—Felipe, tu lealtad a ese rey que apenas conocemos nos traerá problemas —escuchó un día Francisco decir a su madre, preocupada por la implicación de su marido en los asuntos políticos.
—No se trata de lealtad a un desconocido, sino de la dignidad de todos nosotros, Teresa. No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras gobernantes de media Europa piensan en conquistar nuestras tierras y convertirnos en súbditos, sin tan siquiera conocer nuestro idioma.
—¿Es que acaso Felipe de Borbón tiene alguna noción de España?
—Puede que el francés no sea el mejor, quién sabe, pero al menos fue la voluntad del difunto Carlos II que le sucediese. Y los deseos de un moribundo, para mí, van a misa.
Desde entonces, la cercanía y complicidad existente entre padre e hijo comenzó a evaporarse. Felipe Barranco se desvivió por la guerra. El eco de sus pasos sobre el suelo de madera crujiente, a cualquier hora de la noche en que era atacado por el insomnio, provocaba la inquietud de Francisco. De día, luchaba por recabar los impuestos que Felipe V necesitaba para la subsistencia de sus ejércitos, por reclutar vecinos, por publicar las listas de levas, antes de que muchos de ellos huyesen para escapar de la obligación de enfrentarse a la muerte. Formó grupos de voluntarios, pobremente armados, para impedir que los regimientos de uno y otro bando, en su avance y defensa de Madrid, se refugiaran en el pueblo, usurpando sus víveres y sembrando el terror entre mujeres y niños.
Una desgraciada mañana, un oficial austriaco que amenazaba con cruzar por Morata de Tajuña al frente de su pelotón le exigió el pago de un doblón de a ocho por desviar la ruta de sus soldados.
Plantado en el camino de entrada hacia la plaza Mayor, secundado por sus escasos seguidores, Felipe Barranco se negó. Un fuerte golpe en la cabeza con la culata de un fusil enemigo fue la respuesta. Tres días después moría, sin haber recuperado la conciencia. Francisco sólo recordaba de aquel trágico suceso la cara bañada en sangre de su progenitor, desplomado en el suelo, y los desgarrados llantos de su madre.
La guerra trajo consigo el abandono de la agricultura. Años de malas cosechas y una plaga de langosta hizo el resto. El campo quedó yermo. La viuda de Felipe Barranco y su hijo Francisco pronto se vieron en la ruina. Hubo que liquidar la herencia que habían recibido: las tierras arrendadas, aquellos lujosos muebles que adornaban las piezas principales del hogar y las pocas pertenencias que aún conservaban del difunto; un Cristo de marfil, una escribanía de plata, un bastón con empuñadura de bronce, una peluca de largos rizos blancos «a la moda» y una biblioteca de setenta y dos volúmenes, que fue vendida a un tratante de viejo, a pesar de constar en el testamento que habría de ser para Francisco cuando alcanzara la mayoría de edad.
Teresa Salado contemplaba la idea de volver a casarse, pero la guerra había dejado tantas viudas, que se hacía difícil encontrar un hombre soltero, y mucho menos un buen partido. Obligada a buscar sustento, halló empleo en uno de los batanes de paños que funcionaban en Morata junto a la ribera del río. Su poca costumbre de trabajo y la humedad del recinto empezaron por destrozar sus manos y continuaron por enfermar sus pulmones. Apenas ganaba unos reales, insuficientes para sostener su casa y alimentar y educar a su hijo adolescente.
—Madre, no quiero verte pasando más penalidades. No sé bien qué puedo hacer, pero creo que tengo edad suficiente para ayudarte y trabajar por ti —había dicho Francisco un día, sin saber realmente el alcance de su propuesta.
Hacía un año ya que la guerra había terminado. La circulación de monedas de nuevo cuño con la efigie de Felipe V anunciaba en todos los confines de España la consolidación del reinado. Una mañana de invierno, tan soleada como fría, Francisco se despertó temprano a la llamada de su madre, que le hizo vestir sus mejores ropas, calzón corto y chaquetilla de recio paño marrón, camisa de lienzo y gruesas medias blancas, zapatos de lengüeta alta y hebilla de metal; todo algo polvoriento y estrecho, por la falta de uso y el tiempo transcurrido desde que fue utilizado por última vez.
—¿Adónde vamos, madre? —trató de indagar, con la inquietud reflejada en su rostro adormilado.
Un prolongado silencio como respuesta, mientras le ayudaba a calzarse, fue suficiente indicio para imaginar que algo trascendente iba a ocurrir.
—No preguntes, hijo —contestó lacónicamente. El mutismo medió nuevamente entre ellos. Teresa lo agarró después con ternura por los hombros y frente a frente, con la zozobra marcada en el gesto, continuó—: Hoy debes limitarte a seguirme y no protestar.
Aquí ya no queda nada de provecho para nosotros… Está decidido… No hay otra posibilidad —fue toda la explicación que supo ofrecerle.
Francisco se encontró subido a la parte trasera de una carreta, en cuyo pescante manejaba las riendas de dos mulas un viejo labriego, amigo de la familia. Teresa, sentada al frente, sin volver la vista atrás, se había vestido con la modestia que últimamente acostumbraba, toquilla de lana roja a los hombros, larga falda y corpiño de paño verde, que dejaban entrever sencillas enaguas y camisa de lino. El resto de sus pertenencias habían quedado en el hogar. Envueltas en un hatillo de tela iban sólo un par de camisas de mujer y de niño, por si hiciera falta cambiarse en los siguientes días. En otro, una hogaza de pan, tocino y queso, para matar el hambre durante el trayecto. Sentado en el borde de la carreta, con las piernas alegremente colgando, Francisco prefería no pensar en el destino de su viaje, mientras avanzaban lentamente por la senda escarchada que transcurría paralela al río. Hacia el mediodía, después de recorrer el último tramo del camino adentrándose entre montes de encinas, la marcha tocó a su fin en un insólito paraje urbano.
Era el lugar conocido como Nuevo Baztán.
—¡Aguarda tu turno, muchacho! ¡Usted, mujer, agarre a su chico y no estorben por este lado! ¡La fila para la lista de empleos comienza en la esquina de aquella casa, por el lateral del palacio! —fue el agrio recibimiento que un oficial de Juan de Goyeneche dedicó a los recién llegados.
Tras despedir al carretero que los trasladó desde Morata y echarse al hombro los parcos hatillos, con el cuerpo entumecido por las horas de viaje y aturdidos por la novedad del lugar, pretendieron orientarse paseando por esas calles, nuevas, espaciosas y rectas, como tiradas a cordel, que componían Nuevo Baztán.
Teresa Salado había escuchado muchas veces a su esposo referirse a la inteligencia de este navarro, Juan de Goyeneche, rico de nuevo cuño, de fulgurante carrera en la corte, propietario y constructor de esta singular población. De cada ida y venida a Madrid traía noticias sobre sus recientes actividades. Lo admiraba porque hubiera querido parecerse algún día a él. Goyeneche, también hidalgo de poco lustre, había llegado a la capital del reino muy joven, en busca de fortuna. La protección de sus compatriotas navarros ya afincados en Castilla y del conde de Oropesa, primer ministro de Carlos II, favoreció su entrada en la administración de la Corona. Su habilidad contable y su particular capacidad de generar confianza le auparon en poco tiempo al puesto de tesorero de las cuentas secretas de los reyes. Goyeneche era un hombre moderno; un pionero de la mentalidad financiera. Se había hecho afín a un grupo de intelectuales llamados los Novatores, y pensaba, como ellos, que España necesitaba una reforma profunda para salir de su decadencia. La creación de fábricas, nuevas oportunidades de negocio y trabajo, era una de las vías para conseguirlo.
A diferencia de Felipe Barranco, Goyeneche había sabido aprovechar la guerra en su favor. Tras jurar lealtad al francés Felipe V como vasallo, se convirtió casi en su dueño, al ser su principal prestamista. Sin él, las pretensiones del nuevo rey hubieran muerto por falta de caudales. El pago a sus adelantos pecuniarios fue la concesión de monopolios y contratas en el suministro de las tropas; desde uniformes para las de tierra, hasta mástiles, brea y alquitrán para las de Marina.
Goyeneche parecía no tener miedo al fracaso. Su negocio más original tuvo que ver con la tinta y el papel. Se hizo empresario periodístico al comprar a perpetuidad el privilegio de edición de
La Gaceta de Madrid,
aquel escueto noticiario de dos hojas, en el que se publicaban las primicias del gobierno y la familia real, y se vendía los martes en la Puerta del Sol. Francisco había tenido oportunidad de ojear alguna vez esas cuartillas de letra menuda que su padre guardaba como testigo de sus viajes a la corte. Enseguida fueron perceptibles las mejoras del periódico, comentadas en privado por Felipe Barranco, a quien no dejaba de sorprender la capacidad innovadora de Goyeneche, que había convertido en rentable un negocio de imprenta hacía tiempo agotado. El hecho de tener ya corresponsales en el extranjero y necesitar de segundas ediciones cuando las noticias eran importantes daba fe de ello.
La más ambiciosa de sus empresas, sin embargo, iba a ser la puesta en marcha de esta villa industrial, erigida de la nada. Donde antes había campo, ahora se levantaba un conjunto ordenado de edificios destinados a fábricas y casas de artesanos, a los que no iban a faltar hospital, escuela, hermosas plazas para el mercado o la diversión, iglesia donde santificar las fiestas y la referencia omnipresente del palacio señorial de su patrono.
Una legión de operarios se afanaba en la construcción de un pabellón de viviendas. Unos transportaban en carretilla los bloques de buen granito despiezado y vigas de la mejor madera, mientras otros, subidos en lo alto de los muros, alineaban las piezas con precisión. Un intendente vigilaba la perfecta ejecución de las tareas, tal como había exigido Goyeneche a José Benito de Churriguera, el arquitecto responsable de la planificación del proyecto.
—Churriguera, bien sabes lo que me impacienta la lentitud de los trabajos. ¿Cuándo consideras que estará todo terminado? No soporto las interferencias que la albañilería causa al buen funcionamiento de mis manufacturas. El maestro tejedor que ha llegado de Francia se queja del polvo que se impregna en los paños. ¿Has pensado ya en la disposición de los desagües? ¿Qué opinas tú, Flores, del estilo que debe darse a los balcones? ¿Me has traído algún modelo de cerraja para la iglesia?
Goyeneche había llegado en esos días a Nuevo Baztán para inspeccionar la marcha de la gran obra de su vida. Lo hacía con frecuencia para supervisar personalmente los asuntos en los que se jugaba el dinero. Provisto de larga peluca blanca, al estilo francés, buena casaca y calzón de terciopelo oscuro, camisa de puños y gorguera de fino encaje, su figura señorial, erguida y altanera de pura inteligencia, era ya familiar entre los nuevos vecinos de la población. Cada uno de ellos sentía admiración y agradecimiento por este proverbial empleador. Ese día venía acompañado de su arquitecto de cabecera, Churriguera, y del cerrajero del rey, José de Flores, a quien Goyeneche había encargado la obra de hierro del palacio, previo permiso especial del soberano, a quien debía la exclusividad de su oficio.
—Señor, ese pabellón estará terminado en un mes. Sólo faltará la contrata de carpintería y el solado de barro interior. Os recuerdo que el retraso se ha debido a las mejoras que su señoría quiso introducir en el ancho de los muros —apuntaba Churriguera, pretendiendo desplegar los planos en el aire para mostrarlos a su mecenas.
—Me permito sugerir que rejas y balcones se hagan sencillos, al estilo del real alcázar. Barrotes lisos con ligeros recalcos y balaustres amazorcados, que no estorben a los adornos que nuestro amigo Churriguera ha diseñado para la cantería —explicaba el cerrajero Flores, sosteniendo en su mano barras de pulcro hierro prestas a servir como modelo.
—Bien. Acelerad ambos vuestra parte del proyecto. Mis fábricas deben estar pronto a pleno rendimiento, si es que quiero dar cobijo a esa pobre gente que huye de la miseria de la guerra. Todos creen que puedo darles casa y empleo.
—Os conozco bien, señor. Estoy seguro de que podríais, si ese fuera vuestro propósito —dijo el arquitecto.
—Vienen de camino otras tantas familias de Flandes y Portugal. No sé cómo manejaremos este galimatías. Maestros franceses habrán de enseñar y hacerse entender por navarros y castellanos…
Pretendo que haya disciplina, orden y buen hacer. El rey espera que nuestro suministro de paño para los uniformes del ejército pronto sea lo suficiente para prescindir de costosas importaciones.
—¿Os habéis planteado instalar alguna manufactura de metales? —preguntó Flores.
—Quién sabe. Bien pudiera ser, pero de momento son suficiente negocio los telares de paños y la fábrica de sombreros que ya funcionan, además de las de aguardientes y vidrios finos que proyectamos. Serán mis hijos, Javier y Miguel, quienes en el futuro tendrán que manejar todo esto.
—Buena herencia les dejáis —añadió Churriguera.
—Sí, no hay duda. Pero dada su corta edad, aún es pronto para evaluar sus cualidades, y a fe que es grande quebradero de cabeza el que voy a legarles. Dios quiera que sean hombres de ley, hábiles con el dinero y leales a la Corona. Cualquier tiempo venidero será mejor que éste.
A un lado, apartado del trasiego de gente que deambulaba dispersa por las calles de Nuevo Baztán, Francisco escuchaba con atención las explicaciones de su madre, que intentaba convencerle de las razones de este viaje. En su desesperación por el fracaso en sostener la precaria economía familiar, Teresa anhelaba que Francisco emprendiera su propio camino en la vida, aprendiendo aquí un oficio artesano que le diera un porvenir y le hiciera un hombre. Teresa jamás hubiera pensado en someterle, como hijo de un caballero letrado que era, a la humillación de rebajar su estrato social al de los trabajos manuales. Pero dada la situación, confiaba en que obtendría sustento más inmediato por la fuerza de las manos que por el intelecto. Quizás podría llegar algún día a ser un reputado maestro, capaz de transformar viejos prejuicios.
Obedecieron mansamente la orden de respetar la fila donde hombres, mujeres y niños esperaban, con el ansia en la mirada, su turno para ser inscritos en el pliego de candidatos a recibir ocupación en las fábricas de Goyeneche. Con áspera parsimonia, como en un improvisado despacho al aire libre, sentado en una silla de nogal de alto respaldo y una sobria mesa de patas torneadas, un viejo secretario garabateaba los nombres, apellidos y rasgos físicos, junto a las habilidades manuales que cada cual reivindicaba para merecer el acomodo. Familias enteras aspiraban a iniciar una nueva vida. Con el corazón compungido, Teresa rezaba para que su hijo fuera admitido como aprendiz de alguno de los maestros de oficios que habían llegado del extranjero. Francisco era consciente de la angustia de su madre por la fuerza con que le agarraba de la mano.