El coche de bomberos que desapareció (31 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—No, hay uno en el sótano —dijo Rönn—. ¿Has llevado algo allí desde que desapareció el coche?

Rönn miró a su mujer, que negó con la cabeza.

—Yo tampoco —aseguró Rönn.

—¿No os acordáis de haber sacado algo de aquí? ¿Algo que enviarais a reparar o algo por el estilo? ¿Y a la lavandería? Pudo haber salido con la ropa sucia.

—Lo lavo todo yo misma —dijo Unda—. Tenemos una máquina lavadora abajo, en el sótano.

—¿Y él no tiene amigos que puedan habérselo llevado?

—No, Mats padeció un resfriado bastante largo, y nadie estuvo aquí durante ese tiempo —repuso Unda.

—¿No ha estado aquí alguien que haya podido cogerlo? —preguntó Månsson.

—He tenido algunos amigos en casa, una o dos veces —contestó Unda—. Pero no creo que roben juguetes. De todos modos fue mucho después de que vinieran, cuando nos dimos cuenta de que el coche había desaparecido.

Rönn asintió con aire lúgubre.

—Esto es peor que un interrogatorio policíaco —dijo Unda, riéndose.

—Espera que saque su vara y empiece a aplicar el tercer grado —dijo Rönn.

—Pensad por un momento —rogó Månsson—. ¿Ha estado alguien más aquí, alguien que viniese a buscar algo, o a leer algún contador, o un lampista, o cualquier otro operario?

—No —respondió Rönn—. Que yo sepa al menos. ¿Te refieres a alguien que hubiera podido robarlo?

—Bueno, ¿por qué no? —dijo Månsson—. Las gentes roban a veces cosas muy extrañas. En Malmö había un individuo que solía ir por las casas fingiendo ser un representante de la compañía Anticimex, y cuando lo detuvieron le encontraron en su casa ciento trece bragas. Era lo único que robaba. Pero lo que yo estaba pensando es que alguien se hubiera llevado el coche de bomberos por equivocación.

—Eso deberías saberlo tú, Unda —dijo Rönn—. Tú estás en casa todo el día.

—Sí, estaba pensando en eso precisamente. No recuerdo que haya venido ningún operario. El hombre que colocó el cristal de la ventana fue mucho antes, ¿verdad?

—Sí —dijo Rönn—. Eso fue en febrero.

—Es cierto —confirmó Unda. Se mordió el índice pensativa—. Sí —dijo—. El conserje estuvo aquí, sacando el aire de los radiadores. Eso fue pocos días después del cumpleaños de Mats, estoy segura.

—¿Sacando el aire de los radiadores? —repitió Rönn—. No lo sabía.

—Probablemente olvidé decírtelo —dijo Unda.

—¿Trajo sus herramientas? —preguntó Månsson—. Debía de tener una llave inglesa. ¿Recuerdas si llevaba una caja de herramientas?

—Sí, creo que sí —contestó Unda—. Aunque no estoy segura.

—¿Vive en este mismo edificio?

—Sí, en el entresuelo. Se llama Svensson.

Månsson dejó su vaso de coñac y se levantó.

—Ven, Einar —dijo—. Vamos a visitar a tu conserje.

Svensson era un hombre bajo y robusto, de unos sesenta años. Llevaba unos pantalones oscuros bien planchados y una camisa de un blanco inmaculado, con puños.

Månsson ya se había fijado en una caja de herramientas que estaba encima de una estantería en el vestíbulo, cuando el conserje dijo:

—Buenas noches, señor Rönn. ¿Puedo servirle en algo?

Rönn no sabía cómo empezar, pero Månsson señaló la caja de herramientas y preguntó:

—¿Es ésa su caja de herramientas, señor Svensson?

—Sí —dijo Svensson, sorprendido.

—¿Cuánto tiempo hace que la ha utilizado por última vez?

—Bueno, no lo recuerdo exactamente. Hace bastante tiempo. He estado en el hospital varias semanas y entretanto Berg, del número once, se ha ocupado de los pisos. ¿Por qué, si me permiten preguntarlo?

—¿Podemos echar un vistazo al interior de la caja?

El conserje alcanzó la caja en seguida.

—Por favor, háganlo —dijo—. ¿Por qué...?

Månsson abrió la caja y Rönn vio cómo el conserje estiraba el cuello y miraba dentro con verdadero asombro. Dio un paso hacia adelante y allí, entre los martillos, los destornilladores y las llaves inglesas, estaba el coche de bomberos, rojo y brillante.

Varios días después, un martes, 30 de julio, exactamente, Martin Beck y Kollberg hicieron un resumen privado del caso mientras tomaban café sentados en Västerberga.

—¿Ha regresado Månsson a su casa? —preguntó Martin Beck.

—Sí, se fue el sábado. Creo que no le interesa demasiado Estocolmo.

—No, probablemente se hartó de la ciudad el invierno pasado, con el asunto del asesinato en el autobús.

—Ha hecho un buen trabajo, el condenado —comentó Kollberg—. No lo hubiera creído nunca de ese lento fisgón. Y a pesar de todo, sigo preguntándome...

—¿Qué?

Kollberg meneó la cabeza.

—Hay algo sospechoso en ese interrogatorio. Esa chica, ¿comprendes...?

—¿Por qué piensas eso?

—No lo sé exactamente. Bueno, de todas maneras el asunto parece claro ahora. Olofsson, Malm y ese individuo Karlsson, encargado de falsificar los papeles, pensaron en independizarse y abrir su propio...

—Por cierto, y a propósito de Karlsson, estuvimos en la compañía de seguros donde trabajaba y todo lo que utilizaba para sus falsificaciones estaba allí. Sellos y papeles y todo lo demás —explicó Martin Beck—. Los tenía allí en un armario, y el jefe del departamento lo había guardado todo en una caja, sin saber lo que era. Si quieres echarles una mirada, están en Kungsholmsgatan.

—No era un mal falsificador. Lo que ocurrió fue que esos tres tipos sabían demasiado y por eso enviaron a ese Lasalle-Riffi- Caravanne o como se llame.

—Llámale
Cualquiera
.

—Sí, es una buena manera de llamarle. Fue a Copenhague y luego a Malmö, y acabó con Olofsson. Pero Malm se asustó y se largó. Luego la policía detuvo a Malm y...

—Sí —dijo Martin Beck—. Los dos, él y Sigge Karlsson, se quedaron sin medios para ganarse la vida. Sabían o se imaginaban lo que le había ocurrido a Olofsson. Estaban arruinados y desesperados, y por último Malm cogió un coche con la intención de venderlo por su cuenta, para conseguir algún dinero. Pero le detuvieron en seguida.

—Y luego le soltaron y eso no mejoró las cosas. El y Sigge Karlsson estaban temiendo que ese
Cualquiera
o algún otro apareciese y acabase con ellos de una vez. Vivían de prestado, podría decirse.

—Y
Cualquiera
llegó en efecto como una carta por correo. Daría señales de vida de algún modo, probablemente por teléfono, o quizá le vieron mientras intentaba comprobar sus direcciones. Sigge Karlsson se dio por vencido y se pegó un tiro, pero antes, en un momento de lucidez, pensó en llamarte, aunque no puso en práctica su idea.

Martin Beck asintió.

—Malm estaba en una situación tan desesperada que se fue a ver abiertamente a Sigge Karlsson, a pesar de que debía temer que le vigilaran. Entonces le dieron la noticia de la muerte de Karlsson.

—Compra una cerveza con su última moneda, se va a su casa y abre la llave del gas. Pero antes,
Cualquiera
, que está en la ciudad con un encargo que quiere cumplir lo antes posible, va a la casa y coloca su precioso aparatito en la cama de Malm. El día siguiente,
Cualquiera
toma el avión para cualquier lugar. Y nosotros nos quedamos aquí. Los policías de la Keystone. Los pies planos. Parece increíble que tú y yo, Rönn y Larsson, hayamos estado dando vueltas durante casi cinco meses persiguiendo a un individuo que estaba muerto un mes antes de empezar nuestras pesquisas, y otro individuo cuyo nombre no conocemos estuviera desde el principio fuera de nuestro alcance.

—Quizá vuelva —dijo pensativamente Martin Beck.

—Optimista —repuso Kollberg—. Nunca volverá a poner los pies aquí.

—Hum —hizo Martin Beck—. No estoy tan seguro. ¿Has pensado en una cosa? Tiene un arma importante para poder trabajar aquí: habla el sueco.

—Es cierto. ¿Dónde demonios lo habrá aprendido?

—Debe de haber trabajado en Suecia algún tiempo, o ha estado aquí como refugiado durante la guerra. En todo caso, si la «empresa» decide reconstruir su rama de Estocolmo, él puede ser muy útil. Y además no tiene idea de que sabemos que existe. Puede muy bien aparecer de nuevo.

Kollberg inclinó la cabeza y pareció poco convencido.

—¿Has pensado en otra cosa? —dijo—. Incluso si vuelve y se pone a tiro, ¿qué pruebas tenemos contra él? No hay nada ilegal en el hecho de haber estado en Sundbyberg.

—No, no podemos culparle por eso del incendio. Pero está muy relacionado con el asunto de Malmö, el asesinato de Olofsson.

—Cierto. Pero eso no es asunto nuestro. De todos modos, no volverá nunca.

—No estoy del todo convencido. Deberíamos pedir a la Interpol y a la policía francesa que tengan los ojos abiertos. Y que nos avisen si aparece.

—Encárgate tú de eso —dijo Kollberg bostezando.

30

Un mes después, Lennart Kollberg estaba sentado en su despacho de Västerberga tratando de averiguar el paradero de una chica de diecisiete años. La gente desaparecía con mucha frecuencia, especialmente las chicas y sobre todo en verano. Casi todas volvían a aparecer, algunas después de marcharse al Nepal para sentarse con las piernas cruzadas a fumar opio; otras después de ganar algún dinero extra posando desnudas para revistas alemanas pornográficas, y otras por haberse ido al campo con algunos amigos sin acordarse de telefonear a sus familias. Pero ésta parecía haber desaparecido de verdad. La muchacha que le sonreía desde la fotografía hizo pensar a Kollberg, tristemente, que quizá reaparecería con un aspecto muy diferente si la encontraban en las aguas del Canal o de algún estanque del Parque Nacional de Nacka.

Martin Beck estaba de vacaciones y a Skacke no se le podía hallar, aunque debía estar por ahí cerca.

Estaba lloviendo, una lluvia fresca y clara de verano que limpiaba el polvo de las hojas y azotaba alegremente los cristales de las ventanas.

A Kollberg le gustaba la lluvia, especialmente la lluvia fresca después de un calor sofocante, y contemplaba con placer los espesos bancos de nubes grises que se entreabrían de vez en cuando y dejaban filtrarse entre sus jirones el sol; pensaba que pronto se iría a su casa, lo más tarde a las cinco y media, hora ya bastante avanzada puesto que era sábado.

Pero entonces, claro está, sonó el teléfono.

—Hola. Soy Strömgren.

—Hola.

—Tengo un mensaje en el télex que no puedo descifrar del todo.

—¿Qué dice?

—Es de París. Acabo de conseguir una traducción. Dice sólo esto: «El requerido Lasalle probablemente en ruta desde Bruselas a Estocolmo. Vuelo extra SN X3 con llegada a Arlanda a las 18.15 horas. Nombre Samir Malghagh. Pasaporte Marruecos. »

Kollberg no dijo nada.

—Es para Beck, pero está de vacaciones. Yo no puedo entenderlo. ¿Puedes tú?

—Sí —contestó Kollberg—. Desgraciadamente. ¿Cuánta gente tienes ahí?

—¿Aquí? Prácticamente a nadie. ¿Quieres que llame a la comisaría de Märsta?

—No te preocupes —dijo Kollberg—. Yo lo arreglaré. ¿Dijiste a las seis y cuarto?

—Dieciocho quince horas. Eso es lo que dice.

Kollberg miró la hora. Eran poco más de las cuatro. Tenía relativamente bastante tiempo. Deshizo el nudo del cordón del teléfono y marcó el número de su casa.

—Parece que tendré que ir a Arlanda.

—¡Diablos! —exclamó Gun.

—Completamente de acuerdo.

—¿A qué hora estarás de vuelta?

—No más tarde de las ocho, espero.

—Date prisa.

—Te lo prometo.

—Lennart.

—¿Sí?

—Te quiero. Adiós.

La mujer colgó tan de prisa el auricular que él no tuvo tiempo de, decirle nada. Sonrió, se levantó, salió al pasillo y gritó:

—¡Skacke!

Lo único que se oía era la lluvia, y por alguna razón había perdido todo su encanto.

Tuvo que atravesar el piso antes de encontrar un alma. Un policía.

—¿Dónde demonios está Skacke?

—Jugando al fútbol.

—¿Qué? ¿Al fútbol? ¿Estando de servicio?

—Dijo que era un partido muy importante y que estaría de vuelta antes de las cinco y media.

—¿En qué equipo está jugando?

—En el de la policía.

—¿Dónde?

—En Zinkensdamn. De todos modos, está libre hasta las cinco y media.

Esto era cierto y no mejoraba la situación. No era una perspectiva muy agradable ir solo a Arlanda, y además Skacke conocía el caso y podría intervenir tan pronto como Kollberg le hubiera dado la mano al señor Cualquiera. Si llegaba el caso. Así que se puso el impermeable, fue a buscar el coche y se dirigió a Zinkensdamm.

En la entrada del campo se veían unos carteles blancos con letreros verdes:

SABADO, A LAS 15 HORAS: EL CLUB DEPORTIVO DE LA POLICIA CONTRA EL REYMENSHOLM SPORTS CLUB.

Por encima de la iglesia de Högalid brillaba la curva de un magnífico arco iris y sobre el verde campo de juego sólo caía ahora una suave llovizna. Sobre la tierra pisoteada corrían veintidós jugadores empapados y a su alrededor se apiñaba un centenar de espectadores de pie.

A Kollberg no le interesaban lo más mínimo los deportes y, después de recorrer con la mirada todo el campo, se fue al extremo opuesto, donde vio a un policía vestido de paisano, solo junto a la barrera, frotándose las manos nerviosamente.

—¿Es usted el entrenador o como se llame?

El hombre asintió sin dejar de mirar la pelota.

—Saque en seguida a ese chico de la camiseta naranja, ese que pasa la pelota ahora, allí abajo.

—Imposible. Acabamos de hacer salir al campo a nuestro doceavo jugador. Ni hablar. Además, sólo faltan diez minutos.

—¿Cómo va el partido?

—Tres a dos a favor de la policía. Y si ganamos el partido entonces...

—¿Sí?

—Entonces podemos pasar a.... no... oh, gracias a Dios... a tercera división.

Diez minutos no eran el fin del mundo y el hombre estaba tan preocupado que Kollberg decidió no aumentar sus dificultades.

—Diez minutos no son el fin del mundo —dijo de buen humor.

—En diez minutos pueden pasar muchas cosas —rezongó el hombre, pesimista.

Tenía razón. El equipo de las camisas verdes y pantalones blancos metió dos goles y ganó el partido entre una salva de aplausos de los veteranos y bebedores que parecían constituir la mayor parte de los espectadores. Skacke recibió un puntapié en la pierna que le hizo caer en redondo al suelo, sobre un charco lleno de barro. Cuando por fin Kollberg pudo alcanzarle, tenía fango hasta en el pelo y respiraba con dificultad, como una locomotora vieja subiendo una cuesta. Estaba completamente agotado.

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