El cerebro de Kennedy (24 page)

Read El cerebro de Kennedy Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
4.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Por qué?

–La verdad siempre es peligrosa. Nuno da Silva no tiene miedo. Es muy valiente.

Nuno estaba apoyado en la barandilla y miraba el mar, como ausente. Ella se colocó a su lado. Un toldo extendido que se mecía a la leve brisa los protegía del sol.

–Vino a verme con sus preguntas. Aunque eran más bien afirmaciones. Y comprendí enseguida que estaba sobre alguna pista.

–¿Qué clase de pista?

Nuno da Silva movió la cabeza en gesto impaciente. No le gustaba que lo interrumpiesen.

–Nuestro primer encuentro se inició con una catástrofe menor. Se presentó en la redacción del periódico y me preguntó si quería convertirme en su Virgilio. Yo apenas presté atención a lo que me decía, pero claro que conocía a Virgilio y a Dante. Pensé que era un estudiante entrado en años que, por alguna razón inescrutable, deseaba hacerse notar. De modo que le contesté de mala manera. Le dije que se fuese al cuerno y que dejase de molestarme. Entonces se disculpó, no buscaba a ningún Virgilio y él no era ningún Dante, sólo quería hablar. Le pregunté por qué había acudido precisamente a mí, y me explicó que Lucinda le había aconsejado que se pusiera en contacto conmigo. Pero, sobre todo, porque aquellos con quienes hablaba terminaban por mencionar mi nombre, tarde o temprano. Yo soy la confirmación viviente de lo desesperante que es la situación aquí y ahora. Soy casi el único que cuestiona el estado de las cosas, el abuso de poder, la corrupción. Le pedí que esperase un poco, porque tenía que terminar un artículo. Sin decir nada, se sentó en una silla dispuesto a esperar. Cuando terminé, salimos fuera. Mi periódico tiene sus locales en un viejo garaje situado en una finca. Así que nos sentamos sobre unos bidones de gasolina que hemos juntado para que sirvan de banco, bastante incómodo, por cierto. Pero son asientos muy prácticos, puesto que te agota sentarte a descansar en ellos. La holgazanería suele dar dolor de espalda.

–Pues no es el caso de mi padre. Él trabajaba como talador de árboles. Tiene la espalda destrozada, pero le aseguro que no es por holgazán.

Nuno da Silva fingió no haberla oído.

–Henrik había leído algunos artículos míos sobre el sida. Estaba convencido de que yo tenía razón.

–¿A propósito de qué?

–Sobre las causas de la epidemia. No me cabe la menor duda de que los chimpancés muertos y las personas que comieron carne de mono están relacionados con la enfermedad. Pero el que un virus tan habilidoso para ocultarse, para esconderse, para transformarse y resurgir constantemente bajo nuevas apariencias no haya contado con alguna ayuda para difundirse, ¡eso no me lo creo! Nadie me convencerá de que este virus no tiene su origen en algún laboratorio secreto, de esos que el gobierno norteamericano buscó en vano en Irak.

–¿Existe alguna prueba de lo que dice?

La impaciencia de Nuno da Silva se transformó en enojo manifiesto.

–Siempre se exigen pruebas inmediatas para lo evidente. Y suelen encontrarse, tarde o temprano. Lo que los antiguos colonos solían decir en su época sigue vigente: «África sería el paraíso en la Tierra, de no ser por tanto maldito africano como la habita». El sida es un instrumento para eliminar a los negros de este continente. El que mueran unos cuantos homosexuales de Estados Unidos y algunos con una vida sexual normal es una pérdida menor. Esa cínica idea puedes descubrirla en cualquiera de las personas que se creen con derecho a dominar el mundo. Henrik razonaba como yo. Pero tenía su propio añadido, que recuerdo literalmente: «Los hombres de África están exterminando a las mujeres».

–¿Qué quería decir con eso?

–Las mujeres tienen muy pocas posibilidades de protegerse. El dominio masculino en este continente es devastador. Aquí predominan tradiciones patriarcales, que no pretendo defender en modo alguno, pero eso no les da derecho a los laboratorios de Occidente a destruirnos.

–¿Qué pasó después?

–Hablamos durante una hora, más o menos. Henrik me gustó. Le propuse que escribiera sobre ello en los periódicos europeos, pero me respondió que era demasiado pronto. «Todavía no.» Lo recuerdo muy bien.

–¿Por qué cree que lo dijo?

–Quería seguir una pista, pero no me reveló cuál. Me di cuenta de que no deseaba hablar de ello. Después nos despedimos. Le pedí que volviese a visitarme, pero nunca lo hizo. –El hombre echó un vistazo a su reloj–. Tengo que irme.

Ella intentó retenerlo.

–Alguien lo mató. Y tengo que saber quién fue y por qué lo hizo.

–Le he contado todo lo que me dijo. No sé qué buscaba. Aunque puedo imaginármelo.

–¿Y qué es lo que se imagina?

Él negó con un gesto.

–Son figuraciones mías. Nada más. Es posible que lo que averiguó resultase una carga demasiado pesada de llevar. La gente puede morir por saber demasiado del sufrimiento ajeno.

–Pero dice usted que él tenía una pista, ¿no?

–Bueno, yo creo que esa pista estaba en su interior. Era un pensamiento. En realidad, nunca comprendí de verdad lo que quería decir. La conexión que él buscaba no estaba nada definida. Hablaba del contrabando de drogas, de grandes cargamentos de heroína procedentes de las plantaciones de opio de Afganistán. De embarcaciones que atracaban por las noches en los muelles de Mozambique, de motoras que recogían cargas, de transportes realizados en la oscuridad a través de fronteras no vigiladas hacia Sudáfrica y, desde allí, hacia el resto del mundo. Aunque las sumas que se han de pagar para sobornar a policías, empleados de aduanas, fiscales, jueces, empleados estatales y, por supuesto, a los ministros implicados, sean desorbitadas, los beneficios son enormes. Los estupefacientes mueven hoy día tanto dinero como la totalidad de la industria turística. Más que la fabricación de armamento. Henrik hablaba, aunque no con demasiada claridad, de la relación entre este hecho y la epidemia del sida. Pero ignoro de dónde obtuvo la información. En fin, tengo que marcharme ya.

Se despidieron ante el hotel.

–Voy a alojarme en casa de un empleado de la embajada sueca llamado Lars Håkansson.

Nuno da Silva hizo una mueca.

–Sí, una persona interesante.

–¿Lo conoce?

–Soy periodista y, por tanto, es mi obligación conocer todo aquello que hay que conocer. Tanto sobre las personas como sobre la realidad.

Le estrechó la mano con toda rapidez, se dio la vuelta y se perdió en la calle. Era evidente que tenía prisa.

El intenso calor empezaba a atormentarla y regresó a su habitación. Era imposible malinterpretar la expresión de Nuno da Silva. Lars Håkansson no le inspiraba el menor respeto.

Miró al techo intentando decidir cuál de sus arcos tensaría. ¿Debía evitar a Lars Håkansson? Sin embargo, Henrik había vivido en su casa. «Tengo que conocer los lugares en los que Henrik haya dejado huella», resolvió.

Eran las nueve y cuarto cuando llamó a Artur. Por el tono de su voz, comprendió que había estado esperando su llamada. A Louise se le hizo un nudo en la garganta. Tal vez hubiese estado esperando despierto toda la noche…

Ahora sólo estamos él y yo. Los demás han desaparecido.

Pensó que lo tranquilizaría saber que todo iba bien y que iba a mudarse a casa de un empleado de la embajada sueca. Artur, por su parte, le contó que ahora nevaba con más intensidad y que habían caído más de diez centímetros durante la noche. Además, había encontrado un perro muerto en la carretera cuando salió a buscar el periódico.

–¿Qué le había pasado?

–Pues no vi indicios de que lo hubiesen atropellado. Parecía más bien que le habían volado la cabeza de un disparo y que lo habían arrojado después a la carretera.

–¿Lo conocías?

–No. No era de por aquí. Pero me pregunto cómo puede nadie odiar tanto a un perro.

Tras la conversación telefónica, se quedó tumbada en la cama.
¿Cómo puede nadie odiar tanto a un perro?
Pensó en lo que le había contado Nuno da Silva. ¿Tendría razón al decir que la terrible epidemia de sida había sido causada por una conspiración cuyo objetivo sería exterminara los habitantes del continente africano? ¿Formaría parte Henrik de esas «pérdidas menores» de las que hablaba? A ella se le antojaba un puro despropósito. Tampoco le parecía verosímil que Henrik lo hubiese creído así. No habría defendido una teoría relacionada con una conspiración que no superase una revisión exhaustiva.

Se sentó en la cama y se arropó con la sábana. El aire acondicionado la hacía estremecer y le erizaba la piel de los brazos.

¿Qué pista sería la que Nuno da Silva creyó que Henrik seguía? Una pista que se hallaba en su interior. ¿Cuál era el arco que había tensado Henrik? ¿Hacia dónde apuntaba su flecha? No lo sabía, pero sentía que se acercaba a un descubrimiento importante.

Lanzó una maldición, en voz alta. Después se levantó y se mantuvo largo rato bajo el agua fría de la ducha, hizo su maleta, y acababa de pagar la habitación cuando llegó Lars Håkansson.

–Precisamente estaba pensando que, si yo hubiese sido varón, mi padre me habría llamado Lars.

–Un nombre excelente. Fácil de pronunciar en todos los idiomas, salvo, tal vez, para los hablantes de chino mandarín. Lars Herman Olof Håkansson. Lars por mi abuelo paterno, Herman por mi abuelo materno, que era oficial de marina, y Olof por Olof Skötkonung
*
. Con ellos como santos patronos, me paseo yo por la vida.

Ya, pero a Lucinda querías llamarla Julieta. ¿Por qué te excitaba el hecho de cambiarle el nombre?

Le pidió que escribiese su dirección en un papel y fue a dejárselo a la recepcionista, indicándole que, cuando una joven llamada Lucinda acudiese a preguntar por ella, se lo entregase.

Lars Håkansson estaba algo apartado, perdido en sus pensamientos, pero ella habló en voz baja para que él no la oyese.

La casa estaba en una calle llamada Kaunda, en el barrio de los diplomáticos, plagado de banderas de un sinfín de países. Villas rodeadas de gruesos muros, vigilantes uniformados, perros ladradores. Atravesaron una verja metálica y un hombre que estaba trabajando en el jardín tomó sus maletas, pese a que Louise insistió en llevarlas ella misma.

–La casa la mandó construir un médico portugués –le explicó Lars Håkansson–. En 1974, cuando los portugueses finalmente comprendieron que los negros no tardarían en liberarse, se marchó. Dicen que dejó un barco de vela en el puerto y un piano que se pudrió en el muelle, porque nunca lo cargaron a bordo de la embarcación que partía hacia Lisboa. El Estado se quedó con las casas vacías. Ahora, el Estado sueco alquila ésta. Es decir, que mi alquiler lo pagan los contribuyentes suecos.

Un jardín rodeaba la casa. En la parte posterior se erguían algunos árboles de gran altura. Un pastor alemán encadenado la observaba reticente. En el interior de la casa había dos sirvientas, una vieja, otra joven.

–Graça –dijo Lars Håkansson mientras Louise saludaba a la mujer de más edad–. Se encarga de la limpieza, aunque es demasiado mayor para eso. Pero ella quiere seguir. Creo que soy la decimonovena familia sueca para la que trabaja.

Graça agarró las maletas de Louise con decisión y empezó a subir con ellas las escaleras. Louise miró aterrada a la escuálida mujer.

–Celina –volvió a presentar Lars Håkansson, y Louise saludó a la mujer joven–. Es muy despierta y cocina bastante bien. Si necesitas algo, pídeselo a ella. Aquí, durante el día, siempre hay alguien. Esta noche llegaré tarde. Cuando tengas hambre, no tienes más que decirlo y te servirán lo que quieras. Celina te mostrará tu habitación.

Håkansson estaba ya en el jardín, a punto de abrir la verja, cuando Louise le dio alcance.

–¿Es la misma habitación que usaba Henrik?

–Creí que te gustaría que así fuese. De lo contrario, puedes acomodarte en otra. La casa es grande. Según dicen, el doctor Sa Pinto tenía una familia muy numerosa. Y había un dormitorio para cada hijo.

–No, sólo quería saberlo.

–Bien, pues ya lo sabes.

Louise volvió a entrar en la casa. Celina la esperaba junto a la escalera. Graça había bajado del piso superior y se la veía ir y venir por la cocina. Louise siguió a Celina escaleras arriba a través de la casa, que era toda ella de un blanco reluciente. Entraron en una habitación en la que la humedad había amarilleado el enlucido de la pared y se percibía un ligero olor a moho. De modo que allí había dormido Henrik. La habitación, no muy grande, estaba ocupada principalmente por una cama. La ventana tenía una reja, como en una cárcel. Su bolso estaba sobre la cama. Abrió la puerta del armario, que no contenía más que un palo de golf.

Se quedó inmóvil junto a la cama e intentó imaginarse a Henrik en aquella habitación. Pero su hijo no estaba allí. No encontraba su rastro.

Deshizo la maleta y buscó hasta dar con un cuarto de baño, después de haber echado un vistazo al amplio dormitorio de Lars Håkansson. ¿Habría dormido Lucinda, o Julieta, como él pagaba por llamarla, en aquella cama?

Un intenso malestar la azotó con toda su fuerza. Bajó de nuevo a la planta baja, sacó el corcho de una botella de vino medio vacía y se la llevó a los labios.

Demasiado tarde, descubrió que Graça la observaba junto a la puerta entreabierta.

A las doce, le sirvieron una tortilla. Le pusieron la mesa como si estuviese en un restaurante, pero ella apenas si tocó la comida.

«El vacío que se crea antes de tomar una decisión», reflexionó. «En realidad, soy consciente de que debería irme de aquí lo antes posible.» Se tomó el café en la parte posterior de la casa, donde el calor no apretaba tanto. El perro yacía tumbado entre cadenas y la contemplaba alerta. Poco a poco, el sueño se apoderó de ella. Despertó al notar que Celina le rozaba ligeramente el hombro.

–Tiene visita –anunció la mujer.

Louise se incorporó adormilada. Había soñado con Artur y con algo que había ocurrido cuando ella era niña. De nuevo habían salido a nadar por las oscuras aguas de la laguna. Eso era cuanto recordaba. Cuando entró en el comedor, vio que Lucinda la esperaba sentada.

–¿Estabas dormida?

–Mi dolor y mi sueño se confunden. Nunca he dormido tanto y tan poco como desde que murió Henrik.

Celina entró en el comedor y preguntó algo en su lengua africana. Lucinda respondió y Celina se marchó. Louise pensó que la joven se movía con tal ligereza…, como si sus pies no tocasen el suelo de madera de color castaño oscuro.

Other books

Freefall by Anna Levine
Shiverton Hall, the Creeper by Emerald Fennell
Liam Takes Manhattan by Thea Harrison
Cars 2 by Irene Trimble
(1989) Dreamer by Peter James
Deep Dark by Laura Griffin