El cantar de los Nibelungos

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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En El cantar de los Nibelungos se narra la gesta de Sigfrido, un cazador de dragones de la corte de los burgundios, quien valiéndose de ciertos artificios consigue la mano de la princesa Krimilda. Sin embargo, una torpe indiscreción femenina termina por provocar una horrorosa cadena de venganzas. El traidor Hagen descubre que Sigfrido es invulnerable, por haber sido bañado con la sangre de un dragón, salvo en una pequeña porción de su espalda donde se depositó una hoja de tilo y la sangre no tocó su piel.

Anónimo

El cantar de los Nibelungos

ePUB v1.0

Polifemo7
21.11.11

• Colección Olimpo •

Versión castellana en prosa de D. A. Fernández Merino

El Cantar de los Nibelungos

© 1ª edición, Teorema, s.a. 1985

© 2ª edición, corregida, Edicomunicación, s. a., 1997

Diseño de cubierta: Quality Design

Edita: Edicomunicación, s. a. C/. de las Torres, 75 08042 Barcelona (España)

Impreso en España /Printed in Spain

I.S.B.N: 84-7672-780-1

Depósito Legal: B-28618-97

Impreso en: HUROPE, S.L. Recared, 2 Barcelona

INTRODUCCIÓN

De los monumentos literarios que se perpetúan a través de los siglos brotan fuentes históricas de la mayor importancia, allí resaltan las costumbres de la época en que aparecieron, nos dan a conocer las formas del lenguaje que entonces se empleaban y, como si tuvieran la limpidez del espejo, se reflejan en ellos los sentimientos que animaran a los héroes que en él se agitan, pues por embellecida que se encuentre la naturaleza por el arte, es siempre la naturaleza, y la vista deshaciendo el artificio ve sin él la ruda forma y el duro contorno. Esta sola consideración bastaría para que a pesar de la fatiga que produce, no se descansara en el estudio de los antiguos poemas y entre éstos hay que conceder un señalado lugar al que abre el ciclo épico de la literatura germánica, más nombrada que conocida, más aplaudida que estudiada.

La afición y el buen deseo, ya que no las propias fuerzas, son los móviles que nos han llevado a aceptar el encargo de hacer una versión castellana de esta obra gigantesca, y si al frente de ella ponemos breves frases, van encaminadas no a encubrir nuestra insuficiencia, sino a declararla, pues el detenido estudio que hemos hecho nos ha convencido de cuán grandes son las dificultades que la empresa ofrece y cuán agudos son los escollos en que se ha de tropezar. Cúmplenos antes de dar comienzo a la tarea, exponer el asunto de esta obra que es admiración de todos y enunciar las principales cuestiones que con respecto a ella han ocurrido. No conocemos frases que del poema den tan exacta idea, como las que el espiritual Heine le ha dedicado; el crítico mordaz que según confesión propia se había hecho un nido en la peluca de Voltaire; aquel alemán que a fuerza de vivir en Francia, consiguió desposeerse de la pesadez que a muchos críticos compatriotas suyos caracteriza, pero que por haber nacido entre las brumas del Rhin no llegó nunca a ser tan ligero como no pocos franceses acostumbran serlo, después de extrañar el furor que el conocimiento del poema despertara, declara francamente cuan poco comprensible será siempre para los hijos de esta raza latina. El lenguaje en que está escrito, dice, les será incomprensible; es una lengua de piedra y los versos son cantos rimados. Acá y allá en los intersticios se ven crecer flores hermosas rojas como la sangre, por entre las que se escapa la hiedra trepadora asemejándose a largas lenguas verdes. Menos posible es aún que podáis formaros idea de las pasiones gigantescas que en el poema se agitan. Figuraos una noche clarísima de estío, las estrellas pálidas como la plata, grandes como el sol, fulguran en el azul del cielo; todas las catedrales góticas de Europa parecen haberse dado cita en una extensa llanura, y entre aquella multitud de colosos aparecen tranquilamente el monasterio de Strasburgo, la cúpula de Colonia, el campanario de Florencia, la catedral de Rouen, la aguja de Amiens y la iglesia de Milán, que se agrupan alrededor de la bella Notre Dame de París y a la que hacen galantemente la corte. Verdad es que su marcha sería un poco pesada, que algunos se inclinarían de mala manera y muchas veces acudiría la risa a los labios al presenciar aquellos trasportes amorosos, más esta burla cesa desde el momento en que enfureciéndose se atropellan los unos sobre los otros, la sonrisa se apaga cuando Notre Dame, elevando los brazos hasta el cielo, coge repentinamente una espada y cercena la cabeza más grande de aquellos colosos. Pero ni aun así podréis formaros una idea de los principales personajes del poema de los Nibelungos; no hay torres tan altas, ni piedras tan duras como el feroz Hagen y la vengativa Crimilda.

¿Quién ha compuesto este poema? añade el ilustre crítico. El autor de
Los Nibelungos
es tan ignorado como el de los cantos populares. ¡Cosa extraña! casi siempre se ignora quién es el autor de los libros más admirables, de los edificios y de los más nobles monumentos del arte. ¿Cómo se llamaba el arquitecto que imaginó la cúpula de la catedral de Colonia? ¿Quién ha pintado bajo aquella cúpula el frente del altar en el que la inefable madre de Dios y los tres reyes están retratados de una manera tan admirable? ¿Quién ha escrito ese libro de Job, que ha consolado tantas generaciones de hombres doloridos? Los hombres tienen el don especial de olvidar muy fácilmente el nombre de sus bienhechores; los nombres de los buenos y nobles que han trabajado por la felicidad de sus conciudadanos se encuentran muy rara vez en boca del pueblo; su persistente memoria no conserva más que el nombre de sus opresores y de sus crueles héroes de guerra. El árbol olvida al silencioso jardinero que lo ha preservado del frío, que lo ha regado en la sequía, que lo ha protegido de los animales dañinos; pero conserva fielmente los nombres que han grabado en su corteza con un acero cortante y los transmite a las generaciones futuras en caracteres cada vez mayores.

Efectivamente nada tan cierto, el autor del
Intermezzo
lo ha dicho y el poema lo acredita; nada tan feroz como la venganza de Crimilda y nada tan salvaje como el furor de Hagen, mas en este salvajismo, en aquella ferocidad, hay rasgos que llegan a lo sublime y que revelan un poderoso genio en el ignorado autor a quien se debe el poema.

De la misma manera que lleva el título de «La Desgracia de los Nibelungos» (Das Nibelungen not) podría llevar el de «La venganza de Crimilda» y aun más propio sería, pues esto es lo que forma el asunto principal del poema. Los celos de dos mujeres, mejor dicho, la rivalidad que estalla entre ellas, es la causa ocasional de la catástrofe que espanta: Crimilda, la dulce y sencilla joven que quiere preservar su corazón y no sentir amor porque muchas veces éste tiene por continuación el sufrimiento, se hace al fin esposa del sin par guerrero Sigfrido, héroe digno de la mayor estima, que ha realizado cuantas pruebas le exigieran y que por último ayuda a su cuñado Gunter para que logre vencer a Brunequilda, última encarnación de la Walquirie, que no entregará su mano sino al guerrero que la derrote y dará muerte al que quede derrotado. Efectivamente hay concepciones que nos sorprenden y nos extrañan: una mujer hermosa y arrogante que hace depender su posesión de la violencia, es para nosotros un monstruo que inspira repugnancia, pero ¿qué hubiera sido para un germano de aquellos cuya presencia sola bastaba para contener a las legiones romanas, la mujer de nuestros días? Esta manera de expresarnos podría hacer creer que era preferible para nosotros la mujer bárbara que sobre el carro de guerra combatía por sí y por los suyos; no es así, pero jamás ocultemos que nos causa admiración. Brunequilda, ocasionando que por el amor a su esposo surja la discordia, haciendo que en el afán de su venganza aparezca el perverso Hagen, y Crimilda, sufriendo el dolor horrible que le causa la pérdida de su esposo amado, acechando constantemente la ocasión de vengarlo, son mujeres talladas en inmensas rocas graníticas, figuras tan violentas que al mismo Miguel Ángel hubieran hecho retroceder, máxime cuando se presentan en un cuadro cuyo segundo término tiene colosales proporciones. Querer detallar ahora el poema, analizar sus efectos y enumerar sus bellezas, sería prolija tarea, demás en la ocasión presente en que con mayor fidelidad procuramos presentarlo a nuestros lectores. Pero con respecto a este poema ocurren varias cuestiones que hay que dilucidar, o al menos presentar hasta la altura en que hoy se encuentran.

Si el ciego de Kios fue un personaje real y halló claro lo que dijo en sus inmortales poemas, puede asegurarse que más de una vez sus manes se habían visto privados de reposo, si hasta el lugar en que se encuentren ha llegado el conocimiento de los comentarios y notas de que cada verso suyo ha sido objeto: como obras pertenecientes a la época clásica, todas las edades, todos los pueblos se han dedicado al estudio del gran poeta y cada cual ha dicho por su cuenta lo que más conveniente le parecía para contribuir a su realce; no poco de esto ha sucedido en Italia con el Dante y con Shakespeare en Inglaterra, y hasta en España con Cervantes, cuyo pensamientos se han torcido para que cada autor pueda lucir su fecunda inventiva y su imagen poderosa, pero todo reunido suma bien poco si se compara con lo que acerca de los Nibelungos han hechos los alemanes: no les bastaba ya el estudio individual que cada uno pudiera hacer y se reunieron en cátedras para explicar y comentar el más antiguo poema germánico de la edad media: lo han dividido y fraccionado, lo han considerado desde todos los puntos de vista y casi una biblioteca podría formarse con lo que acerca de él se ha escrito; tiene aquella nación naturalista que se pasó cinco años estudiando un insecto, un escriturario en que dos lustros no pasó del quinto versículo del Génesis, un crítico que en ocho años explicó los diez primeros versos de Homero y nos tememos que algún nibelungófilo, después de larga investigación, aplique el microscopio y nos diga qué fibras tiene el viejo pergamino en que con ininteligibles caracteres están descritas sangrientas escenas con las que nos sucede lo que con el precipicio, nos espantan pero nos atraen. Es lo cierto que a pesar de tan rudo empeño, se ha conseguido bien poco y subsisten casi todas las cuestiones que desde el principio se originaron.

El nombre que lleva, ha dado lugar a no pocas, pues con efecto el título de
Nibelungos
no puede en realidad decirse que está aplicado a personaje determinado: en un principio y aunque de una manera muy vaga, parece indicar a los poseedores del tesoro conquistado por Sigfrido y éste poco después es designado con el nombre de héroe del Nibelungen Land. Más tarde los Borgoñones en posesión del tesoro, tomaron el nombre de Nibelungos, que parece ser más que nada un calificativo dado a las riquezas, pero por fin el último verso del poema indica bien claramente que Nibelungos son los héroes borgoñones sacrificados por los Hunos a la venganza de Crimilda, tornada dulce paloma en leona furiosa privada de su cría.

De mayor trascendencia es si se quiere la referente a la época de su aparición, íntimamente ligada con la del nombre del autor a quien se deba el poema. No hace mucho tiempo que en doctas conferencias dadas en un respetable centro de enseñanza, un académico dio por supuesto que el autor era el minnesínger austríaco Heinrich von Ofterdingen, idea que como la de atribuirlo a Wolfram de Eschembach había desechado la crítica alemana, desde remota fecha. Exceptuando la hipótesis aventurada por el erudito Lachman que, siguiendo en los Nibelungos el sistema que Wolf hubo de aplicar a la
Ilíada
, sostenía que el poema germánico era resultante de la unión de viejas tradiciones de los pueblos del Norte —para lo que ciertamente a primera vista parece sobrar motivo, atendiendo el diverso espíritu de muchos de su canros—, ninguna opinión se ha sostenido tanto tiempo como la de que este poema, cuyos personajes parecen tallados por los cíclopes, fuera obra de Enrique von Ofterdingen; mas esta idea ¿de qué ha nacido? ¿qué fundamento puede tener? Ciertamente que no se le halla justificativo ninguno. Del citado poeta, fuera del nombre, se sabe únicamente por la tradición, que fue de los atrevidos minnesíngeres que concurrieron al torneo literario celebrado en 1207 en el castillo de Wartbourg, célebre además por haber sido habitación de Santa Isabel y refugio de Lutero. El retrato de este poeta, así como el de los demás concurrentes a la celebrada lucha poética, puede verse en el folio 23 del
Manessiche Sammlung,
que se conserva en la Biblioteca nacional de París. Pero ni en éste, ni en el Manuscrito de Weingarten de Stuttgart, ni en la gran colección de Heidelberg, precisos documentos en los que se encuentran reunido todo lo que de los minnesíngeres se ha salvado, se halla un solo verso de Heinrich von Ofrerdingen. Su celebridad se debe pues sólo al apuntado detalle de su vida; esto parecía poco para darle como gran poeta y como quiera que nadie podía reclamar la propiedad de tan célebre composición, la encontraron muy a propósito para justificar aquella fama tan débilmente asentada.

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