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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

El Cerebro verde (5 page)

BOOK: El Cerebro verde
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—Y adiós la muestra del doctor Chen-Lhu. Adiós también a los diez mil cruceiros… —concluyó Vierho.

—Sí —dijo Martinho—. No olvidemos el porqué corremos este riesgo.

—Espero que no creas que hago todo esto por amor al arte —observó Vierho.

Y mientras, adelantó el escudo otro metro.

En los lugares donde había caído el ácido se formó una zona humeante.

—¡Ataca el magnaglass! —exclamó Vierho con asombro.

—Huele como a ácido oxálico —explicó Martinho—. Sin embargo, quizá sea más fuerte. Ahora despacio. Quiero asegurarme un buen disparo.

—¿Por qué no lo intentas con la bomba de espuma?

—Pero ¿cómo se te ocurre…?

—Ah, sí, claro, el agua.

La criatura comenzó a deslizarse hacia la derecha a lo largo de la fuente. Vierho cubrió con el escudo aquel nuevo ángulo de ataque. El bicho se detuvo y volvió sobre sus pasos.

—Espera un momento —ordenó Martinho.

Y a través del cristal estudió la cosa.

Visible en el borde de la fuente, aquella fantástica criatura se mecía de delante atrás. Se parecía al ciervo volador de igual forma que una caricatura del mismo. Su cuerpo seccionado se apoyaba en unas patas con nervaduras hacia el exterior, para terminar en unos fuertes pelos adhesivos. Las hirsutas antenas de la cabeza brillaban mojadas en los extremos.

De repente hizo surgir una trompa tubular que disparó un chorro de ácido directamente al escudo.

Martinho se encogió involuntariamente.

—Tenemos que acercarnos más. No debemos darle tiempo a que se recobre cuando le dispare.

—¿Con qué cargaste el rifle, jefe?

—Con nuestra mezcla especial de azufre diluido y sublimado corrosivo, en un cargador airecoagulante. Quiero inmovilizarle las patas.

—Algo para taparle la trompa es lo que nos haría falta —indicó Vierho.

—Vamos, viejo canoso…

Vierho se dio prisa para avanzar el escudo, cruzando el humo producido por el ácido.

Aquel ciervo volante gigantesco se movió de un lado a otro; luego se lanzó hacia la derecha siguiendo el borde de la fuente. De repente lanzó hacia ellos otro arco de ácido. Aquel líquido brilló bajo la luz de los focos. Vierho apenas si tuvo tiempo de situar el escudo en posición de ataque.

—Por la sangre de diez mil santos… —murmuró Vierho—. No me gusta acercarme tanto a ese bicho, jefe. No somos toreros.

—No es un toro, hermano, no tiene cuernos.

—Creo que preferiría que los tuviera.

—No perdamos tiempo, Vierho. Acerquémonos más, ¿eh?

Vierho aproximó el escudo protector hasta unos dos metros de la criatura.

—¡Dispara, jefe!

—Le dispararé una sola vez —explicó Martinho—. No debo estropear ese ejemplar. El doctor desea uno completo.

Y en su interior se dijo que también él lo deseaba. Apuntó el rifle contra el pequeño monstruo, pero éste brincó hacia el césped, de espaldas a la fuente. Un grito se escapó de la multitud. Martinho y Vierho se acurrucaron, observando cómo su presa danzaba hacia delante y hacia atrás.

—¿Por qué no se quedará quieto por un momento? —dijo Martinho apretando los dientes.

—Jefe, si eso pasa bajo el escudo, estamos fritos. ¿Por qué esperas? Vamos, cárgatelo.

—Tengo que estar seguro.

Fue siguiendo con el rifle los movimientos laterales y de atrás hacia delante del bicho, convertido ahora en un monstruoso insecto danzante. Procuraba desplazarse hacia la derecha. De repente se volvió y comenzó a correr alrededor del borde de la fuente, pero hacia la izquierda, parapetado tras la cortina de agua, pero los focos seguían su desplazamiento, pudiéndosele ver todavía allí.

Martinho comenzó a imaginar que aquella cosa maniobraba con el claro propósito de inducirles a que se situaran en alguna posición especial. Levantó el casco del traje protector y se limpió la frente sudorosa. La noche era cálida, y en la proximidad de la fuente existía una húmeda neblina mezclada con el fuerte olor químico del ácido.

—Vamos a tener problemas —dijo Vierho—. Si sigue tras la fuente, ¿cómo diablos vamos a echarle mano?

—Ordenaré que venga otro equipo. No resistirá al ataque de dos equipos a la vez.

Con el escudo de costado, Vierho comenzó a maniobrar alrededor de la fuente.

—Sigo opinando que deberíamos utilizar el camión —sugirió Vierho.

—Es demasiado grande y pesado. Además, el camión asustaría al bicho y éste podría lanzarse entre la multitud. De esta forma creerá que sólo nos tiene a nosotros como enemigos.

El gigantesco insecto aprovechó aquel momento para lanzarse hacia ellos, detenerse y arrastrarse de nuevo hacia atrás. La trompa apuntaba al escudo, que ofrecía un buen blanco. La cortina de agua se interponía entre los atacantes y el bicho, impidiendo que Martinho efectuase un disparo eficaz.

—La brisa sopla a nuestras espaldas, jefe —informó Vierho.

—Sí, ya lo sé. Esperemos que esa cosa no dispare sobre nuestras cabezas. El viento haría que el ácido nos cayera en la espalda.

El pequeño monstruo se retiró a una zona en que la estructura superior de la fuente le cubría de los focos.

—Jefe, presiento que eso no va a quedarse ahí mucho tiempo.

—Sujeta firme el escudo —ordenó Martinho—. Deberíamos dejar la plaza. Si se le ocurre lanzarse hacia la muchedumbre, puede herir a más de uno. Utiliza la linterna y deslúmbrale. Si consigues que se desplace hacia la derecha, intentaré dispararle. ¿Tienes alguna idea mejor?

—Al menos intentemos atraerle hasta aquí. No estarías tan cerca y…

Todavía en la sombra, el insecto se apartó de la fuente y se dirigió hacia el césped. Vierho le apuntó con la linterna, bañando a aquella criatura con un resplandor blanco azulado.

—¡Oh, Dios! Jefe, ¡dispara!

Martinho dispuso el rifle para disparar eficazmente, pero la ranura del escudo se lo impidió. Soltó una maldición y echó mano de los controles, pero antes de que pudiera cambiar de posición el escudo, una sección del césped se levantó tras el insecto, a pleno resplandor de la linterna y los proyectores.

Una forma negruzca, que parecía tener tres cuernos en la cabeza, surgió parcialmente del agujero, emitiendo un extraño rugido.

El insecto se lanzó rápidamente al agujero y desapareció en él.

Los gritos de la multitud, mezcla de rabia, temor y excitación, llenaban la gran plaza. En medio de aquellos ruidos Martinho pudo escuchar a Vierho rezando en voz baja:

—Santa María, Madre de Dios…

Martinho intentó empujar el escudo hacia el agujero por donde había desaparecido el monstruoso insecto, pero se lo impidió la maniobra contraria e instintiva de Vierho que le retenía. El escudo se retorció sobre sus ruedas, exponiéndoles a la forma negra aparecida en el sumidero y que todavía sobresalía casi medio metro sobre el césped. Martinho pudo ver claramente, a la luz de los focos, que aquella cosa gigantesca se parecía a un ciervo volante más grande que un hombre y con tres cuernos en la cabeza.

Desesperadamente, Martinho sacó el rifle de la ranura del escudo y lo apuntó hacia el monstruo cornudo. Descargó toda la carga sobre la monstruosa criatura allí presente. La mistura venenosa del butilo cayó sobre ella, envolviéndola por completo.

Distorsionada su estructura por la mezcla recibida, el monstruo cornudo vaciló. Después se alzó del agujero y emitió un rugido áspero que se oyó claramente por toda la plaza. La muchedumbre guardó un completo silencio al sobresalir en toda su altura el extraño monstruo, de torso queratinoso como un enorme escarabajo, brillando y mostrando unos colores verdes y negros, y que cuando menos resultaba tan alto como un hombre.

Martinho escuchó un ruido succionante y extraño, semejante al sonido de los surtidores de la fuente con los que parecía competir.

Cuidadosamente, apuntó con el rifle a aquella cabeza cornuda y le vació otra descarga completa. Aquella criatura pareció disolverse hacia atrás, en el agujero, con sus fantásticas extremidades luchando contra el veneno recibido.

—Jefe, larguémonos de aquí cuanto antes —suplicó Vierho—. Por favor, jefe. —Y con el escudo comenzó a forzar a Martinho a que retrocediera.

Martinho introdujo otra carga en el rifle rociador y se hizo con una bomba de espuma. Se sintió vacío de toda emoción, excepto de la idea de matar a aquel monstruo. Pero antes de que pudiera mover la mano para lanzar la bomba de espuma, notó que algo se cernía sobre el escudo, y miró hacia arriba. Procedente de aquella negra criatura enterrada en el agujero, salía un compacto chorro de líquido que caía sobre el escudo.

—¡Corre! —urgió Vierho.

Arrastrando el escudo, recularon hasta quedar fuera de su alcance. Martinho miró hacia atrás. Sintió a Vierho temblando tras él. Aquella cosa negra del agujero iba hundiéndose lentamente. Era lo más amenazador con que Martinho se enfrentara en toda su vida. Los feroces movimientos del bicho cornudo indicaban el deseo de volver al ataque, aunque al final desapareció de la vista, y la sección del césped que se había levantado se cerró tras él.

Como si aquello fuese una señal, la multitud se desató en un griterío, y Martinho, aun sin poder oír bien las palabras, advirtió que un sentimiento general de miedo llenaba el ambiente.

Se echó hacia atrás el casco protector y escuchó palabras sueltas y alguna frase entera: «¡Es como un escarabajo monstruoso!». «¿Has oído lo que dicen en el puerto?». «¡Podría quedar infectada toda la región!», «… en el convento de Monte Ochoa… el orfanato…».

Pero la pregunta dominante en toda la plaza era la de: «¿Qué era? ¿Qué era eso? Dime, por favor, ¿qué era?».

Martinho sintió a alguien a su derecha. Salió del escudo y vio a Chen-Lhu mirando fijamente el lugar donde había desaparecido aquella cosa en forma de escarabajo. Ni el menor signo de Rhin Kelly.

—Bien, Johnny. ¿Qué era eso?

—Tenía el aspecto de un gigantesco ciervo volante —repuso Martinho, sorprendiéndose él mismo del tono calmoso de su voz.

—Era casi tan alto como un hombre —murmuraba Vierho—. Jefe…, esas historias de Serra dos Pareéis…

—He oído a la gente hablar de Monte Ochoa, de la zona marítima y algo de un orfanato —dijo entonces Martinho—. ¿Qué sabe usted de todo eso?

—Rhin fue a investigar —repuso Chen-Lhu—. Hay informes preocupantes. He ordenado que la gente se marche a sus hogares.

—¿Cuáles son esos informes preocupantes?

—Parece ser que se ha producido una especie de tragedia en la zona marítima, y nuevamente en el convento de Monte Ochoa y en el orfanato.

—¿Qué clase de tragedia?

—Eso es lo que Rhin Kelly está investigando.

—Ya lo vio usted ahí en el césped —dijo Martinho—. ¿Creerá ahora los informes que le hemos estado mandando durante meses?

—He visto un autómata lanzador de ácido y a un hombre vestido de ciervo volante —repuso Chen-Lhu—. Tengo curiosidad por saber si usted formaba parte de ese fraude.

Vierho masculló una sorda maldición.

Martinho tuvo que contenerse para no estallar en cólera.

—Pues a mí no me parecía ningún hombre disfrazado.

Y meneó la cabeza. No quería que la agitación le obnubilase la mente. «Los insectos no podían tener semejante tamaño. Las fuerzas de la gravedad…». Nuevamente meneó la cabeza. «Entonces, ¿qué era aquello?».

—Cuando menos deberíamos conseguir muestras del ácido arrojado sobre el césped —sugirió Martinho—. Y que se investigue ese agujero.

—He mandado a por nuestra Sección de Seguridad —dijo Chen-Lhu.

Se volvió, pensando en como redactaría el informe que debería enviar a sus superiores de la OEI, y también el informe para su propio Gobierno.

—¿Vio usted cómo pareció disolverse hacia el agujero cuando le alcancé con el rociador? —preguntó Martinho—. Ese veneno es sumamente doloroso, doctor. Sin duda un hombre habría gritado.

—Un hombre enfundado en ropas protectoras —repuso Chen-Lhu, sin volverse. Pero comenzó a pensar en Martinho. Parecía genuinamente perplejo. No importaba. Todo aquel incidente iba a resultar muy útil, según vio Chen-Lhu entonces.

—Pero regresó al agujero —opinó Vierho—. Usted pudo verlo. Volvió.

A sus oídos llegó un violento rumor procedente de las personas obligadas a despejar la gran plaza. Pasó junto a ellos como algo que lleva el viento. Martinho se volvió, fijándose en la multitud.

—Vierho —ordenó.

—Sí, jefe…

—Tráete las carabinas de proyectil explosivo del camión.

—En seguida, jefe.

Vierho se dirigió de prisa hacia el camión de los bandeirantes, rodeado por algunos de ellos y ahora situado en una zona abierta de la plaza. Martinho reconoció a algunos de los hombres; los de Alvarez estaban en mayor número, pero también se veían bandeirantes de Hermosillo y Junitza.

—¿Qué pretende hacer con esos proyectiles explosivos? —preguntó Chen-Lhu.

—Voy a echar un vistazo dentro de ese agujero.

—Mis hombres de la Seguridad pronto estarán aquí. Esperaremos a que vengan.

—Voy a entrar ahora.

—Martinho, le estoy diciendo que…

—Usted no pertenece al Gobierno de Brasil, doctor. Tengo autoridad de mi Gobierno para una tarea específica. Y esa tarea tengo que llevarla a cabo allí donde…

—Martinho, si destroza usted esa evidencia…

—Doctor, usted no estaba aquí encarándose con esa cosa. Estaba bien seguro allá lejos mientras yo me ganaba el derecho a mirar en ese agujero.

El rostro de Chen-Lhu se puso lívido de cólera, pero hizo un esfuerzo para controlar su voz. Lo pensó bien y dijo:

—Bien, entonces iré ahora con usted.

—Como guste.

Martinho miró por toda la plaza. Estaban sacando las carabinas por la parte trasera del camión. Vierho las comprobaba y luego las depositaba sobre el césped. Un negro alto y barbudo, con un brazo en cabestrillo, estaba junto a Vierho. El negro vestía el uniforme de simple bandeirante con el emblema dorado del rociador en el hombro izquierdo. Sus facciones estaban alteradas por el dolor.

—Allí está Alvarez —dijo Chen-Lhu.

—Sí, ya le he visto.

Chen-Lhu miró a Martinho, adoptó una sonrisa sibilina y adaptó el tono de su voz a su expresión.

—Johnny…, no luchemos entre nosotros. Usted sabe por qué la OEI me ha enviado al Brasil.

—Lo sé. China ya ha llevado a término la operación de sus insectos. Y ello gracias a usted.

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