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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (14 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Sin embargo, la realidad no podía ser más distinta. Cualquier cosa que hiciese recibía las críticas de su jefa. Inge no recordaba haber oído una sola palabra elogiosa. Cuando estaba despierta, la vieja requería una atención constante, y exigía ver satisfecho inmediatamente cualquier capricho. Inge no tenía permiso para alejarse de su lado ni un solo momento. Era como estar en la cárcel (condenada a dos años, según el contrato). El único momento de libertad era de noche, tarde, cuando dormía la vieja; y siempre se despertaba al amanecer, quejosa y llena de exigencias.

Inge paseó por todas partes, impregnándose de música, conversaciones, imágenes y olores. Tenía una imaginación muy viva (su única vía de escape era soñar despierta), pero al menos el Entarima cumplía con creces sus expectativas. Nunca había visto nada tan bonito. Se paró en la entrada de un lujoso casino, para ver cómo jugaban y lucían sus mejores galas los ricos y poderosos. El espectáculo le hizo olvidar el infierno que soportaba durante el día.

Se quedó un poco más en la entrada, hasta que hizo el esfuerzo de seguir caminando. Ya era tarde, muy tarde, y también ella tenía que descansar; la vieja no le dejaba hacer la siesta, ni tomarse un miserable respiro. Sin embargo, volvería la noche siguiente para impregnarse de lo que vela, imágenes que alimentaban sus sueños y sus fantasías, los cuales, a su vez, la ayudaba pasar los días. Sueños de cuando ella también pudiera viajar con el mismo lujo y la misma elegancia, sin que la coartasen la pobreza o la crueldad; de cuando tuviese un marido, y un armario lleno de vestidos bonitos. Por muy rica que fuese, ella siempre hablaría amablemente a sus criados, y les trataría con bondad, porque recordaría que también eran seres humanos.

Capítulo 17

La agente especial Pendergast se deslizaba en silencio por los opulentos espacios públicos del
Britannia
, absorbiendo hasta el último detalle con sus ojos grises, mientras trazaba mentalmente el plano del barco. Llevaba casi tres horas caminando por salones, spas, restaurantes, pubs, casinos, centros comerciales y grandes teatros. Con su traje negro de impecable corte, se fundía con los esmóquines de la multitud, y si por algo destacaba era por su pelo, de un rubio casi blanco, y por su pálida tez.

Sabía que su objetivo estaba despierto, y que rondaba por alguna parte. Finalmente le encontró a las cuatro de mañana, vagando sin rumbo por la cubierta 7, la más alta de las comunitarias, por un laberinto de salones y galerías, en dirección al centro del barco. Sobre sus cabezas había casi mil cien compartimentos para pasajeros. Para amortizar el enorme coste de construir un barco tan gigantesco y de estructura tan pesada, la North Star había reducido al mínimo los camarotes individuales y había convertido todos los alojamientos con vistas al mar en espaciosas (y caras) suites dotadas de balcones privados. Los balcones exigían colocar los camarotes lo más arriba posible de la superestructura del barco, muy por encima de las olas y la espuma, por lo que no había quedado más remedio que situar los espacios públicos en las cubiertas inferiores.

Ya no había tanta gente. El barco se balanceaba con parsimoniosa pesadez, en vaivenes lentos y profundos que duraban varios minutos. Las olas que llegaban procedían de una tormenta situada muy al este. Era perfectamente posible que muchos pasajeros se estuvieran arrepintiendo de la opípara cena que habían disfrutado horas atrás. El objetivo del detective parecía ser uno de ellos.

Pendergast se paró a consultar un mapa desplegable del barco, que a esas alturas ya estaba cubierto de anotaciones en una caligrafía muy pulcra (la suya). Al mirar a su alrededor, vio lo que buscaba: una escotilla de acceso a la cubierta de paseo. Aunque en el
Britannia
hubiera otros niveles con terrazas, balcones públicos y piscinas, solo la cubierta 7 disponía de un paseo que daba la vuelta a todo el barco. Precisamente ahí estaba su objetivo, abriendo la escotilla y saliendo al aire libre.

Al llegar a la puerta, Pendergast tomó un trago de bourbon de una petaca de plata, y lo paladeó un momento antes de trabárselo. Después abrió la puerta, y al salir se encontró de cara con una tempestad, o al menos eso parecía. El viento le golpeó el rostro, a la vez que sacaba su corbata de debajo de la chaqueta, y la hacía revolotear a sus espaldas. Pese a hallarse ocho niveles por encima de la superficie del mar, el aire estaba lleno de vapor de agua. Pendergast tardó un momento en darse cuenta de que la proximidad de la tormenta no era la única causa; el barco se movía a más de treinta nudos, lo que de por sí ya creaba una tempestad en cualquier cubierta al aire libre, incluso en un mar sin viento. Se confirmaban las palabras del primer oficial, LeSeur: «Los cruceros huyen de las tormentas, mientras que nosotros no nos desviamos; nosotros nos metemos de cabeza».

Vio a su objetivo junto a la baranda, a unos cincuenta metros de distancia, a sotavento. Se acercó a él, saludando jovialmente con la mano.

— ¿Jason? ¿Jason Lambe?

El hombre se volvió.

— ¿Qué?

Tenía la cara verdosa.

Pendergast se le echó encima, cogiéndole una mano.

— ¡Pero si eres Lu! ¡Dios mío! ¡Ya me había parecido reconocerte durante la cena! ¿Cómo estás, hombre?

Sacudió la mano, aprisionando la izquierda del hombre en un saludo entusiasta, al mismo tiempo que le obligaba a acercarse aún más.

—Pues… bien. —Jason Lambe no parecía estar nada bien—. Perdone, pero ¿le conozco?

— ¡Pendergast! ¡Aloysius Pendergast! ¡Del colegio de Riverdale!

Pendergast le pasó un brazo por los hombros y se los apretó con entusiasmo, a la vez que le echaba el aliento en la cara, administrándole una buena dosis de olor a bourbon. Lambe se quedó como una estatua. Después hizo un esfuerzo para soltarse de aquel abrazo repugnante y pegajoso.

—No conozco a ningún Pendergast —dijo, dudando.

— ¡Vamos, hombre! ¡Recuerda los viejos tiempos, Jason! ¡La coral y el baloncesto en la universidad!

Otro apretón, más fuerte que el primero.

Lambe empezaba a estar harto. Se retorció con todas sus fuerzas para huir del agente, que era como una lapa.

— ¿Qué pasa, Jason, que a tu edad ya chocheas?

Pendergast le manoseó afectuosamente la parte superior del brazo.

Al final Lambe logró soltar su mano y dio un paso hacia atrás.

—Oiga, Pendergast, ¿por qué no vuelve a su camarote y duerme la mona? No tengo ni la menor idea de quién es usted.

— ¿Así tratas a los viejos amigos? —se quejó Pendergast.

—Te lo diré aún más claro: ¡que te vayas de una jodida vez!

Lambe pasó de largo y entró de nuevo en el barco, aunque seguía pareciendo mareado.

Pendergast se apoyó en la baranda y, tras algunas convulsiones de risa muda, se irguió, carraspeó, se arregló el traje y la corbata, se limpió las manos con un pañuelo de seda y (con una mueca ceñuda de desprecio) se sacudió el polvo con unos golpecitos de sus dedos perfectamente cuidados. A continuación dio un paseo por cubierta. El balanceo del barco aún era más pronunciado que antes. Caminó hacia la proa, encorvado contra el viento, con una mano en la baranda.

Miró hacia arriba, hacia las hileras superpuestas de balcones; todos estaban vacíos. Parecía el colmo de la ironía: el grueso del pasaje del
Britannia
pagaba un considerable suplemento por una suite con balcón, pero la extraordinaria velocidad del buque precisamente les impedía usarlo.

Casi tardó diez minutos en recorrer el barco en toda su longitud. Se paró un momento al llegar a la popa, relativamente en calma. Después se acercó a la baranda y contempló la estela: cuatro líneas de espuma blanca se hundían en un mar furioso. El agua y la espuma levantadas por el viento y por las olas había empezado a condensarse en una fina bruma, que envolvía el barco como un húmedo sudario fantasmal.

La sirena del barco emitió una nota lúgubre. Pendergast se volvió y se apoyó en la baranda, pensativo. En las cubiertas situadas por encima de él se alojaban con todo lujo dos mil setecientos pasajeros; y muy por debajo de sus pies, en los profundos espacios situados bajo el nivel del agua, se hallaban las habitaciones de las mil seiscientas personas de ambos sexos que cobraban por satisfacer cualquier capricho de aquellos pasajeros.

Más de cuatro mil personas; y entre ellas había un extraño asesino, así como el objeto misterioso por el que había matado.

Resguardado a sotavento, sacó la lista del bolsillo, cogió una pluma estilográfica y, despacio, tachó el nombre de Jason Lambe. Su evaluación del estado físico de Lambe (hecho con bastante exhaustividad gracias al pretexto del reencuentro de borracho) le había convencido de que con los poco musculosos brazos de Lambe y su constitución enclenque, habría sido incapaz, no ya de superar a Ambrose por la fuerza, sino de cometer una acción tan salvaje y violenta.

Quedaban seis.

Se oyó de nuevo la sirena. Mientras sonaba, Pendergast se quedó inmóvil. Después se irguió y escuchó atentamente. Por unos instantes le había parecido oír un grito, superpuesto al aullido de la sirena. Esperó varios minutos, pero solo se oía el viento. Arrebujado en su chaqueta, se dirigió hacia la escotilla de entrada, y volvió al calor del barco, que se agradecía. Ya era hora de retirarse por aquella noche.

Capítulo 18

Un sol desvaído intentaba atravesar las nieblas del este del horizonte, mientras los rayos acuosos del amanecer bañaban el barco en una luz amarilla. Gordon LeSeur salió del salón de oficiales y pisó la mullida moqueta del pasillo de la cubierta 10. Había algunos pasajeros frente a los ascensores. Les dio los buenos días con jovialidad. Ellos le saludaron con la cabeza, con las caras algo verdosas.

LeSeur, que llevaba veinte años sin marearse, intentó compadecerse de ellos, pero le costaba. Los pasajeros mareados se ponían de mal humor, y esta mañana estaban de un humor de perros.

Por un momento, se permitió pensar con nostalgia en la Royal Navy. Normalmente, él era una persona alegre y sin complicaciones, pero empezaba a cansarse de la ostentosa vida de crucero, sobre todo de las payasadas de los pasajeros mimados que (con la divisa de «por algo he pagado») se lanzaban a una orgía de comida, bebida, juego y sexo. Luego estaban los pasajeros americanos que siempre hacían el mismo estúpido comentario sobre que se parecía a Paul McCartney, y querían saber si eran parientes, cuando él, con Paul McCartney, tenía tanto parentesco como la reina Isabel con sus perros corgi. Quizá había hecho mal en no seguir los pasos de su padre en la marina mercante. Así habría podido trabajar tranquilamente en un superpetrolero, afortunadamente sin pasajeros.

Sonrió, arrepentido. ¿Que le pasaba? A esas alturas del crucero, todavía era muy pronto para esas reflexiones.

Mientras seguía caminando hacia la popa, sacó la radio de su funda, sintonizó la frecuencia del barco y pulsó el botón de transmisión.

—Es la suite 1046, ¿verdad?

—Sí —contestó Kemper, arañando el altavoz con su acento de Boston—. Un tal señor Evered, Gerald Evered.

—De acuerdo.

Guardó la radio al llegar a la puerta. Carraspeó, se arregló el uniforme y levantó una mano para dar un solo golpe.

Le abrió enseguida un hombre de casi cincuenta años. LeSeur se fijó automáticamente en los detalles: gran barriga, poco pelo, traje caro y botas de vaquero. No se le vela mareado, ni de mal humor; lo que parecía era asustado.

— ¿El señor Evered? Soy el primer oficial. Tengo entendido que quería hablar con algún responsable.

—Pase.

Evered le hizo entrar y cerró la puerta. LeSeur echó un vistazo al camarote. La puerta del armario estaba abierta. Vio trajes y vestidos. En el suelo del lavabo había toallas, señal de que aún no habían pasado a limpiar la habitación. Qué raro, porque la cama estaba perfecta… Lo cual significaba que no había dormido nadie en ella. Sobre la almohada había un sombrero de vaquero.

—Mi mujer ha desaparecido —dijo Evered, con un acento marcadamente texano que no sorprendió a LeSeur.

— ¿Desde cuándo?

—Anoche no volvió al camarote. Quiero que registren el barco.

LeSeur compuso rápidamente su expresión más compasiva.

—No sabe cuánto lo lamento, señor Evered. Haremos todo lo posible. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

Evered sacudió la cabeza.

—No tengo tiempo para preguntas. Ya he esperado demasiado. ¡Tienen que organizar la búsqueda!

—Señor Evered, me sería de grandísima ayuda disponer de cierta información previa. Siéntese, por favor.

Evered titubeó, pero acabó sentándose al borde de la cama, tamborileando con los dedos en sus rodillas.

LeSeur se sentó cerca, en una butaca, y sacó una libreta. Había comprobado que siempre iba bien tomar notas. Parecía tranquilizar a la gente.

— ¿Cómo se llama su mujer?

—Charlene.

— ¿Cuándo la vio por última vez?

—Ayer, hacia las diez y media de la noche, o puede que a las once.

— ¿Dónde?

—Aquí, en nuestro camarote.

— ¿Salió?

—Sí.

Un titubeo.

— ¿Adonde iba?

—No sabría decírselo.

— ¿No dijo que se fuera de compras, o al casino, o algo así?

Otro titubeo.

—Verá, es que nos habíamos peleado.

LeSeur asintió con la cabeza. Conque de eso se trataba…

— ¿Ya les había ocurrido alguna vez, señor Evered?

— ¿Que si nos había ocurrido el qué?

—Que su esposa se fuera después de una pelea.

Evered se rió amargamente.

— ¡Pues claro! Como a todo el mundo, ¿no?

Al primer oficial nunca le había pasado, pero prefirió no decirlo.

— ¿Es la primera vez que pasa la noche fuera?

—Sí. Al final siempre vuelve con el rabo entre las piernas. Por eso les he llamado. —Se pasó un pañuelo por la frente—. Bueno, creo que ya podrían empezar la búsqueda.

LeSeur sabía que tendría que usar todas sus artes para lograr que se olvidara de la búsqueda. El
Britannia
era demasiado para registrarlo a fondo; aunque quisieran no había bastante personal. Los pasajeros no podían ni sospechar lo reducidas que eran las plantillas de seguridad de los trasatlánticos.

—Perdone que se lo pregunte, señor Evered —dijo con toda la suavidad que pudo—, pero ¿usted y su mujer… se llevan bien normalmente?

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