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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (40 page)

BOOK: El círculo
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«Hostia, ¿qué coño es esto?».

David estaba de pie, con el torso desnudo, la espalda pegada a un tronco gris y los brazos en cruz. Se agarraba a dos recias ramas casi totalmente horizontales situadas a la altura de sus hombros, en una extraña postura que evocaba una crucifixión. Tenía los brazos tendidos a ambos lados del cuerpo, la cabeza inclinada hacia delante y la barbilla apoyada en el pecho, como si hubiera perdido el conocimiento. No se le veía la cara. Solo eran perceptibles sus cabellos rubios y su barba. Un Cristo rubio… De repente, David levantó la cabeza y Margot estuvo a punto de retroceder de un salto al advertir su mirada enloquecida, alucinada.

Se acordó de las palabras de un tema de Depeche Mode interpretado por Marilyn Manson: «
Your own personal Jesus / Someone who hears your prayers / Someone who cares
… (ʺTu propio Jesús personal / Alguien que escucha tus plegarias /Alguien que les presta atención…").».

Una ligera brisa agitó el bosque por encima de ella y entonces sintió una corriente eléctrica que le erizó el vello de los brazos, al descubrir en el pecho de David unas marcas rojas. Las incisiones eran recientes… Después vio el cuchillo que empuñaba con la mano derecha. La hoja también estaba roja.

—Hola, chicas.

—Joder, David, ¿estás loco o qué? —dijo Virginie—. Pero ¿qué haces?

La voz de la joven resonó en el silencio del claro. David esbozó una sonrisa, posando la mirada en su ensangrentado pecho.

—Se me ha ido bastante la olla, ¿no? ¿Cómo hacéis vosotras? ¿Cómo hacéis, joder, para mantener la sangre fría con todo lo que está pasando?

¿Se habría drogado? Parecía supercolocado. Temblaba de pies a cabeza, agitaba la barbilla, reía y lloraba a la vez. Al menos parecía que reía… Los cuatro cortes que tenía en el pecho estaban perlados de sangre, como si fueran chorreones de pintura. Margot bajó la mirada y vio una enorme cicatriz horizontal en el abdomen, justo encima del ombligo.

—No puedo más con todo esto, mierda. Hay que parar. No podemos seguir así, chicas. —El silencio acogió sus palabras—. De verdad. ¿Me podéis decir qué coño estamos haciendo? ¿Adonde vamos a ir a parar así? ¿Hasta cuándo?

—Serénate.

Era la voz de Virginie, una vez más.

—¿Y Hugo? ¿Has pensado en Hugo?

Escondida detrás de un arbusto, Margot vio cómo David movía la cabeza de un lado a otro y se ponía a mirar el cielo.

—¿Y qué puedo hacer yo si Hugo está en la cárcel?

—¡Joder, Hugo es tu mejor amigo, David! Tú sabes lo mucho que te quiere, lo mucho que nos quiere. Nos necesita, a nosotras y a ti. Tenemos que sacarlo de allí.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hacemos? ¿Ves? Ahí está la diferencia entre él y yo. Si yo estuviera en su lugar, a todo el mundo le daría igual. Hugo siempre ha estado rodeado, admirado. Él no tiene más que inclinarse. No tiene más que chasquear los dedos para que Sarah se abra de piernas o se la chupe. Incluso tú, Virginie, aunque no lo reconozcas, solo sueñas con que él te folle, mientras que yo…

—¡Cierra el pico!

Unos pájaros alzaron con estrépito el vuelo entre el follaje, asustados por el grito de la joven.

—Yo no puedo más. No puedo más…

Ahora sollozaba. Sarah atravesó el claro y se precipitó para abrazarlo. Virginie aprovechó para quitarle el cuchillo. Margot tenía la impresión de que el corazón le latía directamente en la garganta.

Las dos muchachas sentaron a David encima de la hierba, al pie del tronco. Margot tuvo la impresión de estar asistiendo a un descendimiento de la cruz. Sarah le acarició las mejillas, la frente y depositó delicados besos en su boca y en los párpados.

—Mi pequeñín —murmuraba—. Mi pobre pequeñín…

Margot se preguntó si se habían vuelto locos todos. Al mismo tiempo, en aquella locura y en el dolor de David había algo que le encogía el corazón. Virginie era la única que parecía mantenerse lúcida.

—Hay que curar esto —dijo con firmeza—. ¡Joder, David, tienes que ver a un psicólogo, coño! ¡Así no puedes seguir!

—Déjalo en paz —intervino Sarah—. Ahora no es el momento. ¿No ves cómo está?

Ella le acariciaba el rubio cabello y lo abrazaba contra sí con gesto maternal, y él había apoyado la cabeza sacudida por los sollozos en su hombro, pese a que le sacaba más de diez centímetros de estatura.

—Tienes que pensar en Hugo —repitió Virginie, moderando el tono—. Nos necesita. ¿Me oyes? ¡Hugo daría la vida por ti! ¡Por cualquiera de nosotros! Y tú te comportas como… como… No tenemos derecho a abandonarlo, hostia. Tenemos que sacarlo de allí… y no podremos conseguirlo sin ti…

Metida detrás de la espesura, Margot observaba petrificada la escena, como hipnotizada. Un solitario pájaro lanzó un prolongado y agudo grito que la asustó, rompiendo el hechizo y liberándola de la parálisis.

«Te tienes que largar de aquí, guapa. Quién sabe de qué serían capaces si te llegaran a descubrir. Esa manera que tienen de comportarse entre ellos es muy rara, malsana. Parece como si algo los ligara entre sí». Sí, una especie de vínculo indestructible. ¿Qué pensaría Elias de todo eso? ¿Y su padre?

Tenía ganas de irse, porque además los insectos no paraban de atacarla, pero se encontraba demasiado cerca. Al menor movimiento, la oirían. Solo de pensar que pudieran sorprenderla, le daban náuseas. No tenía más remedio que seguir allí, con la respiración cada vez más oprimida, las palmas de las manos húmedas posadas en los muslos y las rodillas doloridas.

David asintió despacio. Virginie se agachó delante de él y le levantó la barbilla.

—Resiste, por favor. El Círculo se va a reunir pronto. Tienes razón, quizás haya que poner punto final a todo esto. Esta historia ha durado demasiado, pero de todas maneras tenemos un trabajo que acabar.

«El Círculo…». Era la segunda vez que oía aquella palabra. En el ambiente había algo siniestro e irrespirable. Margot sentía en los nervios y en las venas el canto de los grillos y el chirrido de los insectos, impaciente por marcharse. De repente, ellos se levantaron.

—Vamos —dijo Virginie, tendiendo a David la camiseta que había dejado en la hierba—. Ponte esto. Tú nos sigues, ¿de acuerdo? Sobre todo, que nadie te vea en este estado.

El claro estaba cada vez más oscuro. David asintió en silencio, desplegando su gran cuerpo longilíneo. Margot vio que se ponía la camiseta sobre el delgado torso y las cuatro heridas, que ya se veían más negras que rojas con la llegada de la noche. Sarah y Virginie lo llevaron hacia el linde del claro, hacia el camino que conducía al instituto y, cuando pasaron a unos metros de ella, se encogió todavía más en la zona de sombra, con el pulso acelerado en las sienes. Aguardó un buen momento entre los arbustos hasta que no hubo más que el silencio del bosque, un silencio turbado por diversos ruidos que no alcanzaba a identificar.

Tenía asimismo la impresión, difusa y paranoica, de que no estaba sola, de que había alguien allí. La asaltó un escalofrío. La luna se había asomado por encima de los árboles. La noche comenzaba a modificar de manera engañosa las perspectivas.

Habría sido incapaz de precisar cuánto tiempo permaneció quieta, esperando.

La escena a la que acababa de asistir tenía algo maléfico, algo extraño que era incapaz de definir. Había quedado profundamente afectada por lo que había visto. Le había parecido que estaban perdidos, sin posibilidad de remisión. Aun sin comprender, de manera confusa sabía que habían traspasado un umbral, un límite, y que no podrían volver atrás. De improviso, se le quitaron las ganas de seguir indagando. Prefería olvidar y dedicarse a otra cosa. Le iba a decir a Elias que se las arreglara solo.

Aguardó un poco más y, cuando empezaba a moverse, se detuvo bruscamente.

Una rama acababa de crujir, muy cerca, como si la hubiera pisado alguien. Persistió en su inmovilidad y aguzó el oído, pero el corazón le latía con tanta violencia que solo oía el tumulto de la sangre en los oídos y el roce de las hojas que se agitaban en las copas, movidas por la brisa nocturna.

¿Qué era? Volvió la cabeza a uno y otro lado, como un animal acorralado. El bosque estaba demasiado oscuro, sin embargo, bajo la compacta masa del follaje. Solamente el cielo, allá en lo alto, conservaba una tonalidad gris claro. ¿Qué era?

Dio un paso más hacia la salida. Solo le quedaban una decena de metros cuando alguien le propinó un brutal empujón por la espalda y la arrojó al suelo. Notó un peso enorme que se abatía sobre ella. Al aterrizar en el suelo, respiró un aliento que olía a marihuana, un cálido aliento vertido junto a su mejilla, al tiempo que una mano le aplastaba la cabeza contra la tierra y las hojas.

—Cabrona, nos estabas espiando, ¿verdad?

Se retorció, pero David descargaba todo su peso contra ella, con la mejilla pegada a la suya. Le picaba el contacto de su barba.

—Ya sabes que siempre me has gustado, Margot. Siempre me han molado tus
piercings
y tus tatuajes. Siempre me ha gustado tu culo, pero tú, claro, solo tenías ojos para Hugo… ¡igual que todas esas zorras!

—¡Suéltame, David! —Sintió con horror una mano húmeda que se colaba bajo su camiseta y unos dedos inmundos que se apoderaban de uno de sus pechos—. ¿Pero qué haces, tío? ¡Para! ¡Para, hostia!

—¿Sabes lo que les hacemos a las chicas como tú? ¿Quieres saber, de verdad, qué les hacemos?

Su voz sonaba como un murmullo en su oído. De repente, le retorció con los dedos el pezón, y ella soltó un alarido de dolor. Otra mano se deslizaba ya bajo las bragas, por detrás. Margot emitió un grito ahogado.

—¿Qué pasa? ¿No te mola un polvito rápido, completo? ¿No me dirás que prefieres hacerlo con ese tarado?

La iba a violar. Aquella perspectiva era tan inconcebible e irreal que su cerebro se negaba a admitirlo. Allí, a unas decenas de metros del instituto… La invadió un terror cegador. Se debatió, presa de pánico y de horror, y él tuvo que retirar las manos para sujetarle las muñecas y mantenerla en el suelo. Era fuerte. Demasiado fuerte para ella.

—«De acuerdo, admitamos que yo soy un patán y que ella posee un gran corazón… sentimientos elevados… una educación perfecta. Sin embargo… ¡Ay! ¡Si se hubiera apiadado de mí!».

La mano volvía a la carga bajo las bragas, esa vez por delante, bajo el vientre. Mientras recitaba, los dedos se pusieron a inspeccionar el estrecho espacio entre la tela y la piel. Margot exhaló un hipido. Sentía el pubis de David pegado a sus nalgas. Estaba empalmado.

—«Ahora bien, Catherine Ivanovna, a pesar de su grandeza de espíritu… es injusta…».

—¡Tolstoi! —aventuró Margot para distraer su atención, sin dejar de revolverse con ímpetu.

—¡Ja, ja! ¡Has perdido! Es Dostoievski.
Crimen y castigo
… Lástima que no esté aquí ese gilipollas de Van Acker, que te tiene tan…

Uno de los dedos había entrado en las bragas.

—¡Para! ¡Suéltame! ¡David, no hagas eso! ¡No lo hagas!

—Cállate —le murmuró él al oído—. Ahora cállate la boca.

Aquellas palabras las pronunció con voz suave, pero cambiada, cargada de una inconfundible amenaza. Ya no jugaba. Estaba en otra parte. Se había transformado en otro.

Margot trató de morder la mano con que le había tapado la boca para impedir que gritara. Fue en vano. Con un sentimiento de horror absoluto, sintió que los dedos de David avanzaban en el interior de las bragas. Incapaz de reaccionar, su mente se distanciaba de su cuerpo. Tampoco era ella ya la que estaba allí. Era otra persona.

Lo que ocurría no era de su incumbencia.

Iba a quitarle las bragas y después la violaría, allí, en el suelo…

«No es asunto de tu incumbencia…».

De repente, David retiró con violencia la mano y oyó que emitía una maldición. Hubo un forcejeo, un nuevo grito de dolor de David y, antes incluso de que hubiera podido incorporarse, vio su cara aplastada en el suelo muy cerca de la suya.

—¡Me hace daño!

—¡Cierra el pico, cabrón de mierda!

Conocía esa voz. Se puso boca arriba y vio a la ayudante de su padre, la que tenía una cara rara pero llevaba una ropa superchula, esposando a David y clavándole una rodilla en la espalda.

—¿Estás bien? —le preguntó Samira Cheung, mirándola.

Margot confirmó con la cabeza mientras se quitaba la tierra y la hierba adherida a las rodillas.

—No iba a hacerlo —gimió David, con la mejilla pegada al suelo—. Se lo juro, hostia. ¡No iba a hacerlo! ¡Es la verdad!

—¿Que no ibas a hacer qué? —La voz de Samira salía de su boca igual de afilada y peligrosa que la hoja de una cuchilla—. ¿Violarla, es eso? ¡Pues ya lo has hecho, gilipollas! ¡Lo que acabas de hacer, técnicamente, es una violación, estúpido!

Vio los hombros de David alzándose, sacudidos por un sollozo.

—Déjelo —dijo Margot.

—¿¿Cómo??

—Déjelo… Solo quería meterme miedo. No tenía intención de violarme… Es verdad.

—¿En serio? ¿Y cómo lo sabes?

—Deje que se vaya.

—Margot…

—No pondré una denuncia de todas maneras. No me puede obligar.

—Margot, es a causa de este tipo de…

—¡Déjelo en paz! ¡Deje que se vaya!

Cruzó la mirada con David y en sus ojos dorados percibió una mezcla de incomprensión, estupor y agradecimiento.

—Como quieras… Pero no cuentes conmigo para hablar del asunto con tu padre.

Asintió con la cabeza, abochornada, bajo la furibunda mirada de la agente. Sonó un roce de metal cuando abrió las esposas. Después Samira levantó a David y colocó su cara a cinco centímetros de la del joven, enfocándolo con sus ojos negros como el carbón.

—¿Tienes miedo? Más te valdrá que lo tengas. Has estado a punto de destrozarte la vida y la de ella, y a partir de ahora te voy a tener vigilado. Hazme el favor de cometer una gilipollez, una sola, la que sea, y allí estaré yo…

David miró un instante a Margot.

—Gracias.

No logró descifrar si en su expresión había vergüenza, agradecimiento o miedo. Después se alejó. Entonces Samira se volvió hacia Margot, que seguía sentada en el suelo.

—Encontrarás el camino sola —le indicó con frialdad la policía.

Se fue por el mismo camino. Margot la escuchó apartar las ramas y proseguir con paso vivo por la avenida que bordeaba las pistas de tenis. Ella respiró a fondo varias veces, tratando de aquietar su corazón, mientras se preguntaba por qué milagro se había encontrado allí en el momento oportuno la ayudante de su padre. ¿Acaso la vigilaba? Aguardó a que el silencio se instalara de nuevo y que la noche volviera a tomar posesión del bosque. Entonces rodó sobre sí y, tendiéndose de espaldas en la hierba, elevó la mirada hacia un cielo cada vez más gris y sombrío entre el negro follaje. Luego se colocó los cascos en las orejas y, tras pedir a Marilyn Manson que cantara
Sweet Dreams
en sus tímpanos, dio rienda suelta, hasta quedar agotada, a las lágrimas y los sollozos.

BOOK: El círculo
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