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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (41 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—En un primer momento no entendí qué podía significar el mensaje. El prusiato amarillo es uno de los componentes con los que elaboro la solución electrolítica para limpiar filigranas de joyería. Por lo tanto conocía la sustancia. La tercera palabra, «invisible», ¡no lograba hallar su significado dentro de la composición! ¿Qué quería combinar con aquellas tres palabras?, ¿cuál podía ser la intención del
poeta
dejando allí aquel mensaje? Después lo comprendí. Cualquier químico con un mínimo de imaginación podría haberlo adivinado… Solo tenía que hacer memoria y recordar del prusiato amarillo algunas de sus propiedades… mágicas.

—¿Mágicas? —preguntó Pierre.

—Muy mágicas… El prusiato amarillo es el nombre vulgar por el que se conoce al ferrocianuro sódico, y con él se pueden obrar efectos que parecen sobrenaturales…, sobre todo si se quieren ocultar mensajes escritos…

El Francés gesticulaba en silencio; miraba al cocinero y este me miraba a mí. Amanecía desconcertado el día.

—¿No lográis imaginar de qué hablo?

Nadie dijo nada.

—A ver…, me explicaré… Con prusiato amarillo y un poco de agua podemos hacer una especie de licor con el que esconder cualquier mensaje en un papel blanco. Solo tenemos que mojar esa tinta en una pluma nueva, totalmente inmaculada; escribir sobre un papel lo que queramos y dejarlo secar. Pasados unos minutos el mensaje escrito ni se verá ni se podrá leer; todo quedará limpio y pulcro…

—Pero…

—Está claro, Tortosa. El poeta utilizó ese prusiato, o como se llame, para ocultar un mensaje. Por eso la tercera palabra: invisible…

—¡Exacto, Pierre! —dijo emocionado mi tutor, golpeando la mesa con las yemas de los dedos—. Y creo saber dónde escribió ese mensaje oculto: en el libro que le dio el padre Benito a Adiel antes de su muerte.

—Por eso me dijo que en esas hojas encontraría mucha sabiduría… —pensé en voz alta—, por eso no había nada escrito en sus páginas, estaba oculto…, ahora lo entiendo todo…

Inspiré aire intensamente. Se escuchaba cantar a algún gallo en la lejanía.

—Pero, joyero, entonces, si es como dices, ¿qué puñetas hay que hacer para poder revertir todo el proceso?, ¿hacer visible lo invisible?

—También tengo la solución a tu dilema, cocinero. —Donabella se desanudó uno de los zapatos y sacó del fondo de un tacón una pequeña bolsita con algo dentro—. Vitriolo verde, su antagónico…, sulfato de hierro heptahidrato para más señas. Bastará con rozar las hojas del libro con un papel impregnado de vitriolo verde para que reaccionen ambas fórmulas y reaparezca el mensaje escrito por el
poeta
años atrás…

Es melancolía lo que recorren ahora mis venas al oír cómo un rumor preñado de emoción renace en mí y en mis recuerdos.

Mi tutor agarraba las palabras con maestría, como una hoz inesperada que siega los sentidos de quien no escucha atentamente. Percibía su voz eterna, como golpeando en mi sien un grito lejano. Me estremecía al pronunciar en mi conciencia el nombre de mi padre, el
poeta
. ¿Qué tipo de hombre era el
poeta
? Los minutos se escapaban sin darnos cuenta, y a cada bostezo dado, otro más grande renacía en nuestras gargantas.

—¿Y el rosario? ¿Sabes qué puede significar el rosario? —dijo el Francés.

Tito suspiró cansado.

—No lo sé…, no lo sé.

Tres minutos. Fue el tiempo que estuvimos solos. Ni un segundo más.

Mientras me hallé bajo el cielo abierto, añorando una vida que divagaba entre misterios y truhanes, un pensamiento me había flanqueado en el temporal amargo de la culpa: mi dulce Dulce.

No había tenido ocasión de hablar a solas con mi tutor.

Tres minutos. Solo tres minutos. Perpetuos.

—¿Dónde está?

—Ella está bien…

—Pero necesito… necesito saber dónde está…

—¡Y entiendo tu necesidad!… Pero ahora no podemos entretenernos demasiado. Cuando vuelvan a la cocina y no nos vean allí, sospecharán de nosotros, y no es bueno que lo hagan, aunque no haya nada por lo que tengan que sospechar…

—Todavía tardarán un poco, Pierre ha ido a buscar tabaco a su coche y Tortosa a por papel que no esté sucio, ¡para hacer eso que usted dice con el librito de mi padre!…, estará rebuscando en su dormitorio…

—¿Confías en mí?

—No me pregunte eso ahora. Necesito saber, Tito, necesito entender…

—Está bien, está bien…, Adiel, tengo que confesarte algo…

—¿Sí?…

—En otra situación no me costaría trabajo decírtelo, pero ahora todo es diferente. No debes juzgarme. ¿Lo prometes?

—¡Por favor, hable de una vez!

—¿Lo prometes?

—Lo intentaré…, pero no le prometo nada. Ya no puedo hacer más promesas.

—Está bien…

—Por favor…, ¿qué confesión?…, hable de una vez…

—Dulce es mi hija.

—¿Cómo?

—En realidad Elías no era su padre. Dulce es hija mía.

—No…, no puede ser…

—Lucía y yo mantuvimos una aventura durante años estando ella casada.

—Pero… ¿cómo es posible?

—A Lucía nunca la amé…, a la única mujer que he amado durante toda mi vida, y lo sigo haciendo, es a tu madre.

—¿De qué me está hablando?… ¿Usted el padre de…?

—Soy un hombre a fin de cuentas, y creo que necesitaba sentirme deseado, aunque todo fuese mentira.

—Pero…, pero ¿está diciéndome la verdad?

—Esa es la única verdad de mi vida…

—¿Dulce su hija?

—Sí, Adiel…

—¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Era nuestro secreto…, el de Lucía y mío, de nosotros dos… Nuestra aventura terminó justo el día en el que me dijo que se había quedado embarazada. Tenía que ser así… Debes comprender que eran otros tiempos, Elías sería un buen padre… Lucía y yo decidimos olvidarnos de todo y dejar que la vida siguiera su curso.

—¿Lo sabe Dulce?

—No, no tiene por qué saberlo. No debes decírselo nunca. Ella no se merece cargar con esa vergüenza. Para Dulce, sus padres son el difunto Elías y… Lucía, y debe seguir siendo así por siempre jamás. No es necesario que sufra por mis errores, ella nunca debe saber la verdad…, ella está llamada a ser alguien muy importante para mucha gente… Si te lo digo a ti es para que entiendas…, para que…

—¿Para que entienda qué?

—Nada, nada importante… Tampoco pretendo que cargues tú con ninguna vergüenza… Ojalá nunca saborees el agrio fruto del remordimiento…

—¿Y dónde está Dulce?

—La traje a La Capital para protegerla. Quedarse en el pueblo era demasiado peligroso para ella; estaría a expensas de que en cualquier momento uno de los esbirros de Ángelo pudiese secuestrarla, y utilizarla para extorsionarte. Ellos están convencidos de que tú estás enamorado de ella…

—Y lo estoy.

—Y lo estás, lo sé. Por eso mismo podrían utilizarla, ¡y no quiero que la nombres delante de ninguno de estos!…, nunca se sabe de qué lado pueden estar…

—Pero… ¿cuándo podré verla?, ¿ella está bien?

—Escucha atento: en el mercado de abastos del barrio de la Alcurria hay un quiosco de flores nada más entrar por la calle Mayor. La mujer que lleva el puesto, una anciana pequeña y menuda a la que llaman Ceniza, es el ama de llaves de la casa donde se aloja Dulce. Si algo saliera mal, si tuvieses que esconderte o si a mí me pasara algo, ve en busca de Ceniza y dile que eres el hijo del
poeta
y que quieres ver a tu musa. Ella te llevará hasta la persona que cuida de Dulce…, y allí podrás verla. Y no te preocupes más, ella está bien, muy bien…

Nos agitamos al oír el amortiguado rugir del motor de un coche irrumpiendo por el callejón mojado. Eran Fred y Urría.

Volvimos a la cocina y nos sentamos de nuevo en la mesa. A los pocos segundos el Francés surgió de las sombras con un cigarro entre los labios. Nos miró desconfiado y sonrió. El cocinero apareció poco después con cinco o seis hojas de papel, tan inmaculadas como las quería Donabella. Por último, los dos pinches entraron jadeando. Dejaron sobre la mesa el rosario y el librito de las tapas blancas y cuarteadas.

—¿Entonces, el plan es dejar que nos roben?

—El plan, Tortosa —contestó Tito—, es dejar que nos roben lo que queramos que nos roben…

Solo había tenido tres minutos de eternidad. Tres minutos. Solo tres minutos. Perpetuos.

33

PURA ESTRATEGIA

El cocinero y sus hombres prepararon una mesa en el comedor. Dispusieron un mantel de tela y despejaron el lugar de sillas y estorbos. El sol ya penetraba con toda su intensidad desde las pocas ventanas que estaban abiertas. La luz se escapaba de la penumbra en la cual nos sumergimos mi tutor, el Francés y yo esperando a que terminaran de recoger los últimos cristales de un vaso que se había roto.

Junto a la barra del bar, en una de las esquinas, incrustada en la pared, había una sucia pizarra con el menú del día anterior copiado en ella. Parecía la letra de un niño: rectas jotas y bellas eles tiesas y altas, eses como curvas sibilantes, y ges aplanadas y larguísimas. Al pie de aquella pizarra, encima de una banqueta, estaban el libro y el rosario.

Nos acercarnos todos a la vez. Solo se oía el ruido del bastón del Francés. El rostro más compungido era el de mi tutor, parecía una momia marchitada por una muerte lenta y precoz. Donabella sacó de su bolsillo la bolsita con el producto químico que había traído consigo escondido en el tacón de su zapato. Cogió el libro y el rosario de la banqueta y lo puso todo encima de la mesa que Tortosa y sus secuaces habían colocado en el centro de la sala.

Fred y Urría se fueron.

Tito posó sobre nosotros una mirada confusa, asustada, como si se acabara de dar cuenta de que nunca estuvo seguro de nada de lo que había dicho. Levantó la cabeza y suspiró hondamente. Sonrió y lanzó un pequeño grito. Luego volvieron a iluminársele los ojos.

Todos le observábamos atentos y callados. En un almizcle improvisado hizo un potingue con el vitriolo verde y untó con él varios folios de papel. Bastó que las hojas impregnadas de esa sustancia tocaran las páginas inmaculadas del librito de las tapas blancas y cuarteadas para que poco a poco unas letras azules empezaran a surgir del olvido. Ninguno ocultó la alegría, empezamos a dar saltos y nos abrazábamos estúpidamente. En aquel anhelo nadie sospechaba de nadie, y todos fuimos felices por un instante de consuelo.

Estaba allí, delante de nosotros. Podían ser los versos de una confesión maldita. Podía ser la custodia de un pasado, la condena de un futuro. El secreto que no se atrevió a contar nunca un
poeta
. Podía ser la salvación, o la muerte. Podía ser cualquier cosa.

Mi tutor exclamaba preso de la admiración…; para todos los demás aquellas letras azuladas que brotaron como por encantamiento seguían siendo invisibles. No nos atrevíamos a mirar por miedo a retener para siempre en las retinas algún maleficio o embrujo lanzado por mi padre desde el mismo infierno. Donabella empezó a leer en voz alta.

Cada día que pasa le doy gracias a Dios porque puedo sentir que aún palpita tu corazoncito contra mi pecho. Ya habrás crecido y serás todo un hombre. Estoy seguro de que tu madre ha hecho de ti una persona de provecho. Cuídala mucho. Quiérela mucho. Ella es amor.

Adiel, hijo mío, mi vida es todo odio, dolor, he tenido la desgracia de ser un mal hombre, de tener marcado en mi destino un rastro de sangre, la sangre de mucha gente inocente. Se acerca el día en el que los muertos volverán a tomar las riendas de la vida. Recuerda eso, hijo, el pasado siempre regresa si este está descontento con su futuro. No tengo perdón. No lo quiero tampoco. Ojalá nunca hubiese escrito esta esquela, ojalá nunca la encuentres, pero deseo que tu pasado descanse eternamente, y la única manera de que eso sea así es desterrando y matando para siempre mi culpa.

Hace unos años me propuse cambiar mi mundo. Limpiar la maldita conciencia, que tantos versos escribió por mí. Quizá ya conozcas quién fue tu padre, el verdadero, a ese que llaman el
poeta
. Pero yo te voy a hablar otra vez de él, de mí, y lo haré creyendo que me estás escuchando sin rencor, sin la vergüenza oprimiendo tu alma. Nunca he creído en el amor. Desde que era un niño he estado rodeado de afecto y de cariño, pero he sido incapaz de soportarlo conmigo y por eso siempre he necesitado escribir versos que huyeran de mi frustración. He luchado mucho, he peleado por querer, por amar, por ser honesto con mi suerte…, pero ha sido una pelea injusta y en balde. La muerte que espero es la que yo mismo he sembrado. Estoy condenado. He vagabundeado tanto por la infelicidad que incluso estoy feliz de saber que me he equivocado al elegir mi vida. Es la hora de que descanse mi memoria. Ahora sí.

Debes hacer esto por ti. Solo por ti:

En el cementerio de la Alegría, enterrados bajo las raíces de los cuatro naranjos, se encuentran unos baúles de hierro repletos de documentación de cuando la guerra. Hay informes detallados de todas las maquinaciones con las que el Tribunal Serenísimo se hizo con el poder, hay suficientes datos como para remover miles de tumbas. Ni don Antonio Grádalo, ni don Ángelo, ni Saturnino, ni Pierre, ni Tortosa, ni Palacios, ni siquiera el bueno de Pañitos, salen bien parados en esos documentos. Hay escrituras robadas, falsificaciones, confesiones juradas, hay cientos de dosieres de otros cientos de víctimas, de las cuales muchas no tienen ni quienes les lloren. Devuélveles la vida, hijo mío, haz que descanse mi memoria. Y lo haga en paz.

En paz…

En el cementerio de la Alegría,

el soldado de Dios aguarda a la vida,

el soldado de Dios encuentra la muerte

Nos quedamos callados. Tito me sonrió con ternura. Entre las miradas desperdigadas se perdió la habitual seguridad de Pierre, y el gesto altanero y arrogante del cocinero. Una cautelosa preocupación asomó en ambos rostros.

—¿Y —dijo uno— cómo haremos para coger lo que nos interese de los baúles sin que se den cuenta?

—¡Allí hay cientos de naranjos! —dijo el otro—. ¿Y qué hay del rosario?… A ver…, Francés, Adiel, Tito…, no dice nada el mensaje del rosario, ¿verdad?

Todos negamos con la cabeza. Pierre cogió entre sus manos el rosario y empezó a darle vueltas. El cocinero escudriñaba desde donde estaba cada uno de los vuelcos que el Francés le daba a las bolas.

—¡Es un rosario cualquiera! —terminó explotando Tortosa—. ¡Un puñetero rosario normal y corriente! ¡Deja de darle vueltas!

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