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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (39 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Todo fluye lenta y felizmente esos días de verano hasta que por desdicha mis hijas y yo salimos a caminar y discutimos sobre los planes para febrero, mes en que todavía están libres del régimen de cautiverio y explotación al que las someten en el colegio, un secuestro del que, sin embargo, gozan, porque, a diferencia de mí, que odiaba ir al colegio, ellas esperan con ilusión el primer día de marzo, para volver a clases y someterse a todas las sofisticadas formas de tortura con las cuales, en teoría, las educan, privándolas de las ocho horas de sueño a las que cualquier niña tiene derecho. No debí decirles que en febrero deberían ir conmigo a Miami en lugar de refugiarse en las playas de Asia, al sur de Lima, donde las esperan todas sus amigas con carnés vip del bar Juanito. No debí.

Las niñas, que ya no son tan niñas, me dijeron a gritos, indignadas, que de ninguna manera se irán en febrero a Miami conmigo o con su madre, y que ya tienen cada fin de semana comprometido con sus diferentes amigas con casas de playa, uno en Playa Blanca, otro en La Isla, otro en Playa Bonita, otro en Ancón y así hasta que termine el verano. Yo me atreví a decir, cuando debí quedarme callado, que ya bastante tienen con pasar nueve meses al año en Lima, y que los tres meses de vacaciones, es decir, enero, febrero y julio, deberíamos pasarlos viajando, para que conozcan el mundo. Las niñas me hicieron saber que ya bastante se han sacrificado pasando el Año Nuevo conmigo en Buenos Aires, comiendo pan con queso y prendiendo fuegos de colores, mientras sus amigas bailaban hasta el amanecer en la fiesta de Asia, y que ni locas, ni locas, se irán en febrero a Miami. Con lo cual el paseo familiar de una hora terminó mal, casi a los gritos y a las lágrimas y conmigo diciendo algo que nunca imaginé que saldría de mis labios, «bueno, entonces compraré una casa en Asia», y ellas respondiendo algo que no esperaba, «no, ni se te ocurra, nosotras queremos ir a dormir a las casas de nuestras amigas, es mucho más divertido que estar contigo». Por suerte la pelea llegó a su fin cuando, exhaustos por el paseo de treinta cuadras bajo cuarenta grados de sensación térmica, nos metimos a la piscina.

Que es donde ahora están las niñas, riéndose a carcajadas y llamándome a gritos. Que es donde ahora mismo voy corriendo a meterme en calzoncillos, como el custodio de la esquina y su hijo Lucas, que deben estar ansiosos por venir a bañarse con nosotros.

Los Cóndores, Lima. Mi hermana y yo hemos corrido a escondidas hasta la bodega de la esquina.

Nos han fiado chocolates, bebidas y helados. El señor de la bodega apunta en su cuaderno lo que nos ha fiado. Sabe que mi padre le pagará. Mi hermana y yo, que tenemos once y nueve años, confiamos en que mi padre pagará la cuenta sin advertir que hemos sacado dulces furtivamente. Nos equivocamos. El señor de la bodega le informa a mi padre que nos ha fiado cosas ricas. Es un sábado a mediodía. Mi padre no está de buen humor. Lleva en la mano un aerosol para matar insectos. Pierde el control. Dispara el aerosol contra nosotros. Mi hermana y yo nos quedamos tosiendo, frotándonos los ojos. Después nos reímos.

Caraz, Perú. Sofía y sus dos hermanos han viajado diez horas por carreteras malas hasta llegar a la casucha que su padre ha construido frente al río. Cuando quieren verlo, tienen que llegar hasta allí. Su padre ha jurado que no volverá más a Lima. Antes de irse a la sierra, ha quemado todos sus documentos y le ha regalado su auto a su mejor amigo. Sofía tiene siete años, es la menor de los tres hermanos. Quiere a su padre, pero esa casucha llena de arañas, sin colchones, sin luz eléctrica, en la que cocinan a duras penas las cosas que recogen del huerto, le da miedo. Sofía y su hermana tienen que traer agua del río para cocinar y lavar. La llevan en bateas y baldes de plástico. Como pesa mucho, la llevan sobre sus cabezas. Pero un día el balde con agua se le resbala a Sofía y cae al piso.

Su padre pierde el control. Le grita, la castiga, la obliga a sentarse en una piedra sobre el río. Sofía está aterrada. Piensa que si el río viene más cargado, se la llevará. Se queda sentada en una piedra sobre el río la hora entera que su padre la ha castigado.

Los Cóndores, Lima. Una vez más, mi hermano ha conseguido burlar la seguridad de mi madre y abrir sus cajones secretos, allí donde guarda el dinero. Mi madre, harta de sus fechorías, pierde el control. Lo lleva a rastras a su baño, lo mete a la ducha con ropa y abre el agua fría. Mi hermano es pequeño, pero muy fuerte. Grita, se defiende a empellones. Mi madre me pide ayuda. Trato de sujetarlo, pero es inútil, se resiste, nos empuja, es más fuerte que nosotros, no podemos con él. Mi madre grita: «¡Una ducha helada es lo que necesitas para portarte bien!» Terminamos los tres. Mi hermano llora, humillado.

Mar del Plata. Martín, sus padres y hermanos han alquilado una casa en Los Troncos y bajado a la playa del Ocean a pasar el día. Inés reparte sándwiches y bebidas entre los chicos. De pronto sopla un viento fuerte que levanta arena. Martín muerde el pan con jamón y queso y siente la arena en su boca, entre sus dientes. Escupe el pan arenoso. «Es un asco», dice. «Está lleno de arena.» Su padre le grita: «¡Te va comer el sándwich!» Martín protesta: «¡Pero está lleno de arena!» Su padre pierde el control: «¡No me importa! ¡Te comés la arena también!» Martín come llorando el pan arenoso.

Buenos Aires. Martín no quiere ir a jugar rugby. Su padre es fanático del rugby y quiere que Martín lo sea también. Pero Martín odia golpearse con otros chicos persiguiendo una pelota, no le encuentra sentido. Su padre le dice que irá a jugar rugby y punto. Martín todavía está lastimado por el partido del domingo anterior. Su padre pierde el control. Lo lleva a empujones hasta el autobús del equipo de rugby y, con todos los amigos de Martín mirando desde sus asientos, lo sube a empellones. Martín llora, humillado. Ni siquiera la discreta contemplación de sus amigos desnudándose en el camarín compensará los dolores de la paliza que recibirá en la cancha por un juego que no entiende y le parece ridículo.

Disneyworld, Orlando. Camila no quiere subir al carrusel. Está cansada, quiere volver al hotel.

Sofía tiene ilusión de subir con Camila al carrusel y se siente frustrada de no poder hacerlo por culpa de un capricho de su hija en ese primer viaje familiar a Disney. Sofía insiste en que deben subir al carrusel. Camila se niega. Sofía me pide que la suba a la fuerza. Me niego, le digo que ya subiremos otro día, que la niña está cansada y quiere irse. Sofía pierde el control. Carga a Camila y la sienta en un caballito del carrusel, a pesar de que la niña llora y patea y trata de bajar. El carrusel comienza a moverse. Los niños parecen felices, saludan a sus padres. Pero Camila llora, furiosa, humillada, mientras su madre la sujeta.

Buenos Aires. Lola está aburrida. No quiere comprar ropa, dice que no hay ropa de su talla. No quiere ir más al cine, dice que se aburre. No quiere escuchar música en su iTouch, no quiere chatear en internet, no quiere bañarse en la piscina, dice que el agua está muy fría. Cuando vamos a comer, tampoco quiere comer, dice que el lomo tiene «venas y telarañas». Pierdo el control. Le digo que si se aburre de vacaciones conmigo, no volveremos a viajar juntos. Lola se va llorando a su cuarto.

Buenos Aires. Mis hijas y yo caminamos por una calle de San Isidro bajo el sol ardiente de enero. Les digo que voy a alquilar una casa en playa del Sol. Se indignan. Me dicen que esa playa es fea, horrible, vulgar, que la gente es ruidosa, que en carnavales te tiran huevos y globos con caca.

Les digo que entonces no alquilaré ninguna casa. Me dicen: «Mucho mejor, contigo nos aburrimos.» Pierdo el control. Les digo: «Es la última vez que viajamos juntos, el próximo verano se quedarán en Lima.» Me dicen: «Mucho mejor, en Lima nos divertimos más.» Llegando a la casa, llamo a la aerolínea y pido tres asientos a Lima esa noche, pero el vuelo está lleno, no podemos viajar. Pierdo el control. Me voy a dormir sin despedirme de mis hijas. Cuando despierto de madrugada, están durmiendo en mi cama.

Cuando estoy lejos de Sofía, me doy cuenta de cuánto la quiero y cuánto alegra mis días cuando me sonríe y me abraza y me lleva a pasear con sus vestidos de verano que se le andan volando y ella tiene que sujetar, pudorosa.

No es que quiera volver a casarme con ella. No es que quiera dormir con ella. No es que quiera amarla con la pasión con que nos amamos cuando éramos jóvenes, una pasión que se extinguió con los años, como tenía que extinguirse. Es que la necesito para estar bien. Necesito ver su cara.

Necesito verla sonreír. La quiero como si fuera mi hija o mi mejor amiga o mi hermana, la quiero como si fuera que en realidad es, la mujer que más he amado sin saber' e la amaba.

Ella sabe que no soy el hombre del que debió enamorarse. Ella sabe que se equivocó conmigo, que no debió dejar a Michel por mí. No es tonta y lo sabe. Pero como no es tonta tampoco piensa estas cosas y acepta que el azar entreveró nuestras vidas de un modo que ya es definitivo y por eso sabe que a estas alturas lo mejor es aceptarnos como somos y aprender a querernos a pesar de nuestras miserias, esas pequeñas miserias que uno sabe que no van a cambiar.

La verdad es que me casé con ella muerto de miedo. Ella sonreía y trataba de calmarme. Después de tantos años, ahora pienso que fue una gran cosa casarnos y una tontería divorciarnos. Hubiera sido lindo seguir casados, viviendo cada uno donde le dé la gana, como vivimos ahora, y viéndonos cuando realmente nos provoca, como nos vemos ahora, y durmiendo con quien cada uno tenga que dormir, porque sólo se vive una vez y la libertad no se negocia, pero aceptando que nuestro amor estaba escrito y debió quedar escrito y no ser borrado. Da igual, esos papeles no valen nada. Lo que cuenta es cómo ella me abraza, cómo me mira, cómo me habla por teléfono, cómo me dice todavía esas palabras suaves que me decía cuando empezamos a querernos.

Hubiera sido tan fácil que eligiese odiarme. Mucha gente pensó que yo la había humillado, que la había sometido a unos escándalos bochornosos, que no debía hablarme más. Un periódico de Lima, el más tradicional de la ciudad, publicaba cartas de lectores indignados que, en nombre del honor y las buenas costumbres, le pedían que cambiase el apellido de nuestras hijas. Muchos en su familia le rogaban que me olvidase, que me borrase de su vida, que se fuera a vivir lejos de mí. No les hizo caso. Ella me entendía, sabía que yo tenía que hacer todas esas cosas y que nada de eso ponía en entredicho nuestro amor, ese pacto secreto de querernos libremente, honrando a las hijas que ella me dio contra la opinión de medio mundo, esas personas que le decían que mejor abortase, que no le convenía quedar atada a mí, que yo iba a ser el peor padre del mundo, un padre malo, egoísta, degenerado, un padre ausente. Ella siguió creyendo en mí y comprendió y perdonó todo lo que tuvo que comprender y perdonar, que no fue poco, y creo que al hacerlo se hizo más fuerte y más sabia y en cierto modo también encontró unas formas más serenas de felicidad que quizá le hubieran sido negadas si hubiese elegido el camino de la dureza y el rencor, si hubiese decidido ser mi enemiga, como muchos le aconsejaban.

Pero eligió ser mi amiga. Si no podíamos ser los esposos felices, la pareja convencional, quizá podíamos tratar de ser amigos, respetando que cada uno tuviese unos amantes de los que era mejor no hablar para no lastimarnos más de lo que ya era inevitable. Y fue así como, en lugar de alejarnos, nos fuimos conociendo y queriendo más. La libertad que nos dimos resignados, pensando que era una derrota, terminó siendo un estímulo formidable para el amor, una victoria compartida, un discreto triunfo moral que nos hermanó.

El amor está en las pequeñas cosas, no en los revolcones que uno se da en la cama. Ella me demuestra su amor todos los días, en las pequeñas cosas.

Si mis calzoncillos están viejos, ella me compra los que ya sabe que me gustan. Si necesito un traje nuevo, ella me consigue el más lindo. Si el chofer choca mi camioneta, ella no me dice nada para evitarme un disgusto y paga la reparación. Si me siento mal y no paro de toser, me consigue citas con los mejores médicos y me lleva y me espera y me aconseja y me compra los inhaladores para que pueda respira mejor. Si estoy por llegar a la ciudad, ordena que compra las granadillas y las uvas y los plátanos y los jugos de mandarina que sabe que me hacen feliz. Si es domingo, me espera en su casa con la carne a la parrilla y unos postres exquisitos que ella ha preparado.

Si alguien dice algo bueno de mí, me lo cuenta. Si alguien dice algo malo de mí, no me lo cuenta. Si le digo para viajar, siempre está lista. Si le digo que mejor no viajamos porque estoy harto de tantos aviones, no se molesta, entiende.

Si es Navidad, compra regalos para todos, vuelve a ser una niña, goza de un modo que me da envidia. Si hay un cumpleaños, compra los sándwiches y los dulces más ricos, se ocupa de que todo salga perfecto. Si necesito cambiar de hotel, me hace las reservas, me consigue las mejores tarifas.

Si estoy por salir a la televisión y me doy cuenta de que mis zapatos están viejos, viene corriendo con unos zapatos nuevos que yo no sabía que tenía, ella siempre me da esas sorpresas. Si le pregunto qué quiere hacer cuando cumpla cuarenta años, me dice que quiere ir a París con las niñas y conmigo. Y yo le digo que iremos a París y ella será mi traductora y caminaremos las mismas calles que caminamos hace tantos años, cuando fuimos de luna de miel, ella embarazada de Camila, y la besaré en la mejilla y le diré al oído, sin que las niñas se den cuenta:

—Eres la chica más linda del mundo.

Tocan la puerta. Estoy tratando de escribir. Me interrumpen. No pienso abrir. Agazapado en una esquina, trato de espiar a la persona que está afuera. Es una mujer. No sé quién es.

Vuelven a tocar. No tocan el timbre porque no hay timbre. No hay timbre porque lo he desconectado. Lo he desconectado porque generalmente lo tocan muy temprano y me despiertan.

Un día vinieron unas mujeres a las nueve de la mañana y no pararon de tocar el timbre hasta despertarme. Bajé furioso con mis pantuflas de conejo. Me dijeron en inglés que querían venderme galletas. Les dije en español: «Vayan a venderle galletas a su abuela.» Me miraron consternadas.

Ese día desconecté el timbre y pegué en la puerta un papel que dice: «No tocar la puerta antes de las dos de la tarde en ningún caso.» Lo dice en español y también en inglés por las dudas.

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