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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (20 page)

BOOK: El círculo
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El interior estaba dividido en dos por una invisible frontera. A la izquierda había un espacio de bar, con un mostrador y varias mesas, y a la derecha, un espacio multimedia, que recordaba una peluquería con su hilera de salones. Frente a las pantallas, dos clientes hablaban por los micros de unos cascos. Servaz los observó como si Julian Hirtmann pudiera encontrarse entre ellos. La mujer de detrás del mostrador —«Fanny», según la etiqueta que tenía prendida en el pecho— lucía una somera sonrisa y un buen escote. Espérandieu le enseñó su tarjeta y le preguntó si se encontraba allí el día anterior en torno a las seis de la tarde. Ella se volvió entonces hacia el fondo de la sala y llamó a un tal Patrick, que se puso a rezongar y se tomó su tiempo para acudir. Era un corpulento individuo de unos treinta y pico años, vestido con camisa blanca arremangada y pantalones negros. Al ver la recelosa mirada que les dedicó a través de las gafas, Servaz lo catalogó en la categoría de «poco cooperativo». Patrick tenía unos ojillos claros y fríos y una expresión de terquedad.

—¿De qué se trata? —preguntó.

Espérandieu se acercó, enseñando de nuevo su tarjeta. Servaz prefirió mantenerse en un segundo plano. Su ayudante era un
geek
, una persona muy familiarizada con el universo cibernético, mientras que a él aquella avasalladora moda de los teléfonos móviles, las redes sociales y las tabletas le causaba alergia. Espérandieu, además, no tenía pinta de policía.

—¿Es usted el dueño?

—Soy el gerente —rectificó prudentemente el gordo individuo.

—Ayer por la tarde, hacia las seis, se envió cierto
e-mail
desde aquí. Querríamos saber si se acuerda de la persona que lo mandó.

El gerente enarcó las cejas por encima de las gafas, dirigiéndoles una mirada que significaba: «¿Y tú que crees, hombre?».

—Todas las tardes pasan por aquí unas cincuenta personas. ¿Cree que yo estoy detrás de ellas mirando lo que hacen?

Espérandieu y Servaz llevaban la foto del suizo, pero habían decidido no mostrarla porque si el hombre reconocía al asesino en serie que había salido varias veces en la portada de los periódicos, era probable que se lo contara a todo el mundo y la noticia de que estaba en Toulouse y se entretenía enviando
e-mails
a la policía saldría en la prensa en menos tiempo del que tarda Usain Bolt en recorrer una pista de cien metros.

—Un tipo muy alto y delgado —describió Espérandieu—. De unos cuarenta y tantos años… Quizá llevaba peluca. Quizá le llamara la atención por algún tipo de comportamiento algo… raro. Una persona que hablaba tal vez con un ligero acento extranjero.

El gerente desplazaba la vista de uno a otro en un constante vaivén, como un espectador de Roland-Garros, con cara de considerarlos unos estúpidos totales.

—¿Un tipo con peluca y acento extranjero? ¿Es una broma? Eso son muchos «quizá», ¿no les parece? No me dice nada, no.

Luego pareció acordarse de algo.

—Un momento…

Advirtió sus miradas y calló de repente. Los ojillos de color azul claro descolorido brillaron detrás de las gafas y Servaz comprendió que el hombre se deleitaba agudizando su interés y su impaciencia.

—Sí, vino alguien, ahora que lo dicen…

Sonrió, fingiendo rememorar, y aguardó su reacción. Servaz notó cómo crecía su exasperación.

—Tienen un bonito bar —comentó Espérandieu como si no le interesara seguir con el asunto—. ¿La red local que usan es wifi?

El hombre pareció desconcertado por aquel repentino desinterés, pero halagado por los elogios dirigidos al local.

—Eh… no, he mantenido la conexión por cable… Con treinta ordenadores, hasta el mejor router wifi se satura pronto, por los juegos en red sobre todo.

Espérandieu asintió con ademán aprobador.

—Mmm… Sí, claro. ¿Así que vino alguien?

Esa vez, el gerente sintió la necesidad de reavivar un poco su entusiasmo.

—Sí, pero no el tipo que me ha descrito. Una mujer…

Los dos policías manifestaron un interés casi nulo.

—¿Y qué relación tiene con el hombre que buscamos?

El gerente volvió a sonreír.

—Ella me dijo que ustedes vendrían… Me dijo que unos tipos vendrían a verme para hacerme preguntas sobre un
e-mail
que ella había enviado, pero no me dijo que serían de la policía.

Bingo. Servaz y Espérandieu concentraban de nuevo toda su atención en él, expectantes.

—Y eso no es todo…

«Será imbécil…», pensó Servaz. Como aquello durara un minuto más, lo iba a agarrar por el cuello y le iba a hacer tragar algo.

—Dejó esto…

Lo miraron mientras se desplazaba a la parte posterior del mostrador y abría un cajón para coger algo. Un sobre.

Servaz sintió un escalofrío en la columna. Patrick tendió el sobre de papel de estraza a Espérandieu, que se había puesto ya unos guantes.

—¿Quién lo ha tocado aparte de usted?

—Nadie.

—¿Está seguro?

—Sí. Fui yo quien lo cogió y lo guardó ahí.

—¿Tiene un abrecartas? ¿O unas tijeras?

Después de buscar en un cajón, el hombre le tendió un cuchillo para el pan. Espérandieu abrió con cuidado el sobre y hundió dos dedos en el interior. Servaz observó cómo la mano enguantada sacaba un disco metálico, brillante, entre el índice y el pulgar. Espérandieu lo examinó por ambas caras. El disco era virgen: no tenía ninguna inscripción ni huella digital.

—¿Podemos leerlo? —preguntó al gerente.

El hombre les mostró los ordenadores alineados en el espacio multimedia.

—No, aquí no. En un sitio más discreto.

Patrick volvió a pasar al otro lado de la barra y tiró de una cortina roja. Detrás había un exiguo cuarto sin ventana, lleno de cajas de material informático y botellas, con una vieja cafetera averiada y, en un rincón, un escritorio con un ordenador y una lámpara.

—La mujer que le entregó el sobre, ¿iba sola? —preguntó Servaz.

—Sí.

—¿Qué impresión le causó? Patrick reflexionó un instante.

—Era bonita, me acuerdo. Aparte de eso, más bien austera… Ahora que lo dicen, me dio la sensación de que llevaba una peluca, sí…

—¿Y le pidió que nos diera eso? ¿Por qué no llamó a la policía?

—Porque en ningún momento se habló de policía ni de nada que fuera ilegal. Ella me dijo solo que varias personas vendrían a hablarme de ella y que tenía que darles este sobre.

—¿Y por qué aceptó? ¿No le pareció un poco sospechoso?

—Es que iba acompañado de dos billetes de cincuenta —confesó el hombre con una gran sonrisa.

—Pues aún resulta más sospechoso ¿no?

Patrick optó por callar.

—¿No le llamó la atención ningún otro detalle aparte de la peluca?

—No.

—¿Tienen una cámara de vigilancia?

—Sí, pero solo se activa por la noche, una vez que se ha cerrado el local, a partir de un detector de movimiento.

El gerente pareció regocijado ante la visible decepción de Servaz. Por lo visto, no le preocupaba mucho la suerte de sus conciudadanos, aunque sí era muy quisquilloso para no facilitar mucho la labor de la policía. Seguramente era un lector de George Orwell, de las teorías sobre el Gran Hermano, convencido de que su país era un estado policial.

—¿Aún tiene los billetes?

—No —contestó, sonriente, el hombre—. El dinero circula rápido aquí.

Servaz miró a su ayudante, que se inclinaba hacia un ordenador. El gerente no se movía.

—¿Quién es ese tipo al que buscan?

—Puede retirarse —le dijo Servaz, muy sonriente—. Le llamaremos si lo necesitamos.

Patrick los miró de arriba abajo antes de encogerse de hombros y dar media vuelta. Una vez que se halló del otro lado de la cortina, Espérandieu introdujo el disco en el aparato. Una ventana se abrió en la pantalla y el programa de lectura se puso en marcha de forma automática.

Servaz se tensó de manera instintiva, pensando en qué podía ser. ¿Un mensaje de Hirtmann? ¿Un vídeo? ¿Y quién sería esa mujer de la que hablaba el gerente? ¿Una cómplice? Servaz reparó en el oscuro triángulo que formaba el sudor en la camiseta de su ayudante, que no se debía tan solo al calor que reinaba en el cubículo. De la sala llegaba un guirigay de voces amortiguadas.

El silencio se eternizaba, quebrado tan solo por la crepitación de la electricidad estática de los altavoces. Espérandieu había subido el volumen.

De repente, una música terrorífica brotó con violencia de ellos, a la manera de un disparo.

—¡Joder! —exclamó Espérandieu, precipitándose para bajar el sonido.

—¿Qué es eso? —preguntó Servaz, con el corazón desbocado, mientras seguían sonando, ya más bajos, aquellos horrendos ruidos.

—Marilyn Manson —respondió Espérandieu.

—¿Hay gente que escucha esto?

Espérandieu no pudo reprimir una sonrisa, pese a la tensión. La canción continuó hasta el final. Aguardaron unos segundos más y la lectura se interrumpió.

—Se ha acabado —constató Espérandieu, mirando el cursor de la pantalla.

—¿No hay nada más?

—No, eso era todo.

En la cara de Servaz, la inquietud había dado paso a la perplejidad y a la decepción.

—¿Tú qué crees que significa?

—No sé. Salta a la vista que se trata de una broma. De lo que no cabe duda es de que no era Hirtmann.

—No.

—Entonces tampoco fue Hirtmann el que te envió ese
e-mail
.

Servaz captó enseguida la indirecta.

—Creéis que estoy paranoico, ¿verdad? —replicó con enojo.

—Escucha, cualquiera podría estarlo. Ese chalado anda libre por ahí. Toda la policía de Europa lo busca, pero nadie ha encontrado el menor indicio. Por lo que sabemos, podría estar en cualquier sitio. Además, ese loco se confió a ti antes de desaparecer.

Servaz miró a su ayudante.

—En todo caso, yo estoy seguro de algo…

En el momento en que las pronunciaba, tomó conciencia de que aquellas palabras podían ser aprovechadas como un argumento de más para tildarlo de paranoico.

—Un día u otro, ese chiflado va a volver a aparecer.

18
SANTORINI

Irène Ziegler bajó la vista para mirar el buque fondeado en la caldera, cien metros más abajo. Desde allí, el gran barco parecía un precioso juguete blanco. El mar y el cielo tenían un intenso azul casi artificial, que contrastaba con el blanco cegador de las terrazas, el ocre rojo de los acantilados y el negro de los islotes volcánicos que despuntaban en el centro de la bahía.

Después de tomar un sorbo de dulzón café griego, dio una larga calada a su cigarrillo. Eran las once de la mañana y ya hacía calor. Abajo, al pie del acantilado, un ferry depositaba su contingente de turistas. En una terraza cercana, una pareja de ingleses tocados con sombreros de paja escribía postales.

En otra, un hombre de unos treinta años le dirigió un discreto saludo amistoso sin parar de hablar por teléfono. De estatura mediana, porte atlético y rasgos marcados, vestía pantalón corto blanco y camisa azul deportiva pero cara. Llevaba un reloj Tag Heuer en la muñeca y tenía una incipiente calvicie. Era un agente de bolsa alemán, soltero y forrado de dinero. Lo había visto volver varias veces al hotel bastante achispado, en compañía de una chica distinta en cada ocasión. Con una tarifa de 225 euros por noche en temporada baja, el hotel recibía una clientela acomodada. Por suerte, no era ella, con su sueldo de gendarme, la que había pagado la habitación.

Le respondió y se levantó. Llevaba una camiseta sin mangas de color rojo anaranjado y una falda blanca de tela ligera. Una suave brisa marina combatía el naciente calor, pero aun así sentía un hilillo de sudor que resbalaba por su espalda.

—No te muevas —le dijo alguien al oído cuando entró por la puerta de vidrio.

Ziegler se sobresaltó. La voz estaba cargada de amenaza.

—Si haces el menor gesto, te vas a arrepentir.

Notó que le ataban las muñecas por la espalda y se le erizó la piel de los brazos a pesar del calor. Después se le oscureció la visión cuando le taparon los ojos con una venda.

—Camina hasta la cama. No intentes nada.

Obedeció. Luego una mano la empujó y la hizo caer sin miramientos de bruces contra la cama. A continuación, le retiró la falda y el bañador.

—¿No es un poco temprano para eso? —preguntó ella, con la cara pegada a las sábanas.

—¡Cállate! —le ordenó la voz, antes de soltar una carcajada ahogada—. Nunca es demasiado pronto —añadió la voz, en un francés con un leve acento eslavo.

Se vio obligada a volverse mientras le quitaban la blusa. Un cuerpo igual de desnudo y cálido que el suyo se acostó encima de ella. Unos labios húmedos le besaron los párpados, la nariz y la boca y luego una lengua le recorrió el cuerpo. Entonces se liberó las muñecas, se quitó la venda de los ojos y observó la cabeza de morenos cabellos de Zuzka mientras descendía hacia su vientre, su espalda bronceada y sus musculosas nalgas. Una oleada de deseo estalló en su interior. Con los dedos entrelazados en el pelo negro y sedoso de su compañera, se arqueó y gimió, frotándose contra ella. Después la cara de Zuzka volvió a subir y la besó, con el duro y liso pubis pegado al suyo.

—¿Qué es ese gusto tan raro? —preguntó de repente Irène entre beso y beso.


Yaourti mé méli
—respondió la voz—. Yogur con miel. Chist…

★ ★ ★

Irène Ziegler contempló el cuerpo de Zuzka tendido a su lado. La eslovaca solo llevaba puesto un sombrero de paja colocado encima de la cara y unas sandalias de tiras de cuero en los pies. Estaba dormida. Tenía un bronceado uniforme y olía a sol, a sal y a crema protectora. Sus pechos eran más voluminosos que los de Irène, sus areolas más amplias, sus piernas más largas y su piel más dorada. Solo le faltaba un tatuaje, pensó con una sonrisa Irène mirando el que ella tenía cerca del pubis y que representaba un pequeño y estilizado delfín, en un lugar en el que, hasta el día anterior, no había nada. Se lo había hecho en la tienda de un tatuador de Fira —la «capital» de la isla— para acordarse de aquellas inolvidables vacaciones. El delfín era uno de los motivos recurrentes de la iconografía griega y su nido de amor se llamaba hotel Delfini. Había esperado al último día de vacaciones porque estaba desaconsejado bañarse con un tatuaje a medio cicatrizar, y se había aplicado encima una protección solar de factor 60.

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