iba a trabajar por la mañana y ella se quedaba en la casa con los niños y la empleada colombiana. Se sentaba horas frente a la computadora, tratando de escribir una novela sobre su infancia en á Habana. Pero ahora no puede escribir (o fingir que escribe, mientras pierde el tiempo en internet) porque su esposo está dando vueltas en la casa, hablando por teléfono, jugando con los niños, y su sola presencia la perturba e irrita secretamente.
Gabriela se despide de su esposo y sus hijos, sube a la camioneta que le regaló su esposo, conduce lentamente (porque sabe que conduce mal) y media hora después llega a mi casa. Son las once en punto de la mañana. Es una hora inconveniente para mí, que suelo dormir hasta pasado el mediodía. He puesto la alarma a las diez, me he levantado de mal humor, arrepentido de haber pactado esa cita furtiva, me he dado una ducha fría y he ordenado y limpiado un poco las cosas para que ella no me dé una reprimenda por vivir en condiciones tan descuidadas. Al salir de la ducha, he pensado llamarla y decirle que estoy enfermo, que no puedo verla, pero no he tenido valor para hacerlo y me he resignado, como suele pasar en mi vida, a que las circunstancias o el azar prevalezcan sobre mi voluntad.
Cuando veo a Gabriela en la puerta de mi casa, bajando de la camioneta, me digo a mí mismo:
Menos mal que no cancelé la cita, había olvidado lo guapa que es. No nos hemos visto hace un mes o poco más. La última vez que nos vimos no pudimos besarnos o acariciarnos porque estábamos en su casa, celebrando su cumpleaños, y naturalmente allí se encontraba también su esposo, que es mi amigo o que al menos me tiene aprecio y nunca pensaría que estoy acostándome con su mujer, principalmente porque supone que me gustan los hombres (lo que es verdad) y sólo los hombres (lo que no es verdad).
Gabriela viste esa mañana unos pantalones ajustados y una blusa blanca. Yo me he puesto unos pantalones holgados y una camiseta ancha para encubrir mi barriga. Nos damos un beso. Pasamos a la cocina. Ella pide agua. No hay botellas de agua. He olvidado comprarlas. Le sirvo agua del grifo de la cocina. Ella se molesta y dice que sólo toma agua de botella. Le ofrezco jugo de naranja. Ella declina. Luego se levanta, coge un vaso y lo llena con agua del grifo. Cuando se dispone a beber el agua, hace un gesto de asco. El vaso está manchado con minúsculos pedazos amarillentos de naranja que han quedado impregnados, resecos, en el vidrio. Ella me dice que soy un cerdo, que los gérmenes de esas partículas putrefactas de naranja pueden dar cáncer. Hago un gesto resignado y digo que todo da cáncer, que seguramente lavar los vasos con detergente también da cáncer. Luego le sirvo uvas y pasta de guayaba y ella parece de mejor humor porque le encanta comer pasta de guayaba y dice que mis besos saben a guayaba y a veces cuando estamos en la cama me dice «méteme guayaba», que es una expresión que me encanta.
Gabriela me pregunta si he leído su novela, el borrador de la novela que me entregó la noche de su cumpleaños. Le digo que sí la he leído, que me ha gustado. No miento. Pero luego le digo que el título no me ha gustado y que el final podría mejorar. Ella come guayaba y escucha en silencio. Yo pienso que sólo nos queda media hora (porque la cita con el siquiatra supuestamente dura una hora) y que es una pena que estemos perdiendo el tiempo hablando de aquella novela que, si bien he leído con interés, creo que no merece ser publicada tal como está (pero eso no se lo digo). Luego le digo que el final es demasiado feliz, que los buenos finales nunca son tan felices porque la felicidad sólo produce mala literatura y porque además en la vida nunca nadie tiene un final feliz, todos se mueren. Ella dice que no pensó mucho el final, que simplemente se cansó de escribir.
Gabriel ignora el timbre de su celular. «Es mi marido, qué pesado», dice. Luego me dice que la otra noche me vio en la televisión y me odió. «Eres un tonto y un ignorante», me dice. Sonrío, la abrazo por detrás, le huelo el cuello, la beso. Ella me dice que no soporta verme en televisión, que no tengo gracia, que trato mal a mis invitados, que me creo más listo de lo que soy. Gozo extrañamente siempre que ella me critica (algo que ocurre con frecuencia) porque me recuerda que así nos conocimos, una noche, a la salida del teatro, donde presenté un monólogo de humor, cuando ella se me acercó y me dijo: «Devuélveme la plata, no me hiciste reír nada.»
Gabriela y yo pasamos a mi habitación. El celular vuelve a sonar, pero ella lo ignora. Luego se quita con dificultad el pantalón ajustado, pero no la blusa, porque no le gustan sus pechos, dice que se le han caído después de amamantar a sus dos hijos. Me saco el pantalón, pero no la camiseta, porque no me gusta mi barriga, me da vergüenza. Aunque voy al gimnasio de vez en cuando y hago abdominales, mi barriga no cede y amenaza con extender sus dominios. Nos besamos. Nos tocamos.
En realidad, ella no hace nada, sólo se deja besar y tocar. Luego voy al baño y advierto que no tengo condones. Se lo digo: «Me olvidé de comprar condones.» Ella se queda tendida boca abajo en la cama y dice: «No importa.»
Cuando terminamos, vuelve a sonar el celular. Gabriela contesta y le dice en inglés a su marido que está saliendo de la consulta del siquiatra, que lo ama, que está en camino. Luego se viste deprisa, se echa un perfume que saca del bolso y camina hasta la puerta. La acompaño en calzoncillos. La beso, apenas rozo sus labios.