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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (30 page)

BOOK: El círculo
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—¿Y por qué no?

Servaz comprendió que a ella le sentaba bien hacer algo, pensar aunque solo fuera un momento en otra persona aparte de Hugo. Sintió el ardor del alcohol cuando lo desinfectó y se estremeció de dolor cuando apretó un poco demasiado fuerte. Luego sacó un Steri-Strip de la caja, lo desprendió de la capa protectora y trató de colocarlo, pero enseguida renunció.

—Tienes razón, habría que afeitarte.

—De ninguna manera.

—Espera. Déjame mirar otra vez.

Ella se inclinó de nuevo, sin dejar de removerle el pelo. Estaba cerca, demasiado cerca… Él tomó conciencia de la delgadez de la tela de satén que lo separaba de aquel cuerpo. También tomó conciencia de la piel dorada y cálida que había debajo, de sus labios inusitadamente grandes, como los suyos. Aquello les daba risa, en otro tiempo. Decían que «sus bocas se habían encontrado». Los dedos de Marianne le acariciaban la nuca… Volvió la cabeza.

Vio sus ojos y percibió su brillo.

Sabía que no era el momento oportuno, que era lo último que debía hacer. El pasado era el pasado y no volvería más. Nada podía ser como antes y menos un pasado como el suyo. Era imposible. Lo único que ganarían sería arrasar sus más hermosos recuerdos, privarlos de buena parte de la magia que aún conservaban. Todavía estaba a tiempo de apretar la tecla «pausa». Había un millón de motivos para hacerlo.

En sus entrañas se desató, no obstante, el mar de fondo. Los dedos de Marianne resbalaron como agua en su cabello y, durante unos segundos, solo vio su cara y sus ojos, muy abiertos, rutilantes como un lago en el claro de luna. Ella lo besó en la comisura de los labios y él sintió sus manos y sus brazos deslizándose en torno a su cuerpo. De improviso, el silencio le pareció más denso. Se besaron. Se miraron. Se volvieron a besar, como si tuvieran necesidad de cerciorarse de que todo aquello era real y que era eso lo que de veras deseaban. De forma instintiva, reencontraron los gestos del pasado, aquella manera tan propia que tenían de entregarse: los besos profundos, un completo abandono en el que se sumían, con los ojos cerrados, más allá del dintel donde se había quedado siempre Alexandra, con la boca entreabierta, con una reserva que delataba su necesidad de control, incluso durante el amor. Aun estando ciego habría reconocido aquella lengua, aquella boca, aquellos besos. Era cierto aquello que decían: «Sus bocas se habían encontrado». Había conocido a otras mujeres después de Marianne e incluso después de Alexandra, pero nunca había vuelto a encontrar aquella complicidad, aquella complementariedad. Solo ella sabía besar de esa manera.

La desnudó con prisa y reconoció el vello que se extendía entre sus muslos, el cuello largo, los hombros anchos, los pezones y la mancha de nacimiento. Reconoció asimismo su fino talle y sus delgados brazos, y la parte inferior de su cuerpo, más robusta: la amplia curva de sus caderas y las piernas, sólidas como las de un atleta, con el mismo vientre sorprendentemente musculoso que sus hermanos y ella debían a los genes paternos. También reconoció el movimiento de aquella pelvis que se arqueaba y acudía a su encuentro y reconoció la abundante humedad bajo sus dedos. Todo aquello le resultaba tan familiar que se dio cuenta de que el recuerdo de aquellas sensaciones permanecía metido ahí, inscrito en algún recoveco de las circunvoluciones de su cerebro reptiliano, a la espera de que lo resucitara. De este modo, tuvo la impresión de volver a casa.

★ ★ ★

Ziegler no tenía sueño. Había retomado su rutina nocturna, la misma que la mantenía despierta todas las noches, volcada en su pasión, su persecución. Ponía al día sus informaciones, revisando notas en el MacBook Air después de un mes de vacaciones, durante el cual Zuzka la había obligado a desconectar.

Las fotos y los recortes de prensa prendidos en las paredes de su rincón de trabajo eran reflejo de su obsesión. Si los miembros de la célula parisina con quienes se había puesto en contacto Servaz se hubieran introducido en el ordenador de Irène Ziegler, habrían quedado sin duda sorprendidos con la cantidad de información que había conseguido reunir en varios meses en torno a un tema: Julian Alois Hirtmann. Posiblemente habrían considerado también que Ziegler habría podido ser una excelente colaboradora suya. Saltaba a la vista que había leído mucho sobre la cuestión. En realidad, lo había leído todo.

La gendarme había encontrado en los archivos de la prensa suiza una mina casi inagotable de datos sobre la infancia de Hirtmann, sobre sus estudios de derecho en la Universidad de Ginebra, su carrera de fiscal, su estancia de tres años trabajando para el Tribunal Internacional de La Haya. Una periodista suiza había interrogado con detenimiento a parientes próximos y lejanos, vecinos y habitantes de Hermanee, la pequeña ciudad situada a orillas del Lemán donde se había criado Hirtmann. La infancia de un asesino en serie presenta siempre signos precursores, como saben todos los especialistas. Timidez, soledad, sociabilidad deficiente, afición por lo morboso y desaparición de animales en el vecindario se cuentan entre los síntomas más clásicos. La periodista había descubierto también un detalle que había llamado la atención de los investigadores. A los diez años, Hirtmann había perdido a su hermano menor Abel, de ocho, en circunstancias no elucidadas del todo. La muerte se había producido en pleno verano, cuando ambos estaban de vacaciones en casa de sus abuelos; sus padres acababan de divorciarse. Los abuelos tenían una granja, un gran caserón típicamente suizo con palomar, vacas, ocas, una vasta panorámica suspendida de cielo y montaña, cerca del lago de Thoune, en el Oberland de Berna, y, detrás de la vivienda, toda una sucesión de glaciares «como platos dispuestos en un pesebre», según la expresión de Charles Ferdinand Ramuz. Era un auténtico decorado de tarjeta postal. Según la periodista, diferentes testigos hablaban de un niño solitario, que no se relacionaba con los otros, que solo jugaba con su hermano. En casa de sus abuelos, Julian y Abel habían adquirido la costumbre de salir a hacer largas excursiones en bicicleta por los alrededores del lago, que podían durar toda la tarde. Sentados en la mullida hierba, contemplaban los barcos blancos que surcaban el lago al final de la armoniosa y suave curva de la colina y escuchaban las campanas del valle, que, acompasadas al lento ritmo de las horas, elevaban cual cometas sus alegres carrillones en alas de las corrientes atmosféricas.

Esa noche, sin embargo, Julian había regresado. Había anunciado llorando que su hermano y él habían trabado relación con un desconocido llamado Sebald. Lo habían conocido al principio de las vacaciones y todos los días se iban en secreto a reunirse con él. Sebald, un adulto de unos cuarenta años, les enseñaba «un montón de cosas». Aquel día, no obstante, había estado raro e irritable. Cuando Julian le había confiado que Abel escondía dos pastelillos
Basler Läckerlis
en el bolsillo, Sebald había querido probarlos. «Seguro que Abel es el consentido de vuestra madre, ¿verdad, Julian? ¿Y que a ti te quiere menos?», había dicho. Su hermano menor se había negado en redondo a compartir los pasteles con Sebald. «¿Qué hacemos?», había preguntado entonces este con una voz melosa que les había provocado escalofríos a ambos. Y cuando Abel, que comenzaba a tener miedo, había manifestado el deseo de volver, Sebald había ordenado a su hermano que lo atara a un árbol. Queriendo complacer al adulto pese al miedo que también sentía él, el niño había obedecido desoyendo las súplicas de su hermano. Después el hombre le había pedido que metiera tierra y hojas en la boca de Abel para castigarlo mientras ellos comían los pastelillos delante de él. Fue en ese momento cuando Julian huyó, abandonando a su hermano a merced del adulto.

No bien hubieron escuchado su relato, los abuelos y vecinos se precipitaron hacia el lugar, pero no encontraron restos de Abel ni de Sebald por ningún sitio. El cadáver del niño apareció finalmente en las aguas del lago una semana más tarde. La autopsia reveló que le habían mantenido la cabeza bajo agua. En cuanto al misterioso Sebald, las numerosas investigaciones llevadas a cabo por la policía suiza no habían permitido localizar sus huellas ni siquiera determinar su existencia.

De acuerdo con las pesquisas efectuadas por varias revistas de investigación, Hirtmann había salido en la universidad con media docena de estudiantes, pero había tenido solo una relación seria con la joven que se convertiría en su mujer. La prensa había tratado de sondear a sus antiguas conquistas, así como a sus condiscípulos de la facultad de derecho, y había obtenido testimonios bastante divergentes. Algunos lo describían como un estudiante totalmente normal, otros mencionaban su fascinación por la muerte y lo macabro. Según ellos, a menudo lamentaba no haber iniciado la carrera de medicina en lugar de la de derecho y demostraba poseer sorprendentes conocimientos anatómicos. En una entrevista publicada por
La Tribune de Genève
, una alumna llamada Gilliane había declarado: «Era interesante y divertido, sin rasgos inquietantes ni amenazadores. Sí era, por el contrario, una persona que sabía manipular a la gente hablándola, embaucándola. También era fascinante por ese lado lúgubre que cultivaba, con su manera de vestirse, sus aficiones musicales, sus lecturas, la manera de mirarla a una, ya sabe…». Otro periodista había establecido las coincidencias entre sus diferentes viajes por los países limítrofes con Suiza y varias desapariciones de jóvenes. Varios artículos hablaban de la estancia que había efectuado en La Haya, donde había tenido que realizar dictámenes para el Tribunal Internacional sobre episodios de violaciones, de torturas y de asesinatos cometidos por militares, incluidos los cascos azules.

Ziegler había elaborado una lista no exhaustiva de las «posibles» víctimas del antiguo fiscal en Suiza, en las Dolomitas, los Alpes franceses, Baviera y Austria, y reparado en determinado número de desapariciones sospechosas ocurridas en Holanda durante el periodo en que él había vivido allí. Entre estas se encontraba la de un hombre de treinta y pico años, un insignificante periodista que al parecer había pecado de fisgón y había detectado algo antes que todos los demás. Se trataba sin duda de la única víctima masculina del suizo además del amante de su mujer. La desaparición de una turista americana en las Bermudas por los mismos días en que él estaba de vacaciones a unos kilómetros de allí constaba también en la lista, aun cuando las autoridades la habían achacado a un ataque de tiburones. Por aquel entonces, la prensa y la policía le habían atribuido una cuarentena de casos distribuidos en un periodo de veinticinco años. Los cálculos de Ziegler apuntaban más bien a un centenar. Nunca habían vuelto a encontrar ni a una sola de aquellas personas… Si había un campo en el que Hirtmann había logrado una total maestría era en el de hacer desaparecer los cadáveres.

Ziegler se arrellanó en el sillón y escuchó un momento el silencio del edificio dormido. Habían transcurrido dieciocho meses desde que el suizo se había fugado del Instituto Wargnier. ¿Habría matado durante todo ese tiempo? Ella apostaba a que sí. ¿Cuántas víctimas habría que añadir a la lista? ¿Lo llegarían a saber algún día?

La sombría faz de Julian Alois Hirtmann había salido a la luz después del asesinato doble de su mujer y del amante de esta, el juez Adalbert Berger, un colega de la fiscalía de Ginebra, acaecido la noche del 21 de junio de 2004 en su casa, a orillas del Lemán. Hirtmann, que solía organizar orgías frecuentadas por la alta sociedad ginebrina en su chalé, había invitado esa noche a cenar al joven juez a fin de arreglar entre caballeros las condiciones de la partida de Alexia, que quería divorciarse de él. Al final de la comida, mientras sonaban los
Kindertotenlieder
de Mahler, los había encañonado con un arma y los había obligado a bajar al sótano y después a desnudarse, antes de rociarlos con champán para acabar electrocutándolos con un consolador eléctrico manipulado. Aquello habría podido interpretarse como un trágico accidente, teniendo en cuenta el estilo de vida de la pareja, si la señal de alarma de la casa no se hubiera disparado en ese momento y si la policía no hubiera llegado antes de que la esposa de Hirtmann, Alexia, hubiera expirado.

La investigación subsiguiente había permitido descubrir en un cofre del banco varias carpetas repletas de recortes de prensa que remitían a varias decenas de desapariciones de jóvenes ocurridas en cinco países limítrofes. Hirtmann había declarado que se interesaba en esos casos por deformación profesional. Cuando resultó evidente que su defensa no se sostenía, empezó a manipular a los psiquiatras. Al igual que la mayoría de individuos de su calaña, sabía perfectamente qué tipo de respuestas esperaban los psiquiatras y psicólogos de una persona como él. Son muchos los criminales reincidentes que han aprendido a hacer girar los engranajes del sistema a su favor. El suizo evocó los celos que sintió cuando descubrió que sus padres querían mucho más a su hermano menor que a él, el desprecio de su madre hacia él, el alcoholismo y la violencia con que lo trataba su padre, e incluso ciertos gestos sexuales inapropiados por parte de su madre… y había recurrido, a todas luces, a aquel consumado don para manipular a la gente al que había aludido su compañera de estudios en la entrevista.

Julian Hirtmann había pasado varias temporadas en diversos hospitales psiquiátricos antes de ir a parar al Instituto Wargnier, donde lo habían conocido Servaz e Irène. De allí se había fugado, dos inviernos atrás, gracias a la complicidad de una enfermera.

Ziegler volvió a centrarse en los dos artículos del periódico, el titulado Hirtmann escribe a la policía y el que hablaba de las pesquisas que Martin llevaba a cabo en Marsac. ¿Quién habría dado el soplo? Pensó en el estado de ánimo en que debía de encontrarse Martin. Estaba preocupada por él. Después de la investigación en la que habían participado durante el invierno del 2008, habían hablado mucho, por teléfono y durante las excursiones por la montaña, y él había acabado confesándole el trauma que había padecido en su infancia. Irène lo había interpretado como una prueba de confianza porque estaba segura de que llevaba años sin hablar de ello con nadie. Ese día había decidido velar por él, a su manera, sin que él lo supiera siquiera, como una hermana o una amiga.

Exhaló un suspiro. A lo largo de los meses anteriores había resistido la tentación de realizar la menor incursión en el ordenador de Martin. La última vez que lo había pirateado había sido cuando el consejo de investigación, la comisión de disciplina de la gendarmería, había transferido su caso a la Dirección Nacional. Por aquella época, había demostrado unas aptitudes para introducirse en los ordenadores de los demás que el Ministerio de Defensa habría encontrado seguramente «interesantes» de haber tenido conocimiento de ello. De este modo había leído el informe que Martin había redactado sobre ella para el comité disciplinario. Era un informe muy favorable, que resaltaba lo que ella había aportado a las pesquisas y los riesgos que había asumido para capturar al culpable; animaba a mostrarse clemente al comité. Puesto que se suponía que no lo había leído, no había podido darle las gracias. A continuación había consultado los
e-mails
, mucho menos favorables, que habían intercambiado varios superiores de la gendarmería.

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