El caso de los bombones envenenados (19 page)

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Authors: Anthony Berkeley

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—¿Qué hay de malo en ello?

—La firma que represento ha recibido información de que ese hombre murió a consecuencia de no haber sido advertido el personal acerca de los peligros de la sustancia. Me gustaría…

—¿Cómo? ¿Murió uno de los empleados? ¡No lo creo! Habría sido la primera en saberlo si…

—Han tratado de ocultarlo —interrumpió Roger—. Deseo que me muestre usted una copia de los avisos distribuidos en la fábrica sobre los peligros del nitrobenceno.

—Lo siento mucho, pero no puedo complacerle.

—¿Quiere usted decir —dijo Roger, sumamente indignado—, que no hay tales avisos? ¿Ni siquiera les han advertido que se trata de una substancia tóxica?

—Yo no he dicho eso. Naturalmente que saben que es tóxica. Todo el mundo lo sabe, y se manipula con mucho cuidado. Estoy segura de ello. Lo que sucede es que no tenemos avisos colgados en las paredes. En fin, si desea saber algo más, vaya a ver a uno de los directores. Yo…

—Muchas gracias —dijo Roger—. Me he enterado de todo lo que deseaba saber. —Y esta vez dijo la verdad. —¡Buenos días!

Lleno de júbilo, emprendió el regreso a la ciudad, dirigiéndose luego a la imprenta de Webster en un taxímetro.

La imprenta de Webster es para el oficio lo que Montecarlo para la Riviera. La imprenta de Webster es, en efecto, la imprenta más importante de Londres. Era, pues, natural que Roger se dirigiese allí a encargar un papel impreso en forma especial.

A la joven apostada detrás del mostrador le explicó con muchos detalles lo que deseaba exactamente. La joven le entregó un libro-muestrario, pidiéndole que lo examinase para ver si encontraba allí algo de su agrado. Mientras Roger lo hojeaba, se dedicó a atender a otro cliente. A decir verdad, estaba ya algo fatigada de Roger y de sus explicaciones.

Aparentemente Roger no halló un estilo de su gusto, pues, dejando el libro, se deslizó lentamente a lo largo del mostrador, hasta encontrarse en el territorio dominado por otra vendedora. Una vez más procedió a especificar detalladamente lo que deseaba, y otra vez recibió un muestrario. Como éste era otro ejemplar de la misma edición, no podía resultar sorprendente que Roger no hallase nada en él.

Por tercera vez se deslizó a lo largo del mostrador, y por tercera vez recitó su «saga» a una tercera vendedora. Ésta conocía ya su juego, y, sin decir una palabra, le entregó su muestrario. Por fin Roger tuvo su recompensa. El muestrario era de la misma edición, pero no una copia exacta.

—Estoy seguro de que ustedes tienen lo que necesito —observó fastidiado, mientras hojeaba el muestrario—. Me recomendó esta casa un amigo mío que es sumamente exigente. ¡Sumamente exigente!

—¡Qué interesante! —comentó la joven, tratando de demostrar interés. Era una empleada muy joven, lo suficientemente joven como para tomar al pie de la letra la técnica de ventas que estudiaba en sus horas libres. Y una de las reglas fundamentales que debe observar un buen vendedor, según había aprendido, era acoger el comentario más trivial de un presunto comprador con la misma respetuosa admiración con que se escuchan los vaticinios de un adivino, cuando éste nos dice que un desconocido de allende los mares nos enviará una carta legándonos su fortuna.

»¡Es verdad! —dijo, recordando todas las recomendaciones de sus textos—. Algunas personas son muy exigentes, hay que reconocerlo.

—¡Válgame Dios! —Roger pareció sumamente sorprendido—. ¿Sabe usted? Creo que tengo una fotografía de mi amigo en la cartera. ¡Qué extraordinaria casualidad!

—¡Extraordinaria! —dijo la diligente vendedora. Roger sacó la providencial fotografía y la puso sobre el mostrador.

—¡Aquí está! ¿Lo reconoce usted?

La joven tomó la fotografía y la examinó detenidamente.

—¿Ése es su amigo? ¡Pues sí que es extraordinario! ¡Sin duda lo reconozco! ¡Qué casualidad! ¿no?

—Creo que mi amigo estuvo aquí por última vez hace unos quince días —dijo Roger—. ¿Recuerda usted?

La joven reflexionó.

—Sí, hace quince días aproximadamente. Sí, más o menos. Ésta es una clase que estamos vendiendo mucho de un tiempo a esta parte.

Roger adquirió una enorme cantidad de papel de cartas que no necesitaba para nada, simplemente para manifestar de algún modo su satisfacción. Y como en realidad la vendedora era muy simpática, era una vergüenza aprovecharse de su buena fe.

Luego regresó a su casa a almorzar.

Pasó gran parte de la tarde tratando aparentemente de adquirir una máquina de escribir de segunda mano. Insistía en que debía ser una Hamilton 4. Cuando los vendedores le ofrecían otra marca o modelo, la rechazaba, diciendo que un amigo había comprado una Hamilton hacía unos tres meses y se la recomendaba insistentemente. A continuación, observaba que, tal vez su amigo la había adquirido en aquel mismo comercio. Parecía que casi ningún comercio había vendido máquinas de esa marca en los últimos dos meses, lo cual era muy raro para Roger. Pero en uno habían vendido una recientemente, lo cual le pareció aún más extraño.

El complaciente vendedor buscó la factura de la compra, comprobando que había tenido lugar hacía un mes. Roger descubrió que tenía una fotografía de su amigo, y el vendedor convino inmediatamente en que él y su comprador eran una misma persona. Como también podía ofrecer a Roger otra Hamilton 4 en perfectas condiciones, éste la adquirió, no atreviéndose a rechazarla.

También Roger estaba comprobando que, para una persona que no cuenta con el apoyo oficial, el oficio de detective es singularmente costoso. Pero, como Mrs. Fielder-Flemming, nunca escatimaba el dinero invertido en una buena causa.

Tomó el té en su departamento y luego permaneció allí, esperando el llamado de Moresby, lo único que le restaba por hacer. El llamado se produjo cuando menos lo esperaba.

—¿Es usted, Mr. Sheringham? Tengo aquí catorce conductores de taxímetros amontonados en mi oficina —dijo Moresby ofensivamente—. Todos condujeron pasajeros de Piccadilly Circus al Strand o viceversa, a la hora que usted señaló. ¿Qué hago con ellos?

—Reténgalos allí hasta que yo llegue —repuso Roger con dignidad, y tomó apresuradamente su sombrero. No había esperado reunir más de tres, pero no tenía intención de permitir que Moresby lo sospechase.

La entrevista con los catorce hombres fue inesperadamente breve. Roger mostró la fotografía a cada uno de ellos, sosteniéndola de modo que Moresby no la viese. Ninguno de los conductores pudo identificarla, pero todos sonreían con expresión de mofa, lo que le hizo sospechar que antes de su llegada, Moresby les había hecho algunos comentarios jocosos sobre sus métodos detectivescos.

Moresby despidió a los conductores con una amplia sonrisa.

—Es una lástima, Mr. Sheringham. Esto significará un obstáculo para la teoría que está tratando de elaborar. ¿No es verdad?

Roger sonrió con aire de superioridad.

—Al contrario, mi querido Moresby, me ha servido para completarla.

—¿Le ha servido para qué?… —preguntó Moresby, tan sorprendido que olvidó su sintaxis—. ¿Qué está tramando usted, Mr. Sheringham?

—¡Pero, yo creí que usted lo sabía! ¿Acaso no nos están vigilando?

—Sí, pero… —Moresby parecía algo contrariado—. A decir verdad, Mr. Sheringham, su gente está siguiendo pistas tan diversas, que ordené suspender la vigilancia. No valía la pena continuarla.

—¡Querido amigo…! —dijo Roger gentilmente—. ¡Muy amable! Bien; es un pequeño mundo, ¿no es cierto?

—¿Qué pista ha seguido usted, Mr. Sheringham? ¡Supongo que no tendrá inconveniente en decirme eso, por lo menos!…

—Ninguno, Moresby. Estuve realizando el trabajo que les correspondía a ustedes. ¿Le interesa a usted saber que he descubierto quién envió los bombones a Sir Eustace?

Moresby lo observó un instante.

—Me interesa sobremanera, Mr. Sheringham. Esto es, siempre que sea la persona que buscamos.

—Pues, lo he descubierto —dijo Roger con una displicencia que hubiese hecho honor a Mr. Bradley—. Le entregaré un informe tan pronto como tenga ordenados mis datos. Ha sido un caso interesante —agregó, conteniendo un bostezo.

—¿Cree usted, Mr. Sheringham? —dijo Moresby, sin lograr ocultar su curiosidad.

—Fue interesante en muchos aspectos. Pero absurdamente simple, una vez que descubrí el factor esencial del crimen. De una sencillez ridícula. Bueno, le enviaré el informe uno de estos días. ¡Hasta pronto! —y salió de la oficina.

Debe reconocerse que Roger tenía la habilidad de ser exasperante cuando le llegaba el momento.

CAPÍTULO XIII

R
OGER
tomó la palabra.

—Señoras y señores, creo que debo felicitarme por haber ideado este ejercicio. Los tres miembros que hablaron hasta ahora han demostrado una agudeza de observación y una claridad de exposición que harían honor a cualquier profesional. Antes de hablar, cada uno de ellos estaba convencido de haber resuelto el problema y de poder aportar testimonios demoledores en apoyo de su solución. Creo, en fin, que hasta hoy cada uno de ellos tiene el derecho de afirmar que su teoría no ha sido debidamente refutada.

»La elección de Lady Pennefather hecha por Sir Charles es perfectamente defendible, a pesar de la coartada que mencionó Miss Dammers; Sir Charles tiene derecho a decir que Lady Pennefather tiene un cómplice, aduciendo en apoyo de esta teoría las circunstancias poco claras que rodean su permanencia en París.

»En relación con esto, quiero aprovechar esta oportunidad para retractarme de lo que le dije anoche a Bradley. Afirmé entonces que sabía sin lugar a dudas que la mujer en quien pensábamos ambos no podía haber cometido el crimen. Estaba equivocado. No tenía ninguna certeza de ello, sino que, juzgando por lo que conocía de la señora de marras, me parecía imposible.

»Además —prosiguió Roger valientemente—, tengo motivos para sospechar el origen de su interés por la criminología, y estoy seguro de que es muy distinto del que señaló Bradley. Lo que debía haber dicho anoche es que el crimen era psicológicamente absurdo. Pero cuando nos atenemos a los hechos, es imposible probar un absurdo psicológico. Bradley tiene entonces todo el derecho de considerar a esta mujer como el criminal. En este caso, su nombre debe permanecer indudablemente en la nómina de los sospechosos.

—Estoy de acuerdo con usted, Sheringham, en que, desde el punto de vista psicológico, es un absurdo —observó Bradley—. Ya lo dije yo mismo. Pero la dificultad reside en que yo considero haber probado mi caso.

—También probó el caso contra usted mismo —señaló Mrs. Fielder-Flemming suavemente.

—¡Ah, sí! Pero ello no me preocupa, a pesar de su inconsistencia. El caso contra mí mismo no implica un absurdo desde el punto de vista psicológico.

—No —convino Mrs. Fielder-Flemming—. Tal vez no.

—¡Usted y sus absurdos! —dijo Sir Charles en voz muy alta—. Los novelistas son todos iguales. Están tan absorbidos por Freud, que pierden de vista la naturaleza humana. Cuando yo era joven nadie hablaba de absurdos psicológicos. ¿Y por qué? Porque sabíamos muy bien que tal cosa no existe.

—En otros términos, la persona más insospechada puede, en determinadas circunstancias, cometer los crímenes más inesperados —observó Mrs. Fielder-Flemming—. Bueno, tal vez sea anticuada, pero estoy de acuerdo con ello.

—Constance Kent —señaló Sir Charles.

—Lizzie Borden —aportó Mrs. Fielder-Flemming.

—Todo el caso de Adelaide Bartlett. —Y con esto Sir Charles mostró la carta decisiva.

Mrs. Fielder-Flemming hizo un prolijo resumen de lo dicho.

—En mi opinión, quienes hablan de absurdos psicológicos están tratando a sus sospechosos como a personajes de novela. En otros términos, les atribuyen una cierta proporción de su propia psicología y, por lo tanto, nunca ven con claridad que lo que ellos suponen imposible respecto de sí mismos bien puede ser posible, aunque tal vez poco probable, respecto de otros.

—Luego hay mucho que alegar en favor del axioma del fabricante de novelas policiales, cuando recurre a la persona más inesperada —murmuró Mr. Bradley—. ¡Muy bien!

—¿Qué opinan ustedes de que escuchemos lo que tiene que decirnos Mr. Sheringham? —preguntó Alicia Dammers.

Roger reanudó su exposición.

—Estaba por decir que la experiencia ha resultado sumamente interesante, en el sentido de que las tres personas que hablaron han señalado a tres criminales distintos. Yo, a mi vez, señalaré a un cuarto, de modo que aun en el caso de que Miss Dammers y Mr. Chitterwick estén de acuerdo con alguno de nosotros, las posibilidades de análisis son infinitas. No tengo reparos en confesar que había esperado algo parecido, pero mal pude anticipar tan excelentes resultados.

»En fin, como lo ha señalado Mr. Bradley en sus consideraciones sobre asesinatos cerrados y abiertos, las posibilidades del crimen que nos ocupa son infinitas. Esta característica le da un interés aún mayor para nosotros. Por ejemplo, yo comencé mis investigaciones partiendo de la vida privada de Sir Eustace, por estar convencido de que en ella residía la clave del misterio que debíamos resolver. Lo mismo le sucedió a Bradley. Como él, pensé que la clave aparecería en alguna de las amantes desechadas por Sir Eustace; los celos o la venganza, estaba seguro de ello, eran las fuerzas propulsoras de este crimen. Por último, como Bradley, me convencí de que el crimen era obra de una mujer.

»La consecuencia fue que comencé mi trabajo partiendo exclusivamente de las mujeres que habían tenido relación con Sir Eustace. Pasé unos cuantos días, no muy agradables, recolectando datos, hasta que creí tener la nómina completa de las mujeres que Sir Eustace había tratado durante los últimos cinco años. La tarea no resultó difícil, pues, como señalé anoche, Sir Eustace no es un hombre reservado. Pero, a pesar de ello, mi lista no estaba completa, puesto que omití a la mujer cuyo nombre me dio Bradley anoche. Si hubo tal omisión, es posible que no sea la única. Por lo menos debemos hacer justicia a Sir Eustace y reconocer que ha tenido sus momentos de discreción.

»Pero todo esto no viene al caso. Lo importante es que primero tuve la convicción de que el crimen había sido cometido por una mujer, no una mujer cualquiera, sino una mujer que había sido amante de Sir Eustace hasta una fecha más o menos reciente. Ahora he modificado totalmente esta opinión.

—¡No! —se lamentó Mr. Bradley—. ¡No me diga que he estado completamente equivocado!

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