Se la extendió sobre la mesa, filuda como una daga.
—¿La madre de Beatriz me escribe a mí? Aquí hay gato encerrado. Y a propósito, recuerdo mi Oda al gato. Aún pienso que hay tres imágenes rescatables. El gato como mínimo tigre de salón, como la policía secreta de las habitaciones, y como el sultán de las tejas eróticas.
—Poeta, hoy no estoy para metáforas. La carta, por favor.
Al rasgar el sobre con el cuchillo de la mantequilla, procedió con tan voluntaria impericia, que la operación excedió el minuto. «Tiene razón la gente, cuando dice que la venganza es el placer de los dioses», pensó, mientras se detenía a estudiar el sello estampado sobre la carátula, considerando cada rizo de la barba del prócer que lo animaba, y simulaba descifrar el inescrutable timbre de la oficina de correos de San Antonio, partiendo una crujiente miga de pan que se había impregnado al remitente. Ningún maestro del cine policial habría puesto al cartero en semejante suspenso. Huérfano de uñas, se mordió una por una las yemas de los dedos.
El poeta comenzó a leer el mensaje con el mismo sonsonete con que dramatizaba sus versos:
Estimado don Pablo. Quien le escribe es Rosa, viuda de González, nueva concesionaria de la hostería de la caleta, admiradora de su poesía, y simpatizante demócrata-cristiana. Aunque no hubiera votado por usted, ni votaré por Allende en las próximas elecciones, le pido como madre, como chilena, y como vecina de isla Negra, una cita urgente para hablar con usted…
A partir de este momento, más el estupor que la malicia hizo que el vate leyera las últimas líneas en silencio. La súbita gravedad de su rostro hizo sangrar la cutícula del meñique del cartero. Neruda procedió a doblar la carta, ensartó al muchacho con su mirada y terminó de memoria:
—«… sobre un tal Mario Jiménez,
seductor de menores
. Sin otro particular, saluda atentamente a usted. Rosa, viuda de González». Se puso de pie con íntima convicción:
—Compañero Mario Jiménez, en esta cueva yo no me meto dijo el conejo.
Mario lo persiguió hasta su sala abrumada de caracoles, libros y mascarones de proa.
—No me puede dejar botado, don Pablo. Hable con la señora y pídale que no sea loca.
—Hijo, yo soy poeta nada más. No domino el eximio arte de destripar suegras.
—Usted tiene que ayudarme porque usted mismo escribió: «No me gusta la casa sin tejado, la ventana sin vidrios. No me gusta el día sin trabajo y la noche sin sueño. No me gusta el hombre sin mujer, ni la mujer sin hombre. Yo quiero que las vidas se integren encendiendo los besos hasta ahora apagados. Yo soy el buen poeta casamentero». ¡Supongo que ahora no me dirá que este poema es un cheque sin fondos!
Dos oleajes, uno de palidez y otro de asombro, parecieron treparle desde el hígado hasta los ojos. Humedeciéndose los labios, repentinamente secos, disparó:
—Según tu lógica, a Shakespeare habría que meterlo preso por el asesinato del padre de Hamlet. Si el pobre Shakespeare no hubiera escrito la tragedia, seguro que al padre no le pasaba nada.
—Por favor, poeta, no me enrede más de lo que estoy. Lo que yo quiero es muy simple. Hable con la señora, y pídale que me deje ver a Beatriz.
—¿Y con eso te declaras feliz?
—Feliz.
—¿Si ella te permite ver a la muchacha, me dejas en paz?
—Por lo menos, hasta mañana.
Algo es algo. Vamos a telefonearle.
—¿Ahora mismo?
—Al tiro.
Levantando el fono, el vate saboreó los inconmensurables ojos del muchacho.
—Desde aquí, siento que el corazón te ladra como un perro. Sujétatelo con la mano, hombre.
—No puedo.
—Bien, dame el número de la hostería.
—Uno.
—Te debe haber costado un mundo memorizarlo.
Tras marcar, el cartero debió sufrir otra larga pausa antes de que el poeta hablara.
—¿Doña Rosa viuda de González?
—A sus órdenes.
—Aquí le habla Pablo Neruda.
El vate hizo algo que en general le incomodaba: pronunció su propio nombre imitando a un animador de televisión, que presenta a la estrella de moda. Mas, tanto la carta como las primeras escaramuzas con la voz de esa mujer le hacían intuir que era preciso acceder incluso a la impudicia, con tal de rescatar a su cartero del coma. Sin embargo, el efecto que su epónimo nombre solía ejercer, mereció de la viuda apenas un escueto:
—Ajá.
—Quería agradecerle su amable cartita.
—No tiene que agradecerme nada, señor. Quiero hablar con usted inmediatamente.
—Dígame, doña Rosa.
—¡Personalmente!
—¿Y dónde?
—Donde mande.
Neruda se concedió una tregua para pensar y dijo cauteloso:
—Entonces, en mi casa.
—Voy.
Antes de colgar, el poeta sacudió el fono como si quisiera ahuyentar algún resto de la voz de la mujer que se hubiera quedado dentro.
—¿Qué dijo? —suplicó Mario.
—«Voy».
Neruda se sobó las manos, y cerrando resignado el cuaderno que se proponía llenar con verdes metáforas en su primer día de isla Negra, tuvo la magnificencia de darle al muchacho el ánimo que él mismo necesitaba:
—Por lo menos aquí jugamos de local, muchacho. Fue hasta el tocadiscos, y, alzando un dedo súbitamente dichoso, proclamó:
—Te traje de Santiago un regalo muy especial. «El himno oficial de los carteros».
Junto a estas palabras, la música de
Mister Postman
a cargo de los Beatles se expandió por la sala desestabilizando los mascarones de proa, volteando los veleros dentro de las botellas, haciendo chirriar los dientes de las máscaras africanas, despetrificando los adoquines, estriando la madera, amotinando las filigranas de las sillas artesanales, resucitando los amigos muertos inscritos en las vigas bajo el techo, haciendo humear las pipas largamente apagadas, guitarrear las panzudas cerámicas de Quinchamali, desprender perfumes a las
cocottes
de la
belle épogue
que empapelaban los muros, galopar al caballo azul, y pitear la larga y vetusta locomotora arrancada de un poema de Whitman.
Y cuando el poeta le puso la carátula del disco en sus brazos, como entregándole la custodia de un recién nacido, y principió a bailar agitando sus lentos brazos de pelícano igual que los desmelenados campeones de los bailoteos de barrio, marcando el ritmo con esas piernas, que frecuentaron la tibieza de muslos de amantes exóticas o pueblerinas y que pisaron todos los caminos posibles de la tierra y aquellos inventados por su propia prosapia, dulcificando los golpes de la batería con la trabajosa pero decantada orfebrería de los años, Mario supo que vivía ahora un sueño: eran los prolegómenos de un ángel, la promesa de una gloria cercana, el ritual de una anunciación que le traería a sus brazos y a sus labios salados y sedientos la bulliciosa saliva de la amada. Un angelote de túnica en llamas —con la dulzura y parsimonia del poeta— le aseguraba unas prontas nupcias. Su rostro se engalanó con esa fresca alegría, y la esquiva sonrisa reapareció con la simplicidad de un pan sobre la mesa cotidiana. «Si un día muero —se dijo—, quiero que el cielo sea como este instante».
Pero los trenes que conducen al paraíso son siempre locales y se enredan en estaciones húmedas y sofocantes. Sólo son expresos aquellos que viajan al infierno. Ese mismo ardor le sublevó las venas, al ver avanzar detrás de los ventanales a doña Rosa viuda de González accionando su cuerpo y pies enlutados, con la decisión de una metralleta. El poeta juzgó atinado escamotear al cartero tras una cortina, y luego, girando sobre sus talones, desprendió elegantemente su jockey ofreciéndole con un brazo a la señora el más muelle de sus sillones. La viuda, en cambio, rechazó la invitación y abrió ambas piernas. Dilatando su oprimido diafragma, puso de lado los rodeos:
—Lo que tengo que decirle es muy grave para hablar sentada.
—¿De qué se trata, señora?
—Desde hace algunos meses merodea mi hostería ese tal Mario Jiménez. Este señor se ha insolentado con mi hija de apenas dieciséis años.
—¿Qué le ha dicho?
La viuda escupió entre los dientes:
—Metáforas.
El poeta tragó saliva.
—¿Y?
—¡Que con las metáforas; pues don Pablo, tiene a mi hija más caliente que una termita!
—Es invierno, doña Rosa.
—Mi pobre Beatriz se está consumiendo entera por ese cartero. Un hombre cuyo único capital son los hongos entre los dedos de sus pies trajinados. Pero si sus pies bullen de microbios, su boca tiene la frescura de una lechuga y es enredosa como un alea. Y lo más grave, don Pablo, es que las metáforas para seducir a mi niñita las ha copiado descaradamente de sus libros.
—¡No!
—¡Sí! Comenzó inocentemente hablando de una sonrisa que era una mariposa. ¡Pero después ya le dijo que su pecho era un fuego de dos llamas!
—¿Y la imagen empleada, usted cree que fue visual o táctil? —inquirió el vate.
—Táctil —repuso la viuda—. Ahora le prohibí salir de la casa hasta que el señor Jiménez escampe. Usted encontrará cruel que la aísle de esta manera, pero fíjese que le pillé chanchito este poema en medio del sostén.
—¿Chamuscado en medio del sostén?
La mujer desentrañó una indudable hoja de papel matemáticas marca Torre de su propio regazo, y la anunció cual acta judicial, subrayando el vocablo
desnuda
con sagacidad detectivesca:
Desnuda
eres tan simple como una de tus manos,
lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente,
tienes líneas de luna, caminos de manzana,
desnuda
eres delgada como el trigo desnudo.
Desnuda
eres azul como la noche en Cuba,
tienes enredaderas y estrellas en el pelo.
Desnuda
eres enorme y amarilla
como el verano en una iglesia de oro.
Estrujando el texto con repulsa, lo sepultó de vuelta en el delantal, y concluyó:
—¡Es decir, señor Neruda, que el cartero ha visto a mi hija en pelotas!
El poeta lamentó en ese momento haber suscrito la doctrina materialista de la interpretación del universo, pues tuvo urgencia de pedir misericordia al Señor. Encogido, arriesgó una glosa sin la prestancia de esos abogados, que, como Charles Laughton, convencían hasta al muerto que aún no era cadáver:
—Yo diría, señora Rosa, que del poema no se concluye necesariamente el hecho.
La viuda escrutó al poeta con un desprecio infinito:
—Diecisiete años que la conozco, más nueve meses que la llevé en este vientre. El poema no miente, don Pablo: exactamente así, corno dice el poema, es mi niñita cuando está desnuda.
«Dios mío», rogó el poeta, sin que le salieran las palabras.
—Yo le imploro a usted —expuso la mujer—, en quien se inspira y confía, que le ordene a ese tal Mario Jiménez, cartero y plagiario, que se abstenga desde hoy y para toda la vida de ver a mi hija. Y dígale que si así no lo hiciese, yo misma,
personalmente
, me encargaré de arrancarle los ojos como al otro carterito ese, el fresco de Miguel Strogoff.
Pese a que la viuda se había retirado, de alguna manera seis partículas quedaron vibrátiles en el aire. El vate dijo «hasta luego», se puso el jockey, y manoteó la cortina tras la cual se ocultaba el cartero.
—Mario Jiménez —dijo sin mirarlo—, estás pálido como un saco de harina.
El muchacho lo siguió hasta la terraza, donde el poeta trató de aspirar hondo el viento del mar.
—Don Pablo, si por fuera estoy pálido por dentro estoy lívido.
—No son los adjetivos los que van a salvarte de los hierros candentes de la viuda González. Ya te veo repartiendo cartas con un bastón blanco, un perro negro, y con las cuencas de tus ojos tan vacías como alcancía de mendigo.
—¡Si no la puedo ver a ella, para qué quiero mis ojos!
—¡Maestro, por muy desesperado que esté, en esta casa le permito que intente poemas pero no que me cante boleros! Esta señora González tal vez no cumpla su amenaza, pero si la lleva a cabo, podrás repetir con toda propiedad el cliché de que tu vida es oscura como la boca de un lobo.
—Si me hace algo, irá a la cárcel.
El vate practicó un semicírculo teatral por la espalda del chico, con la insidia con que Yago trajinaba los lóbulos de Otelo:
—Un par de horas, y después la pondrán en libertad incondicional. Alegará que procedió en defensa propia. Dirá en su descargo que atacaste la virginidad de su pupila con arma blanca: una metáfora cantarina como un puñal, incisiva como un canino, desgarradora como un himen. La poesía con su saliva bulliciosa habrá dejado su huella en los pezones de la novia. Por mucho menos que eso, a François Villon lo colgaron de un árbol y la sangre le brotaba como rosas del cuello.
Mario sintió sus ojos húmedos, y la voz le salió también mojada:
—No me importa que esa mujer me rasgue con una navaja cada uno de mis huesos.
—Lástima no tener un trío de guitarristas para que te hagan «tu-ru-ru-ru».
—Lo que me duele es no poder verla a ella —prosiguió absorto el cartero—. Sus labios de cereza y sus ojos lentos y enlutados, como si se los hubieran hecho la misma noche. ¡No poder oler esa tibieza que emana!
—A juzgar por lo que cuenta la vieja, más que tibia, flamígera.
—¿Por qué su madre me ahuyenta? Si yo quiero casarme con ella.
—Según doña Rosa, aparte de la mugre de tus uñas, no tienes otros ahorros.
—Pero estoy joven y sano. Tengo dos pulmones con más fuelle que un acordeón.
—Pero sólo los usas para suspirar por Beatriz González. Ya te sale un sonido asmático como de sirena de un barco fantasma.
—¡Ja! Con estos pulmones podría soplar las velas de una fragata hasta Australia.
—Hijo, si sigues padeciendo por la señorita González, de aquí a un mes no tendrás fuelle ni para apagar las velitas de tu torta de cumpleaños.
—Bueno, ¿entonces qué hago? —estalló Mario.
—¡Antes que nada no me grites, porque no soy sordo!
—Perdón, don Pablo.
Tomándole del brazo, Neruda le ilustró el camino.
—Segundo, te vas a tu casa a dormir una siesta. Tienes unas ojeras más hondas que plato de sopa.
—Hace una semana que no pego los ojos. Los pescadores me dicen «el búho».
Y dentro de otra semana te van a poner en ese chaleco de madera llamado cariñosamente ataúd. Mario Jiménez, esta conversación es más larga que tren de carga. Hasta luego.