—¿Que la he visto? —pregunté.
—¿No me auxiliaste el día en que llegaste de ese mundo que llamas la Tierra? ¿No te acuerdas de que dimos a su viejo cerebro un cráneo nuevo?
—¿Pero aquella vieja era la Jeddara de Fundal?
—Sí, aquélla era Xaxa.
—Como no la diste el trato que en la Tierra otorgamos a un gobernante, creí que se trataría de una mujer rica nada más.
—Yo soy Ras Thavas. ¿Por que voy a inclinar la cabeza ante el prójimo? En mi mundo solo impera la inteligencia y puedo decir sin vanidad que en este aspecto no reconozco superior alguno.
—Entonces no estás libre del sentimiento —dije sonriendo—, puesto que te sientes orgulloso de tu cerebro.
—No es orgullo —replicó él con paciencia—. Es solo el reconocimiento de un hecho. Un hecho que puedo probar muy sencillamente. Según todas las probabilidades, tengo el cerebro más desarrollado y que mejor funciona entre todos los que me rodean, y la razón dice que este hecho supone que poseo el cerebro supremo de Barsoom. Por lo que conozco de tu Tierra y lo que he visto en ti, estoy convencido de que no hay en tu planeta mente alguna cuyo poder pueda aproximarse al que he desarrollado durante mil años de estudio y experiencia. Puede que Rasoom (Mercurio) o Cosoom (Venus) alberguen inteligencias iguales que la mía y aún más grandes. Aunque hemos estudiado algo sus ondas mentales, nuestros instrumentos no están aún suficientemente perfeccionados: sólo podemos inferir que los habitantes de esos planetas son extremadamente refinados.
—¿Y que hay de la muchacha cuyo cuerpo diste a la Jeddara? — pregunté con una brusquedad de lo más irreverente, pues no podía apartar de mi memoria la imagen de aquel cuerpo delicioso que indudablemente debió poseer una inteligencia dulce y fina.
—¡Bah! ¡Un sujeto sin importancia! —contestó alzando los hombros desdeñosamente.
—¿Qué la ocurrirá? —insistí.
—¿Y eso que importa? La compré con una hornada de prisioneros de guerra. Ni siquiera recuerdo el país donde la adquirió mi agente o el sitio de donde era. Esas minucias no me preocupan.
—¿Estaba viva cuando la compraste?
—Sí. ¿Por qué?
—¿De manera que... tú... la mataste después de comprarla?
—Hará de eso diez años. ¿Por qué había de permitirla que envejeciera y se estropeara? ¿No comprendes que con ello perdería precio? Cuando Xaxa la compró estaba tan joven y fresca como el día en que llegó aquí. La he guardado durante mucho tiempo. Son infinitas las mujeres que la han visto y deseado, pero tuvo que llévasela una Jeddara. He cobrado por ella la cantidad más elevada de las que me han pagado en mi vida. Sí, la conservé durante mucho tiempo porque sabía que algún día me la pagarían a peso de oro. Era extraordinariamente hermosa y he ahí una de las pocas ventajas del sentimiento; si no fuera por él no habría imbéciles que soportaran este trabajo que estoy haciendo, y yo no podría llevar a cabo investigaciones del más alto valor. Sin duda te sorprenderás cuando te diga que estoy a punto de poder reproducir seres humanos racionales por la acción que sobre cierta combinación química ejerce un grupo de rayos totalmente desconocidos por nuestros sabios.
—No me sorprenderé —le respondí con firmeza—. Nada de lo que tu mente realice puede sorprenderme.
Vaya Día
Aquella noche no pude dormirme hasta muy tarde pensando en 4.296-E-2.631-H, la hermosa muchacha cuyo cuerpo perfecto había sido robado para servir de adorno al cruel cerebro de una tirana. Me parecía un crimen horrible que no podía borrar de la imaginación. Creo que el recuerdo fue la primera semilla de mi odio hacia Ras Thavas. No podía imaginarme que existiera una criatura tan desprovista de la más elemental compasión que se apoderara de aquel cuerpo encantador, ni aun con el más santo de los propósitos, mucho menos guiado por el inmundo deseo de lucro.
Tanto pensé en la muchacha durante la noche, que su imagen fue lo primero que me vino a la memoria al despertarme, ya de día. Como después del almuerzo no vi a Ras Thavas, me dirigí al almacén donde estaba el pobre objeto. Allí yacía, identificado tan solo por un número 4.296-E-2.631-H. Era el cuerpo de una vieja con un rostro desfigurado y, sin embargo, a mi me pareció una visión radiante que aprisionaba un alma dormida. Aquella criatura, que tenía el cuerpo y la cara de Xaxa no era Xaxa, pues todo el ser de la otra había sido transferido a este cadáver helado. ¡Que espantoso debía ser su despertar, si es que algún día llegaba! Me estremecí al pensar en el horror que se apoderaría de la muchacha al ver el crimen perpetrado sobre ella. ¿Quién era? ¿Qué historia se encerraba en aquel cerebro muerto y silencioso? ¿Cómo había amado aquel ser de belleza tan sin igual y de rostro tan gracioso? ¿Le sacaría alguna vez Ras Thavas de su muerte aparente, mucho más feliz que cualquier despertar? La idea de este despertar me ponía frenético y, sin embargo, estaba deseando oírla hablar, ver cómo revivía su cerebro, oír su nombre, escuchar la historia de su vida feliz tan bárbaramente truncada por la mano del Destino. ¿Y si se despertara? ¿Y si se despertara y yo...?
Una mano se apoyó sobre mi hombro. Al volverme vi la cara de Ras Thavas.
—Parece que te interesa este sujeto —me dijo.
—Si, me interesa. Estaba tratando de imaginarme la reacción de este joven cerebro si se despertara al ver que la hermosa muchacha se había convertido en una mujer vieja y desfigurada.
Ras Thavas, pensativo, se pellizcó la barbilla.
—Una experiencia muy curiosa —dijo—. Veo con gusto que te interesas científicamente por los trabajos que realizo. Debo confesar que desde hace unos cien años he desdeñado las fases psicológicas de mi labor, aunque al principio las concedí una gran atención. Será muy interesante observar y estudiar algunos de estos casos. Este, en particular, tendría mucho valor para ti como estudio inicial, pues es sencillo y normal. Más tarde podrás estudiar el caso de un cerebro de hombre injertado en un cráneo de mujer, y el inverso; también hay casos interesantes de cerebros en que se han reemplazado las partes enfermas o heridas con trozos del cerebro de otro sujeto y, solamente con un propósito experimental, el de cerebros humanos trasplantados a cráneos de animales, y viceversa. Todos ellos ofrecen inmensas oportunidades para el observador. Recuerdo que en cierta ocasión injerté en la mitad de un cerebro humano la mitad de otro de mono. Hace de esto varios años y ya es tiempo de que vea cómo anda la cosa: recuerdo perfectamente que ambos están en la bóveda L-42-X, debajo del edificio 4-J-21. Ya los veremos un día de éstos. Ahora vamos a resucitar al 4.296-E-2.631-H.
—¡No! —exclamé apoyando una mano en su brazo— ¡Sería demasiado horrible!
Ras Thavas se volvió sorprendido, y una sonrisa burlona y cruel se dibujó en sus labios.
—¡Majadero! ¡Idiota sentimental! —gritó—. ¿Cómo te atreves a decirme que no?
Llevé la mano al puño de mi espada larga y contesté mirándole fijamente:
—Ras Thavas: en tu casa eres el amo, pero mientras yo sea tu huésped me has de tratar con cortesía.
Durante un momento me sostuvo la mirada; luego parpadeó.
—No te fijes en minucias —dijo.
Tomé esta respuesta por una excusa. En realidad era más de lo que yo esperaba. Pero el incidente no tuvo consecuencias desagradables: al contrario, creo que desde entonces me trató con más consideración. No obstante volvió inmediatamente a la losa que soportaba los restos mortales del 4.296-E-2.631-H.
—Prepara el cuerpo para la resurrección —me dijo— y estudia con el mayor cuidado todos los procesos de la reacción.
Diciendo estas palabras me dejó solo.
Comprendí que debía obedecerle mientras formara parte de su séquito. Estaba ya bastante familiarizado con el trabajo y, sin embargo, lo realicé con algún temor. La sangre que en otros tiempos había corrido por las venas del cuerpo encantador que Ras Thavas había vendido a Xaxa, estaba en un recipiente herméticamente cerrado sobre el anaquel colocado encima de la losa. Por primera vez hice solo lo que tantas veces había llevado a cabo bajo la mirada vigilante del viejo cirujano. Calenté la sangre, practiqué las incisiones, apliqué los tubos y añadí unas gotas de la solución que había de devolver la vida a aquel cerebro delicado, muerto desde hacía diez años. Al oprimir el botón que puso en marcha el motor destinado a enviar el líquido vivificante a las venas de la muerta, experimenté una sensación que ningún mortal había sufrido hasta entonces. Me había convertido en el dueño de la vida y de la muerte; pero en el instante en que iba a resucitar mi primer muerto, me juzgué un asesino más que un salvador. Quise ver el asunto con el ojo indiferente de la ciencia, pero fracasé del modo más lamentable. Sólo pude ver una muchacha destrozada que lloraba su hermosura perdida.
Lanzando un juramento entre dientes quise dar media vuelta, pero no pude. Y entonces, como sujeto por una fuerza externa, mi dedo se dirigió sin vacilar al botón y le oprimió. No encuentro la razón de ello, a menos de recurrir a la teoría de la doble mentalidad, que explica muchas cosas. Quizá fue mi mente subconsciente la que dirigió el acto. No sé. Lo cierto es que el motor se puso en marcha y en el recipiente de cristal empezó a bajar gradualmente el nivel de la sangre.
Sin aliento esperé al final. Pronto se vació. Detuve el motor, separé los tubos y cerré las heridas con la cinta adhesiva. El cuerpo purpúreo empezó a adquirir el tinte rosado de la vida, el pecho comenzó a subir y bajar, la cabeza se movió ligeramente y los párpados se entreabrieron. Un débil suspiro salió de sus labios crispados. Durante mucho tiempo ningún otro signo de vida se manifestó y luego, casi de repente, se abrieron los
ojos
que, brumosos al principio, comenzaron a expresar la más grande admiración. Se detuvieron sobre mí, luego se volvieron a la parte de la habitación que podía ver y, por fin, volvieron a fijarse en mí, examinándome atentamente desde la cabeza a los pies. Aún expresaban la mayor sorpresa, pero sin sombra de miedo.
—¿Dónde estoy? —Preguntó una voz chillona y áspera, la voz de una mujer vieja—. ¿Qué me ocurre en la voz? ¿Qué ha pasado? Apoyé la mano en su frente.
—Ahora no te preocupes por ello. Espera y yo te lo explicaré todo cuando estés más fuerte.
Se incorporó quedando sentada y entonces su vista recorrió la parte inferior de su cuerpo y una expresión de horror supremo crispó sus facciones.
—¿Qué me ha ocurrido? En nombre de mi primer antepasado, ¿qué me ha ocurrido?
Su voz chillona me arañaba el corazón. Era la voz de Xaxa, que ahora poseería la garganta más dulce que sólo podía armonizar con el rostro bellísimo que había robado. Me esforcé por substraerme del hechizo de aquel acento estridente para no pensar más que en el envoltorio carnal, albergue en otros tiempos del alma que ahora habitaba aquel cuerpo viejo y arrugado.
Ella extendió la mano y la apoyó con suavidad sobre la mía. La acción era hermosa y los movimientos graciosos. El cerebro de la niña dirigía los músculos; pero la ronca garganta de Xaxa no podía articular notas dulces.
—¡Dime, dime, por favor! —imploró. Por primera vez en muchos años había lágrimas en los ojos viejos—. ¡Dime! Tú debes estar enterado.
La dije todo lo que quería saber. Me escuchó atentamente, y cuando hube terminado suspiró.
—Después de todo —dijo—, ahora que ya lo sé no me parece tan horrible. Por lo menos, es preferible a la muerte.
Me alegré de haber oprimido el botón. Estaba satisfecha con vivir aunque fuera en la horrible envoltura de Xaxa. Pero no pude menos de exclamar:
—¡Eras tan hermosa!
—¿Y ahora soy muy fea? ¿Que importa eso? Este cuerpo no puede cambiarme ni hacerme distinta de como he sido siempre. En mí permanecen todas mis cualidades, buenas o malas, y puedo ser feliz en esta segunda vida y quizás hacer algún bien. Al principio me asusté porque ignoraba lo que me había sucedido: creí que había contraído alguna terrible enfermedad que me hubiera desfigurado, pero ahora que ya sé a qué atenerme, ¿qué me importa esto?
—Eres admirable. Cualquier mujer se hubiera vuelto loca de horror al perder una hermosura tan adorable como la tuya... y a ti no te preocupa.
—Si, amigo mío, me preocupa; pero no hasta el punto de arruinar mi vida por causa de ello o de ensombrecer la vida de los que me rodean. Yo he disfrutado de mi belleza y te confieso que no ha sido una felicidad del todo pura. Por causa de ella se mataron muchos hombres y por causa de ella dos grandes naciones entraron en guerra. Quizá mi padre perdió su trono y su vida. Lo ignoro porque me capturaron los enemigos cuando la guerra estaba en su apogeo. Puede que todavía continúe y los hombres se maten entre sí porque yo era demasiado hermosa. Pero ahora ninguno lucharía por mí.
—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí?
—Sí. Me trajeron anteayer.
—Anteayer, no. Hace diez años.
—¡Diez años! Imposible.
Señalé a los cadáveres que nos rodeaban.
—Has estado como esos durante diez años —la expliqué—. Hay cuerpos que llevan aquí más de cincuenta, según me ha dicho Ras Thavas.
—¡Diez años! ¡Diez años! ¡Qué no puede haber ocurrido en diez años! Es mejor que así sea. Ahora no me atrevería a volver. No quiero saber qué ha sido de mi padre y de mi madre. ¿Vas a dormirme otra vez?
—Eso depende de Ras Thavas. Por ahora mi obligación se reduce a observarte.
—¿A observarme?
—A observar tus... reacciones.
—¡Ah! ¿Y para qué puede servir eso?
—Puede hacer algún bien al mundo.
—¿Proporcionando a ese horrible Ras Thavas nuevas ideas para su cámara de tortura... sugiriéndole nuevos proyectos para extraer más dinero de los sufrimientos de sus víctimas?
—El trabajo que realiza tiene su lado bueno. El dinero que gana le permite sostener este maravilloso establecimiento donde constantemente está llevando a cabo innumerables experimentos. Muchas de sus operaciones son buenas. Ayer mismo le trajeron un guerrero con el brazo hecho astillas. Ras Thavas le proporcionó uno nuevo. También trajeron un niño loco al que Ras Thavas dio un cerebro nuevo. El brazo y el cerebro provenían de dos sujetos que murieron violentamente. Gracias a Ras Thavas estos dos cadáveres, después de morir, dieron vida y felicidad a dos desgraciados.
—Bien —dijo ella después de reflexionar un momento—. Espero que siempre serás mi observador.