Así como al vislumbrar por las barbacanas de la escalera helicoidal de una torre los arbotantes contiguos, el turista se va formando una idea ascendente y teatral de la catedral o castillo que visita, así constataba Falcone cada vez con más nitidez la singularidad poética de la noche. En su inocente, modesto terreno baldío de Aix, donde los siglos pasados y los futuros parecían superponerse abolidos por la futilidad de sus acontecimientos importantes bajo el techo en ese momento helado de Europa y en el silencio sin ladridos de perros, un argentino se acurrucaba entre tejidos de lana de oveja como los primeros pobladores de Francia que tal vez eran negros, y a pesar de una preparación literaria de muchos años, o quizá gracias a ella, conseguía percibir la intensidad de la pureza nocturna que pudo haber exaltado cualquier instante de la vigilia del hombre magdaleniano cuando, exiliado de su cueva familiar por haber infringido un rito religioso, erraba por el valle del Ródano no totalmente liberado todavía de los hielos, durmiendo bajo los árboles como Falcone, esperando el ataque de otra familia o el salto letal del tigre prehistórico.
Al mismo tiempo, aislado por el frío casi poliédrico en un recinto tan inviolable de aire congelado que si bien no bastaba para hacerle creer que era el único hombre del mundo no le negaba sin embargo la posibilidad de considerarse como el último sobreviviente de una campaña de la que todos los demás hubieran desistido, sentía como un símbolo más de la noche la ausencia absoluta de cualquier deseo de expresar su soledad vertiginosa, de encarnarla en un esquema comunicativo cualquiera que no fuera un título sin más destinatario que el gusto de la evocación, por ejemplo «La noche que dormí en un baldío de Aix», o simplemente «La noche de Aix». Y esa certeza suya de que nadie en el futuro comprendería su experiencia, ni siquiera se interesaría en ella, constituía la mejor confirmación de la esencia misma de la experiencia, que era la soledad.
Como esos problemas de solución levemente tediosa que uno se propone para ayudar a la conciencia a disolverse en las aguas que fluyen por las grutas subterráneas del sueño, Falcone se preguntaba hasta dónde debía prolongarse la soledad para llegar a abolir el arte. No solamente bajo ese firmamento ahora nublado bastaba una noche para desandar una civilización y volver al origen, al refugio del árbol y la almohada vegetal. Pero esos pensamientos de carácter metafísico impreciso, al estilo alemán, que solían presentársele cuando cerraba los ojos, ¿eran una consecuencia del sueño o eran su causa? Al dormirse se diluían las contradicciones, uno abría una puerta y se precipitaba en el tiempo infinito, tan rápido que desde el primer momento perdía de vista la altura de donde había caído. Sólo un santo, pensaba Falcone ya dormido, es totalmente, espiritual, sólo un santo es totalmente material…
Poco a poco, un fulgor nebuloso que anunciaba la aparición de la luna fue alumbrando una especie de hondonada situada detrás del terreno, por el fondo del cual pasaban unas vías muertas, invisibles desde el lugar pedregoso donde Falcone se adormecía y se despertaba intermitentemente como esos soldados que duermen en los trenes y sin embargo se despiertan en todas las estaciones o por lo menos abren un ojo velado porque instintivamente no creen en la inmutabilidad de las distancias ni en la benevolencia de las fuerzas invisibles que dirigen el curso y la velocidad del tren.
Soñaba que bombardeaban Buenos Aires. Era una revolución contra el dictador, que en el sueño se llamaba Conejo, y la población daba grandes muestras de entusiasmo. Falcone paseaba solo entre multitudes aterradas aunque dichosas; dos o tres bombas caían cerca de él, pero pronto aprendía a eludir sus efectos. Había que mirar hacia lo alto para verlas llegar; cuando una bomba se aproximaba, había que echarse al suelo en cuatro patas y aferrarse a las grietas del pavimento resquebrajado para soportar la sacudida del impacto. Segundos más tarde una especie de viento lo arrastraba a gran velocidad, alejándolo radialmente del centro de la explosión; el único peligro de ese desplazamiento vertiginoso consistía en la posibilidad de chocar contra algún objeto. Por todos lados se alzaban resplandores rojos como llamas.
A las tres y media empezó a nevar; de la luna persistía solamente la blancura difusa del cielo. La nieve no se derretía al tocar la tierra; al pie del árbol llegaban apenas unos copos aislados, hasta que una rama se inclinó bajo el peso de su nuevo ornato y se derramó sobre Falcone. Este se levantó, miró admirado esa sustancia que le parecía la más pura de la tierra, generosamente dispersa sobre los elementos hasta ese momento más o menos confundidos de su pequeño paisaje y ahora claramente delimitados en sus blandos contornos blancos, y salió del baldío por donde había entrado, con la sangre exaltada por la felicidad de la nieve.
Se echó nuevamente a andar por la ciudad inmóvil, con el mismo criterio con que pasea un perro por Pompeya, o sea desvinculado por completo de la arquitectura que lo rodea y su significado histórico, salvo bajo su aspecto de obstáculos de piedra que lo obligan, como al más consciente historiador, etnólogo o poeta, a atenerse al trazado inmemorial de las calles hasta el momento excavadas. Y también en su caso, aparte de la apreciación visual velada por la nieve y por el sueño, que después de todo equivalía al hambre indefinida que siente el perro mientras pasea, lo guiaba el propósito casi instintivo de encontrar un refugio menos expuesto al frío omnipresente. Llegó por fin a una plaza poco arbolada, contigua a un monasterio, donde una pérgola, sin duda destinada en otros tiempos a suministrar el ámbito circular que la
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exige en sus momentos menos ambulatorios, le ofrecía las ruinas de su techo cónico. Minutos después, a menos de veinte metros de la pérgola, del otro lado de una tapia suficientemente alta para no dejar entrar las tentaciones, empezaron a cantar los monjes, o lo que fuera que vivía preso en ese monasterio para ser más libre, como en una cárcel a la inversa; a cantar melodías que alguna vez habrán sido alegres y que mediante el astuto sistema de prolongar exageradamente los tiempos hoy resultaban melancólicas y hasta lastimosas. Cantaban a las cuatro de la mañana como insomnes rencorosos, pero la nieve apenas dejaba pasar su voz.
Falcone se había sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra una columna de hierro, tan incómodo que ni podía pensar ni podía dormir. Mientras tanto, seguía nevando sin viento en la oscuridad; nevaba como en el tierno cuento de Joyce, sobre el detrito amarillo de los plátanos, sobre el pedregullo de la plaza y sobre el aula de piedra donde los derviches evasionistas salmodiaban sus simples líneas pensando en el desayuno restaurador, sobre los nidos abandonados y las letrinas públicas, sobre el camino a Aviñón y sobre el camino a Marsella.
Como cuando uno oye una espléndida sinfonía interminable de algún músico de fin de siglo, con sus repeticiones y sus momentos de franca distracción y hasta de vacío mental, redimidos por atisbos sublimes de un éxtasis de otras esferas, Falcone empezaba, semiinconsciente y acalambrado contra su columna de hierro, a aburrirse de la duración y la incomodidad de la noche, aunque el cansancio y el frío le impedían, en sus momentos de mayor nitidez perceptiva, obedecer al impulso de levantarse y seguir caminando por la pálida ciudad crepuscular, visitándola con esa especie de afecto que era en él consecuencia natural de una intimidad no compartida con otros, el afecto que puede sentir por su gallinero una gallina solitaria. No obstante, cuando por fin comenzó a aclarar, con esa lentitud a pesar de todo prometedora de una aurora de invierno, Falcone emergió de la pérgola y volvió a perambular por las calles que del ocre de la luz eléctrica pasaban ahora al gris amarillento del alba entre manchas blancas, perdiendo su austeridad nocturna de telón poético de tragedia para retornar a su condición de hileras de casas sumisas al hombre. Tan sumisas las volvía el amanecer lechoso, que Falcone se encontró de pronto con el primer café abierto. Entró, como el que vuelve de una alta montaña deshabitada y lejana o de un desierto de arena; como si se hubiera encontrado con el primer café abierto después del diluvio o de una explosión atómica; como si esas cinco personas, la dueña despeinada y el mozo que no se había despojado aún de su máscara tersa de campesino durmiente y los tres clientes madrugadores que todavía se saludaban con gotas de nieve fundida sobre los botines, hubieran sido actores rápidamente congregados mediante telegramas para ofrecerle, en nombre de las atentas autoridades municipales que sin embargo preferían mantenerse en el anonimato, una digna acogida en ocasión de su regreso triunfal a la civilización.
Fortificado por el café y por el rumor banal y conocido de la conversación humana, el joven noctámbulo dio por terminada su prueba de iniciación no del todo involuntaria, su ejercicio de desligamiento del ritmo social, primera jornada de un proceso de inversión que con la ayuda de la suerte podría hacer de él un verdadero viajero sobre la tierra; decidió volver a la pensión, como quien se encamina resueltamente hacia su Santo Grial sostenido por la seguridad de su pureza. En un banco verde de la avenida esperó sentado, frente a la puerta. Garuaba suavemente, fundiendo con lentitud la nieve de las ramas claras de los plátanos.
A las siete y media se abrió la ventana del último piso; Falcone se acercó, llamó, se expuso con los brazos casi en cruz a los injustos reproches y al asombro rencoroso de ambos propietarios asomados, y por fin consiguió que la mujer bajara a abrirle también la puerta de calle. En el cuarto inviolado y sin cuadros en las paredes, el aire era tibio; sobre el mármol de la cómoda lo esperaba su valija, inconsciente de la lenta gracia con que sin duda había cambiado de color a lo largo de la noche, a medida que iban entrando por las hendijas de la persiana los reflejos sucesivos de la luz eléctrica, de la claridad lunar, de la nieve y del alba gris.
Y como una última metamorfosis del color del cuero, mientras Falcone se quitaba las medias húmedas y se secaba los pies con una toalla, cayó de pronto sobre la valija todavía inmóvil la primera faja de sol neblinoso, que atravesaba por fin la llovizna pasando sin deformarse entre el techo de una fábrica y un cartel que decía «Du Bo, Du Bon, Du Bonnet». El viajero cerró mejor la persiana, se acostó y se quedó inmediatamente dormido, con la noche guardada en la memoria.
Una de las cosas más divertidas de mi pícara vida me ocurrió cuando tenía veinte años. En esa época yo vivía en San Rafael y era contador de un olivar cooperativo. Casi todos los integrantes de esa romántica empresa de visionarios del porvenir eran españoles de nacimiento, toledanos para ser correcto, gente muy buena, muy bruta y muy comerciante, con las raíces en España y el resto en su patria adoptiva, la Argentina.
Con ellos vivía durante la semana, y el sábado por la tarde me volvía a casa, a nuestro tesoro de finquita, donde me esperaban mis ancianos padres con sus sagrados cabellos blancos, por debajo de cuyos mechones asomaban sus dulces ojitos todavía negros de almaceneros retirados. Pero a veces los dejaba colgados enloquecido como un mono por el anuncio de algún baile al aire libre. Eran tan excitantes aquellas reuniones de rudos mocetones labriegos vigorosos y jolgorientos, de mano áspera e inocente corazón a flor de boca. Las muchachas eran cerriles y dicharacheras, como un rebaño de cabras jamás holladas por el hombre; verdadera bandada de cotorras, nos torturaban al rojo blanco con sus jácaras y sus zalemas de mancebas que obedecen inconscientemente la voz subterránea de la feminidad en plena eclosión. ¡Cuán jocundas eran! Todavía oigo, por entre las blancas canas ralas que también a mí me caen hoy en cascada sobre los oídos, su rubia algarabía de gallinitas que se disputan el gusano más gordo.
—El sábado hay baile —me decía Concha—, de modo que no te irás a tu casa. Y ¡cuidadito con desobedecerme!
Era Concha hembra garrida, fuerte y hacen dosa, de cintura de cántaro y caderas de guitarra, ojos ardientes, saliva dulce, fresca, abundante. Tenía una voz cristalina de manantial montesino que se despeña cantarino por las piedras del camino; solía pensar en alta voz, y lo poco que pensaba era siempre puro y jugoso como la leche recién ordeñada. Temibles eran sus frases cortantes, capaces de degollar de oreja a oreja al más pintado, y de hacerle inclinar el testuz para siempre. Como buena cabra que era, se precipitaba en medio de nuestros modestos bailes sañrafaelinos, demente de goce picante pero honesto. Española hasta los tuétanos, le gustaba la jota, y solía bailarla hasta quedarse con la lengua colgando; era más alegre que unas castañuelas, como observó el profesor Pi y Plá cuando estuvo de paso por San Rafael. Y a fe mía que bailaba garbosamente, con un frenesí que parecía venirle de herencia, y en ciertas noches, con locura de mariposilla que revolotea enamorada en torno de la linterna incauta. Hasta se daba el caso de verla arrojar las zapatillas en la misma cara de los circunstantes y echarse a bailar con los pies descalzos, como esas vicuñas que bajan frenéticas de la Cordillera, buscando al hombre que les hará conocer el amor.
Concha podía ser (si se me permite la expresión, ya que aún viven sus nobles y santas hermanas) su poquito de peligrosa. Me explicaré mejor: despertaba en todo joven de una legua a la redonda (el que más, el que menos, siempre algo de varón teníamos al fin de cuentas) una inexplicable atracción que subvertía nuestro habitual aburrimiento, y nos hacía olvidar el exceso de olivos que nos rodeaba. A mí, sobre todo, me producía un efecto urticante y delicioso, casi purgante. Como una fruta madura, o mejor dicho a punto de madurar, que ofrece el encanto de su poma a la avidez del que anhela por lo menos pincharla para sacarle el jugo, la niña se exhibía, apenas podía, casi desnuda, sin preocuparse en lo más mínimo por la rigidez incómoda que nos provocaba tanta inocencia.
Al fondo del soleado corredor de la moderna casona colonial, que aún conservaba sus recios pilares huecos llenos de antiquísimas alimañas y rodeados de alegres enredaderas centenarias, se encontraba el escritorio de la Cooperativa; era el lugar más abrigado de la casa, y allí trabajaba yo en verano, con toda la ropa pegada por el sudor a mi'joven cuerpo caliente de soñador empedernido, llenando de locos números los milenarios libros de la sociedad, o pergeñando con esbeltas plumas de oca que yo mismo arrancaba de las alas de los patos mis primigenias poesías, todas empapadas, como hoy con añorante sonrisa melancólica compruebo, de turbulentas expansiones juveniles.