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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (5 page)

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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»El emperador quedó extasiado, y mandó revestir el ingenio de lujosa belleza. La esfera fue labrada en mármol, y las piezas, sustituidas por pequeños autómatas de oro. Cuando era la hora, el animal correspondiente se inclinaba ante la figura inmóvil del emperador, situada en el centro del reloj.

»Pronto, sin embargo, el emperador se cansó de darle cuerda, y preguntó al mago si existía alguna manera de lograr que el reloj continuase funcionando solo, por toda la eternidad. «Oh, sí, señor, la hay», respondió el mago. «Existe una energía eterna, y yo puedo capturarla en un orbe. Pero el precio es alto».

»El emperador le ordenó que trabajara en ello, sin tener en cuenta los riesgos. Cuando el orbe estuvo terminado, el mago reveló al emperador que aquello que debía contener eran almas.

»Ambos guardaron el secreto. El emperador comenzó a alimentar a su extraordinario reloj con las almas de aquellos que se atrevían a tocarlo. Y así, pronto la ciudad se llenó de cuerpos vivos, pero sin alma, como cáscaras vacías, como autómatas que se movían sin recordar cómo ni por qué. Nadie conocía el origen de esta extraña y nueva enfermedad, puesto que nadie, excepto el emperador y el mago, estaba al tanto de la siniestra condición de devorador de almas que había adquirido el reloj.

»El tiempo pasó, y el emperador envejeció, pero el reloj se había alimentado bien, y seguiría funcionando varios siglos más. Sin embargo, una mañana los sirvientes hallaron el cuerpo del emperador vivo, pero sin alma, como un muñeco grotesco que ya no podía hablar ni pensar por sí mismo, pero que, de alguna manera, seguía existiendo. Tanto el mago como el reloj habían desaparecido.

»Nadie supo nunca lo que había sucedido; tal vez el emperador había querido librarse de su mago y, tras fracasar en su intento, había sufrido la venganza de este. Pero lo cierto fue que, después de aquel día, nadie más en todo el imperio volvió a caer víctima de la misteriosa enfermedad que transformaba a los vivos en no-muertos. Con el tiempo, y dado que no se encontró cura, todos los cuerpos sin alma, incluido el del emperador, acabaron por ser sacrificados.

»Nunca volvió a saberse nada del extraordinario reloj de Qu Sui, ni del mago que se lo llevó. Con respecto a cómo llegó hasta mi colección... bueno, esa es otra historia que no necesitas conocer ahora.

La voz del marqués se apagó. Jonathan había escuchado aquella historia de pie y en silencio, sin apartar los ojos de su madrastra.

—Así que ya lo sabes —dijo tranquilamente el marqués—. A Marjorie le han robado el alma. Tú mismo la has oído susurrar desde el interior del orbe del reloj de Qu Sui, y también tu padre.

Jonathan reaccionó. Miró al marqués y negó con la cabeza.

—No —dijo—. No lo creo, no puedo aceptarlo. No es verdad.

Pero, en el fondo de su corazón, sabía que sí lo era.

El marqués suspiró de nuevo y se acercó al reloj. El gallo ya no estaba inclinado ante el emperador. Se alejaba lentamente de él, mientras la figura del perro parecía comenzar a desplazarse hacia el centro.

—El reloj tarda exactamente medio ciclo en apropiarse de un alma. Eso hace seis
tokis
, es decir, doce horas. Lo cual significa que tienes hasta mañana al amanecer. Cuando el perro, el jabalí, el ratón, el toro, el tigre y la liebre hayan pasado por el centro de la esfera, el reloj de Qu Sui habrá arrebatado por completo el alma de Marjorie Hadley, y será demasiado tarde.

Bill, todavía en el suelo, gimió de nuevo.

—Pero, ¿qué he de hacer? —preguntó Jonathan, confuso.

El marqués no respondió enseguida. Avanzó hacia el fondo de la sala, y el chico lo siguió. Pasaron frente a los dos relojes que no habían visto: el reloj de péndulo de Barun-Urt, adornado con caprichosas figuras de corte oriental, y el reloj de Shibam, aquel cuya arena, según el marqués, caía hacia arriba si se le daba la vuelta, provocando un rejuvenecimiento ininterrumpido hasta antes de la propia concepción.

Pero el marqués no prestó atención a ninguno de estos relojes. Se detuvo ante la séptima vitrina, y Jonathan se asomó a ella, conteniendo el aliento.

Estaba vacía.

—He pasado toda mi vida coleccionando relojes. La mayoría son joyas, pero en esta sala están los... relojes especiales, extraordinarios. Casi todos están malditos, pero eso no me ha detenido. Oh, sé muy bien que hay otros relojes portentosos en el mundo, pero ninguno me interesaba tanto como uno muy, muy especial, que se me ha escapado de entre las manos una y otra vez. He reservado en esta sala un rincón para él, pero verás, Jonathan, ninguna de las piezas que ahora mismo nos rodean es nada comparada con ese reloj del que te hablo. Se trata de un objeto que puede prestarme un gran servicio, pero también tiene la clave para devolverle a Marjorie su alma.

»Se trata del reloj Deveraux.

Jonathan se quedó mirando al marqués.

—¿Y cómo se supone que voy a encontrarlo en doce horas?

El marqués retiró un poco la cortina de la ventana e indicó a Jonathan que se colocara junto a él.

El paisaje era magnífico. La Ciudad Antigua, encerrada en sus murallas, se alzaba al otro lado del río, orgullosa, desafiando al tiempo y a la eternidad. Los vetustos edificios habían sobrevivido a guerras, heladas, incendios e inundaciones, y seguían dormitando a la sombra de la catedral gótica y de varias sinagogas y mezquitas, recuerdo de un tiempo en que, tras aquellas murallas, se había llamado a Dios con tres nombres diferentes.

—Está allí —dijo el marqués suavemente—, en alguna parte, detrás de esas murallas que a mí no me está permitido franquear.

—¿Por qué no?

—Eso es asunto mío, muchacho. Pero te aseguro que, si me estuviese permitido hacerlo, el reloj Deveraux sería ya mío, y ahora no estarías preocupándote por el futuro de tu madrastra.

Jonathan volvió a contemplar la ciudad, que pareció devolverle una mirada soñolienta, nada amenazadora. Ya había paseado por sus calles y no había encontrado nada peligroso en ellas. Solo tenía que volver allí y encontrar un reloj. Nada más.

—No tienes mucho tiempo —lo apremió el marqués—. Date prisa o será demasiado tarde.

Jonathan pensó en aquellos chinos sin alma, sin conciencia, que se movían sin saber realmente qué eran; recordó el rostro fantasmal de Marjorie que le pedía ayuda desde el interior del orbe, y se dijo a sí mismo que no tenía elección.

Se inclinó junto a su padre y su madrastra y susurró:

—Volveré pronto, lo prometo.

Marjorie no reaccionó; Bill le dirigió una mirada vidriosa. Jonathan esperó un momento, pero él no dijo nada. Echó una mirada cautelosa a la niebla rojiza del reloj, pero el rostro de Marjorie no volvió a aparecer allí.

Respiró hondo. Se incorporó de nuevo y, sin mirar atrás, abandonó la sala de los seis relojes prodigiosos.

Atravesó el museo, seguido de cerca por el marqués, y todos los relojes le recordaron que ya eran las seis y cuarto. Apenas vio a Basilio, que aguardaba junto a la puerta, y tampoco dijo nada cuando salió al exterior.

Se sintió muy aliviado al abandonar la sombra del viejo caserón. El marqués se quedó en la puerta y le dirigió una extraña mirada.

—Recuérdalo, muchacho —dijo—. El reloj Deveraux.

»El reloj Deveraux... El reloj Deveraux...»

El nombre quedó grabado a fuego en su mente. Jonathan respiró profundamente y echó a andar, decidido, a la Ciudad Antigua, que dormitaba al otro lado del río.

El marqués lo vio marchar, en silencio.

—¿Tú qué opinas, Basilio? —dijo de pronto.

El viejo mayordomo dio un respingo. El marqués seguía con la vista fija en la figura de Jonathan, que avanzaba hacia uno de los puentes que llevaban a la Ciudad Antigua.

—¿Se... se refiere usted al muchacho?

El marqués asintió.

—Bueno —dijo Basilio, inseguro—. No parece gran cosa, ¿verdad? Quiero decir... que no es tan fácil llegar hasta allí, ¿no? Y, aunque lo consiguiera... ¿por qué iban ellos a tratarlo de manera distinta que a los otros?

El marqués no dijo nada. Parecía sumido en profundas meditaciones. Al cabo de unos minutos, cabeceó enérgicamente.

—Tienes razón, Basilio. Él no lo sabe, pero en el caso de que logre cruzar el umbral... tendrá mucha suerte si consigue ver la luz de un nuevo día.

Y con estas palabras, el marqués dio media vuelta y se internó de nuevo en las sombras del caserón que albergaba el extraordinario Museo de los Relojes.

Basilio lo siguió.

Capítulo 4

L
as calles empedradas, laberínticas, serpenteaban entre vetustas casas que habían contemplado el paso de muchas generaciones de seres humanos. Cada rincón de la Ciudad Antigua escondía una nueva sorpresa, pero Jonathan no se detuvo; de hecho, cuando las campanadas del convento cercano dieron las seis y media, el joven aceleró el paso.

Caminaba sin rumbo fijo. Sabía qué estaba buscando, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. Sin embargo, no podía detenerse. El tiempo corría en su contra.

Aminoró la marcha en una calle flanqueada por diversas tiendas de recuerdos para turistas, y se quedó mirando los escaparates. Vio productos de artesanía típicos, lacados, repujados en oro, finamente labrados. Figuritas, vajilla, enormes espadas españolas, cuadros, espejos...

La mayor parte de los objetos eran de nueva fabricación, pero algunas tiendas mostraban antigüedades auténticas. Sus ojos se posaron en un reloj de pared de plata, y se preguntó si sería aquel el que andaba buscando. Se dio cuenta entonces de que no tenía ni la más remota idea de cómo era aquel famoso reloj. ¿Sería un reloj de sol, de arena, mecánico? ¿De bolsillo, de pie, de cuco, de pared, de chimenea, de mesa, de pulsera? ¿Lo venderían en alguna tienda? ¿Lo expondrían en algún museo? ¿Pertenecería a alguna casa particular?

En aquel momento, Jonathan maldijo su escaso sentido práctico. Siempre había sido un soñador, y un desastre en el mundo real.

—Debería haber preguntado al marqués —murmuró para sí mismo—. Seguro que él sabía muchas más cosas de las que me ha dicho.

Se separó del cristal del escaparate, apesadumbrado, y se preguntó si perdería mucho tiempo regresando al caserón para pedir más información.

No quiso mirar la hora. Rápidamente, emprendió el trayecto hacia la casa del marqués, atajando por el camino que le pareció más rápido, por callejuelas umbrías que todavía conservaban un cierto sabor añejo, medieval.

Se perdió. Después de un buen rato, oyó las campanas anunciando las siete de la tarde. Dio media vuelta y echó a correr, con la esperanza de escapar de aquel laberinto.

Desembocó en un callejón sin salida. Al fondo había una pequeña plaza rodeada de árboles, con una fuente de piedra cuyo caño estaba tallado en forma de boca de dragón. Jonathan bebió un poco de agua y se dispuso a volver sobre sus pasos. Pero algo llamó su atención.

Se trataba de un establecimiento. Parecía viejo, y sobre su puerta se veía un desgastado anuncio que rezaba:

ANTIGUA RELOJERÍA MOSER

ESPECIALISTAS EN REPARACIÓN

Y RESTAURACIÓN DE RELOJES ANTIGUOS

DESDE 1872

Jonathan sintió que se le aceleraba el corazón.

Cuando empujó la puerta, un racimo de campanillas anunció su visita. Jonathan clavó la mirada en el mostrador, tratando de ignorar el coro de tictacs que lo había recibido, y que le recordaba demasiado a otro lugar en el que nunca habría debido entrar.

Tal vez esperaba ver una mesa minúscula abarrotada de piezas de relojería minúsculas, y a un viejecillo minúsculo con una lente de aumento sobre un ojo, trabajando en el delicado mecanismo de algún reloj de bolsillo centenario. Lo que encontró fue muy distinto. El relojero que lo miraba desde detrás de un mostrador amplio y despejado, sobre el que reposaba un ordenador, era un hombre joven y atlético. No se parecía en nada a la imagen que Jonathan tenía del interior de una relojería que se remontaba a 1872.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Jonathan vaciló, pero acabó acercándose.

—Buenas tardes —dijo; sabía que su español era correcto, pero, como no había tenido muchas oportunidades de practicarlo, temía que su acento no fuese muy bueno—. Busco un reloj antiguo.

El relojero sonrió.

—Si te refieres a piezas de coleccionista, son muy caras. Puedo dejarte un catálogo, para que te hagas una idea.

—Sí, por favor.

Jonathan hojeó el catálogo. La mayor parte de los relojes eran de los siglos XVIII, XIX y principios del XX. El chico no se fijó en los precios, que eran prohibitivos, incluso para alguien con los recursos de su padre, sino que buscó en el pie de las fotografías aquel nombre que el marqués le había indicado. En cuanto lo encontrase, ya pensaría cómo hacerse con él; pero lo principal era localizarlo.

No lo logró. Devolvió el catálogo al relojero, con gesto serio. La sonrisa de este se ensanchó.

—Ya te he dicho que eran caros.

—El reloj que yo busco no está aquí —explicó Jonathan—. O, por lo menos, yo no lo he visto. No sé cómo es ni de qué época. Solo sé que lo llaman el reloj
Dafegó
.

Jonathan no sabía francés, y, por tanto, repitió el nombre tal y como lo había oído de boca del marqués.

El relojero lo miró, perplejo.

—No me suena —admitió—. Pero, si es antiguo...

—Mi padre colecciona relojes antiguos —improvisó Jonathan—. Por supuesto que yo no podría comprarlo, pero él sí, y paga muy bien por ellos. Lleva tiempo detrás de ese reloj, y me gustaría darle una sorpresa y decirle dónde lo puede comprar. Sería un fantástico regalo de cumpleaños —añadió, con una sonrisa—, porque sé que lo tienen aquí, en esta ciudad.

Se puso colorado, como cada vez que mentía, pero el relojero no lo notó. Lo miraba con interés y curiosidad.

—¿Cómo dices que se llama ese reloj? Nunca lo había oído nombrar.

—Reloj
Dafegó
.

—Bien... haré una llamada y enseguida te contesto.

—Gracias —dijo Jonathan.

El relojero entró en la trastienda. Jonathan miró a su alrededor mientras esperaba, pero apartó la vista inmediatamente. Estaba empezando a odiar los relojes.

—Deveraux —dijo una voz tras él, sobresaltándolo.

Jonathan se volvió rápidamente. Descubrió entonces a un anciano sentado entre los relojes. Se preguntó cómo no lo había visto antes.

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