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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (42 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Mientras Constance le miraba, se le llenó de espanto el corazón.

—Tú pretendías recuperarme —prosiguió él—, querías reinstaurar mi antiguo yo, con sus conflictos internos y su insensatez, pero lo que has logrado es darme un nuevo impulso. Has abierto la puerta, y ahora, mi querida Constance, te toca a ti ser liberada. ¿Recuerdas nuestro pacto?

Constance no podía hablar.

—Exacto. Ahora te toca a ti mirar el Agoyzen.

Vaciló.

—Como quieras. —Pendergast se levantó y cogió la bolsa de lona—. Ya no voy a seguir cuidándote.

Fue hacia la puerta sin mirarla, con la bolsa al hombro.

A Constance le impresionó darse cuenta de que la tenía en tan poca consideración como a todos los demás.

—Espera… —empezó a decir.

La hizo callar un grito al otro lado de la puerta, que se abrió de golpe. Era Marya. Constance entrevió a espaldas de la camarera algo gris y de textura irregular, que se acercaba a ellos.

¿De dónde salía aquel humo? ¿Se había incendiado el barco?

Pendergast soltó la bolsa y retrocedió, hipnotizado. A Constance le sorprendió ver desconcierto, incluso miedo, en su cara.

La cosa bloqueaba la puerta. Marya volvió a gritar, mientras la cosa la envolvía y apagaba sus gritos.

En el momento en el que la cosa cruzó la puerta, la iluminó un momento por detrás una luz del recibidor, y Constance vio, con una sensación creciente de irrealidad, que en lo más profundo del humo había una presencia ondulante, un ser demoníaco que se agitaba y se movía a sacudidas, como si estuviera tullido… o como si… bailase…

Marya gritó por tercera vez y se desplomó en el suelo con un ruido de cristales rotos, entre convulsiones, los ojos en blanco y temblando en las órbitas. La cosa había pasado de largo, y ahora llenaba el salón de un frío húmedo, de un hedor como de setas en putrefacción, mientras arrinconaba a Pendergast. De repente, el agente la tuvo encima, dentro, le engullía… Soltó un grito tan terrorífico, con tan agónica desesperación, que a Constance se le heló la sangre.

Capítulo 69

LeSeur estaba en medio del puente auxiliar, rodeado de gente, sin apartar la vista ni un momento de la imagen de radar de banda S del barco que se aproximaba. Era una forma fosforescente cada vez mayor, que se expandía en la pantalla del radar. La lectura Doppler indicaba una velocidad combinada de treinta y siete nudos.

—Mil doscientas brazas —dijo el segundo oficial.

LeSeur hizo un cálculo mental rápido: dos minutos para el contacto.

Echó un vistazo al radar de banda X, más sensible, pero estaba muy contaminado por el agua y la lluvia. LeSeur había informado rápida y discretamente de su plan al resto de los oficiales. Se daba cuenta de que entraba en lo posible que Masón hubiera oído su conversación con el capitán del
Grenfell
. No existía ningún modo infalible de bloquear las comunicaciones al puente principal. De todos modos, cuando interviniese el
Grenfell
, al
Britannia
le sería muy difícil reaccionar.

Se acercó Halsey, el ingeniero jefe.

—Ya tengo las estimaciones que me había pedido.

Lo dijo en voz baja, para que no le oyeran los demás.

«Así de mal están las cosas», pensó LeSeur. Se lo llevó a un lugar aparte.

—Estos números —dijo el ingeniero jefe— se basan en una colisión directa con el centro del arrecife, que es lo que prevemos.

—Explíquemelo deprisa.

—Teniendo en cuenta la fuerza del impacto, calculamos un índice de muertos de entre el treinta y el cincuenta por ciento, y casi todo el resto gravemente herido: fracturas, contusiones, conmociones…

—Entiendo.

—Con sus treinta y tres metros de calado, el primer contacto del
Britannia
será con un arrecife pequeño, algo apartado de la parte principal. Cuando lo detengan las rocas principales, ya estará abierto desde la proa hasta la popa. Se habrán reventado todos los compartimentos estancos y todos los mamparos. El tiempo estimado de hundimiento es de menos de tres minutos, aproximadamente.

LeSeur tragó saliva.

— ¿Hay alguna posibilidad de que quede atrapado entre las rocas?

—El declive es muy pronunciado. La popa caerá muy rápidamente.

—Válgame Dios…

—Teniendo en cuenta la cantidad de heridos y muertos, y la velocidad a la que se hundirá el
Britannia
, no habrá tiempo de poner en marcha ninguna operación de evacuación; es decir, que nadie que esté a bordo en el momento de la colisión tendrá posibilidades de sobrevivir. Lo cual incluye… —Vaciló, mirando a su alrededor—. Al personal que quede en el puente auxiliar.

—Ochocientas cuarenta brazas —dijo el segundo oficial, con la mirada fija en el radar.

Le caía el sudor por la cara. En el puente auxiliar ya nadie decía nada. Todas las miradas estaban fijas en la mancha verde del radar.

LeSeur se había planteado la posibilidad de emitir una advertencia general para que estuvieran todos preparados, pasajeros y tripulación, pero al final lo había descartado. Por un lado revelaría sus intenciones a Masón, pero lo más importante era que si el
Grenfell
hacía bien las cosas, la fuerza del impacto lateral en la popa sería absorbida en su mayor parte por la enorme masa del
Britannia
. Quizá la sacudida asustase a los pasajeros, o en el peor de los casos quizá provocase algunas caídas, pero era un riesgo que había que correr.

—Seiscientas setenta brazas.

Capítulo 70

Al oír gente corriendo, Roger Mayles se escondió en un pasillo ciego de la cubierta 9. Pasó un grupo de pasajeros que gritaban y gesticulaban. A saber en qué absurda e histérica misión se habrían embarcado. Una de las manos sudorosas de Mayles restregaba sin cesar una tarjeta magnética, como si fuese una piedra relajante. Con la otra cogió una petaca, y no se la guardó otra vez en el bolsillo hasta haber bebido un buen trago de whisky de malta (Macallan de dieciocho años). Se le empezaba a hinchar un ojo a causa del golpe recibido en el Oscar's durante la pelea con un pasajero histérico. Cada vez le tiraba más, como si le estuvieran bombeando aire. La hemorragia imparable de su nariz le había manchado la camisa blanca y la chaqueta del esmoquin. Estaba hecho una facha.

Miró su reloj. Media hora para el impacto, si era correcta la información que le habían dado, y no tenía motivos para dudar de que no lo fuese. Tras comprobar de nuevo que no hubiera nadie en el pasillo, salió de su escondrijo. Debía evitar a toda costa a los pasajeros. El
Britannia
se había convertido en una reedición de
El señor de las moscas
: era un sálvese quien pueda, y nadie como una pandilla de ricos desgraciados se rebajaba tan deprisa a actuar como bestias.

Se internó con precaución por el pasillo de la cubierta 9. Aunque no se viera a nadie, el eco de gritos, súplicas y llanto era omnipresente. Le parecía mentira que los oficiales y los responsables de la seguridad del barco prácticamente hubieran desaparecido, dejando al personal a merced de aquellos vándalos. Él no había oído nada, ni había recibido instrucciones de nadie. Estaba claro que no existía ningún plan para hacer frente a un desastre de aquella magnitud. El barco era un auténtico caos, sin posibilidad de obtener información, pero con los más estrambóticos rumores propagándose como un incendio entre matojos.

Caminó sin hacer ruido, apretando en la palma de su mano la tarjeta. Era su billete de salida de aquel manicomio, y pensaba utilizarlo inmediatamente. No estaba dispuesto a ser una de las cuatro mil trescientas personas que se convertirían en carne picada en cuanto el barco se partiera en dos en el peor arrecife de los Grand Banks. Los afortunados que sobreviviesen al impacto resistirían, como mucho, veinte minutos más en un agua a siete grados antes de sucumbir a la hipotermia.

Muchas gracias, pero que no contasen con él para esa fiesta.

Después de otro trago de whisky, cruzó una puerta con un letrero rojo de salida. Bajó corriendo por una escalera de metal, y se detuvo en el segundo rellano para asomarse al pasillo que llevaba a la media cubierta donde estaban los botes salvavidas. Lo encontró tan vacío como los demás. En aquella cubierta, sin embargo, se oían con más intensidad los gritos de pasajeros rabiosos y frenéticos. No acababa de entender que no hubieran usado los botes. Él había participado en los simulacros, con alguna que otra caída libre incluida, y eran unas embarcaciones poco menos que indestructibles, con cinturones que te mantenían bien sujeto a un asiento acolchado en el momento de chocar contra el agua. No mareaba más que una montaña rusa de Disneylandia.

De camino al exterior, el pasillo cambió de dirección, y los gritos se hicieron más fuertes. ¡Claro, cómo no! Frente a las escotillas cerradas de los botes salvavidas ya se habían acumulado muchos pasajeros que daban porrazos y gritaban que les dejasen entrar.

Solo había una forma de llegar hasta los botes de babor: atravesando la multitud. A esas alturas, seguro que los botes de estribor también estaban rodeados de gente histérica. Mayles avanzó sin soltar la tarjeta. Quizá no le reconociese nadie.

— ¡Eh, es el director del crucero!

— ¡El director del crucero! ¡Eh, usted, Mayles!

La gente se le echó encima. Un borracho con la cara congestionada le cogió por la solapa.

— ¿Qué diablos ocurre? ¿Por qué no estamos subiendo a los botes salvavidas? —Sacudió el brazo—. ¿Eh? ¿Por qué no?

— ¡Yo sé lo mismo que ustedes! —exclamó Mayles con voz aguda y tensa, intentando soltarse—. ¡No me han dicho nada!

— ¡Mentira! ¡Se va hacia los botes salvavidas, como los de antes!

Otra mano le apartó brutalmente. Oyó que se rompía la tela del uniforme.

— ¡Déjenme pasar! —gritó con voz de pito, intentando avanzar—. ¡Les digo que yo no sé nada!

— ¡Y una mierda!

— ¡Queremos los botes salvavidas! ¡Esta vez no nos dejarán fuera!

Alrededor de Mayles cundió el pánico. Le estiraban por todas partes, como niños peleándose por una muñeca. Se oyó el ruido de la manga al separarse del resto de la camisa.

— ¡Suéltenme! —les rogó él.

— ¡No vais a echarnos al fondo del mar, cerdos!

— ¡Ya han subido a los botes salvavidas! ¡Por eso no se ve a nadie de la tripulación!

— ¿Es verdad, hijo de puta?

— ¡Si me sueltan les dejo pasar! —exclamó Mayles, aterrado, levantando la tarjeta.

Un momento de pausa, mientras lo asimilaban, y luego:

— ¡Ha dicho que nos dejará pasar!

— ¡Ya le habéis oído! ¡Déjanos pasar!

Le empujaron hacia delante. De repente hubo unos instantes de serenidad, expectante. La mano de Mayles temblaba mientras introducía la tarjeta en la ranura. Tras abrir la compuerta, saltó al otro lado y dio media vuelta para intentar cerrar la escotilla, pero fue inútil. Una marea humana le echó al suelo.

Al volver a levantarse, recibió en la cara el rugido del mar y el aullido del viento. Por encima de las olas corrían grandes bancos de niebla intermitente, pero en los huecos Mayles vio un agua negra, agitada y llena de espuma. El agua que escupían las olas sobre la cubierta interior le caló enseguida hasta los huesos. Vio a Liu y a Crowley junto al tablero de control, en compañía de otro hombre al que reconoció: era un ejecutivo de un banco. Miraban a la gente con incredulidad. También estaba Emily Dahlberg, la heredera del imperio cárnico. La avalancha de pasajeros se lanzó hacia el primer bote disponible. Liu y Crowley se interpusieron rápidamente en su camino, al igual que el banquero. De pronto todo eran gritos, y el horrible sonido de puños estampándose en la carne. La radio de Crowley se deslizó por la cubierta basta perderse de vista.

Mayles permaneció al margen. A él no tenían que enseñarle nada. Sabía usar los botes salvavidas, conocía la secuencia de lanzamiento, y ni muerto pensaba subir en el mismo bote que aquel hatajo de pasajeros locos. La pelea entre la multitud y el grupo de Liu era cada vez más cruda. Los pasajeros estaban tan ansiosos por subirse al primer bote que no parecían acordarse de Mayles. Podía irse sin que se enteraran.

La cara de Liu sangraba profusamente por media docena de cortes.

— ¡Informe al puente auxiliar! —gritó a Dahlberg, antes de que se le echaran encima.

Mayles pasó de largo, y al ir hacia el fondo pulsó disimuladamente un par de botones del tablero de control. Pensaba subir a un bote, echarlo al mar y ponerse a salvo. Se encendería el GPIRB, y le rescatarían antes de que anocheciera.

Llegó al último bote. Abrió el panel de control con la tarjeta y empezó a configurar los parámetros con una mano temblorosa, atento a la pelea que se desarrollaba en la otra punta entre el banquero y los pasajeros, que pisoteaban los cuerpos, ya inmóviles, de Liu y Crowley. Una cabeza se volvió hacia Mayles. Luego otra.

— ¡Eh, va a soltar uno! ¡Qué hijo de puta!

— ¡Espera!

Vio que un grupo de pasajeros se acercaba.

Tecleó rápidamente el resto de la configuración, para activar el sistema hidráulico de apertura de la escotilla de embarque de popa, y corrió para entrar, pero se le adelantaron y le sujetaron.

— ¡Desgraciado de mierda!

— ¡Hay sitio para todos! —chilló él—. ¡Soltadme, imbéciles! ¡De uno en uno!

— ¡Tú el último!

Un viejo con una fuerza sobrehumana, puro nervio, le arrojó al suelo de un tortazo y desapareció en el interior del bote, seguido por una multitud manchada de sangre que gritaba sin cesar. Mayles intentó ir tras ellos, pero le retuvieron.

— ¡Cerdo!

Resbaló en la cubierta mojada y se cayó. Le estamparon a patadas contra la baranda. Se aferró a ella para levantarse. No permitiría que le dejasen fuera. No le iban a quitar su bote. Se echó encima de un hombre que le cerraba el paso, y le tiró al suelo. Después volvió a resbalar. El hombre se levantó y le embistió. Forcejearon, tropezando contra la baranda. Mayles plantó un pie en el suelo y apuntaló el otro en la baranda, mientras la gente se peleaba por cruzar la angosta escotilla.

— ¡Eh, me necesitáis! —exclamó, forcejeando—. ¡Sé cómo funciona!

Apartó a su agresor y se lanzó otra vez hacia la escotilla, pero los de dentro del bote estaban intentando cerrarla.

— ¡Sé cómo funciona! —dijo a pleno pulmón, clavando los dedos en la espalda de quienes intentaban mantener abierta la escotilla.

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