El coleccionista (13 page)

Read El coleccionista Online

Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando volvió en sí, ya no estaba atado, pero no podía ponerse de pie. El mundo no paraba de moverse dentro de su cabeza. Lo encontró alguien que paseaba por allí y acudió una ambulancia a recogerlo. Pasó seis semanas en el hospital. Se le había hinchado el cerebro y tuvieron que agujerearle el cráneo para aliviar la presión. Estuvo en coma inducido durante dos semanas. Le habían roto seis costillas y el brazo derecho. Cuando salió del hospital, no quiso decir el nombre de los chicos que le habían hecho todo aquello. Le dijo a la policía que no recordaba quiénes habían sido. Pero no era cierto.

Recuperó el equilibrio un mes después del incidente y aún tardó un par de días en empezar a caminar derecho de nuevo. Todo lo que había aprendido en la escuela dejó de tener sentido. Las cosas más simples dejaron de serlo. Ya no le gustaba escuchar su música. De hecho, la aborrecía. Los cómics ya no le hacían reír y odiaba las historias porque hablaban sobre las vidas de personas con habilidades únicas que él jamás podría tener. En cambio, empezó a dibujar sus propios cómics. No se le daba especialmente bien dibujar, pero tampoco lo hacía mal, por lo que se dedicó a dibujar a todos esos chicos que lo habían pegado, se dibujaba a sí mismo frente a ellos, con diferentes tipos de armas y maneras de utilizarlas. A veces, cuando no estaba dibujando, se sentaba en su habitación y les arrancaba las puertas y las ruedas a sus coches en miniatura. Oyó cómo su madre le contaba a su tía que había cambiado, que algo no funcionaba bien dentro de su cabeza. Adrian no sabía qué era. Su madre sí, de hecho se lo había explicado, pero él no le encontró sentido. Era la misma persona, se sentía el mismo, aunque sabía que había cambiado. A veces se le olvidaban las cosas. Lo que había vivido antes de la paliza había quedado encerrado en su memoria para bien, pero también había cosas nuevas que luchaban por salir. Siempre estaba perdiendo las cosas, no recordaba los nombres de la gente. Pero no olvidó los nombres de todos y cada uno de los chicos que le habían hecho todo aquello. La policía seguía haciendo preguntas, aunque cada vez menos. Habían empezado a ocuparse de otros asuntos. La gente olvidó lo que le había ocurrido a Adrian.

Pero él recuperó las fuerzas. Y el equilibrio. Las heridas de su mente empezaron a sanar. Jamás volvería a estar al cien por cien, pero al menos podía recordar cosas nuevas si se esforzaba. Sin embargo, veía las cosas de un modo distinto. Los golpes que había recibido en la cabeza y le habían hinchado el cerebro habían cambiado su perspectiva de la vida.

El instituto había terminado para él. Incluso si hubiera podido volver, él no habría querido. ¿Qué iba a hacer? ¿Estudiar para convertirse en astronauta? Lo peor de todo era que no podía verter su orina en las taquillas de los chicos que le habían pegado.

Lo mejor de todo era que pasó a tener más tiempo para pensar en lo que les haría algún día. Desde entonces, se ha esforzado en hacer amigos y, al parecer, ahora tendrá que seguir esforzándose con Cooper. Antes de la paliza no era un chico popular, pero había un par de chicos igual de impopulares que él que como mínimo le dirigían la palabra en alguna ocasión. Si su madre estuviera allí, como mínimo tendría a alguien que lo consolara, que lo tranquilizara, que se preocupara por el disgusto que había sufrido. Al menos, esa era su fantasía. En realidad, su madre no habría hecho nada de eso. Antes sí, hace mucho tiempo, hasta que él empezó a esperar frente al instituto para seguir a los chicos que lo habían pegado. Entonces las cosas empeoraron. Fue poco después de eso cuando su primera madre lo mandó a Grove y dejó de ser su madre.

No es justo, pero es que las cosas nunca lo son. Se supone que coleccionar a Cooper es lo más emocionante que ha hecho en su vida, y todas esas ideas, junto con la reacción de Cooper, lo están decepcionando. Tiene que encontrar la manera de caerle bien a Cooper. A Cooper le caen bien otras personas, lo que significa que es posible. Debería bajar y preguntarle a Cooper si alguien le ha demostrado tanto respeto alguna vez, hasta el punto de considerarlo una colección. ¿Qué otra persona piensa tanto en la obra de Cooper? ¡Nadie!

Intenta convencerse a sí mismo de que Cooper solo necesita algo de tiempo para acostumbrarse y recuerda cómo lo pasó él cuando lo llevaron allí por primera vez, qué sintió al encontrarse en un entorno tan desconocido. Aunque en su caso fue peor, porque lo tuvieron encerrado con muchos más pacientes, algunos de ellos absolutamente locos; otros, mezquinos; otros, locos y mezquinos. En cualquier caso, los soltaron a todos hace tres años, cuando cerraron Grover Hills. Se recuerda a sí mismo que ya sabía que la rabia de Cooper siempre sería una posibilidad.

Mañana su regalo contribuirá, y mucho, a solucionar los problemas entre ellos. De momento, debería descansar lo que queda del día y después consultarlo con la almohada. Igual que su madre —no su verdadera madre, la que lo había abandonado, sino su segunda madre, la que cuidó de él y de los demás que eran distintos— solía decir: «Un problema está solucionado si lo afrontas descansado». No está muy seguro de que su madre tuviera razón en ese caso.

Camina por su dormitorio, contando los pasos, intentando encontrar consuelo en ese entorno conocido. Solía caminar mucho por esa habitación durante su paso de la adolescencia a la edad adulta. En ocasiones tenía la habitación para él solo, pero a veces había tenido que compartirla y entonces le quedaba menos espacio para caminar. Cuantos más pasos da, más se tranquiliza. Prefiere los números pares a los impares y se asegura de terminar siempre en un número múltiplo de diez, con lo que a veces tiene que acortar o alargar los pasos para que coincida. Lo aparta todo de su mente hasta que llega a mil. Mil es un buen número, el doble de bueno que quinientos, la mitad de bueno que dos mil. Es un buen número, sólido, múltiplo de diez, y también de cien, que a su vez es múltiplo de diez. Se sienta. Piensa en las segundas impresiones. Piensa en cómo puede hacer feliz a Cooper y decide que darle a un asesino en serie unos cuantos libros para leer podría ser de ayuda. Es una idea genial.

Con la misma rapidez con la que se ha entusiasmado vuelve a descorazonarse y le queda un sentimiento de profunda inutilidad, un sentimiento que le ha acompañado desde que llegó a la edad adulta. Darle a Cooper cosas para leer es una idea de la que podría sentirse orgulloso, pero de lo que no está orgulloso es del hecho de que tardara tanto en llegar a tener la idea. Debería haber sabido desde el principio que un tipo como Cooper necesita mantener la mente activa, estimulada, para no estancarse. Se supone que los objetos de coleccionista no son aburridos.

—Cooper estará contento —dice, y sabe que cuando comparta esa idea con él empezará a formarse un vínculo entre los dos. Durante los últimos tres años ha estado coleccionando libros acerca de asesinos en serie. Le encanta leerlos. Le fascinan. Coge unos cuantos libros de su habitación y se los lleva al sótano. Cooper lo mira mientras baja por las escaleras. Adrian puede ver su rostro inmóvil a través de la ventanilla; parece gris, apagado, como un fantasma que se ha movido de sitio.

—Te he traído algo para leer —dice Adrian mientras le muestra los libros.

—Gracias. Eres muy amable —dice Cooper, y a Adrian le gusta comprobar que lo trata con tanta cortesía—. ¿Me dejarás la linterna?

—Es la única que tengo —responde Adrian—, y la necesitaré cuando oscurezca.

—Entonces, ¿cómo voy a leer?

Adrian vuelve a poner de pie la mesita de centro y deja los libros encima, algo incomodado por una pregunta para la que no tiene respuesta. Hay restos de bocadillo pegados en las superficies contra las que fue a parar y el pan está duro. Mañana lo limpiará.

—¿Estás enfadado conmigo? —pregunta Adrian, sin levantar la cabeza—. ¿No te sientes especial?

—Me siento atrapado —responde Cooper—. Pareces un chico inteligente, tienes que serlo para haber hecho todo esto solito. Debes de tener muchos amigos con los que hablar, ¿por qué necesitas tenerme aquí encerrado?

—No tengo amigos —responde Adrian mientras se esmera en disponer los libros de manera que todos los lomos queden perfectamente alineados—. Antes sí, pero ahora ya no me queda ninguno.

—Vamos, eso no puede ser cierto —dice Cooper—. Un chico como tú tiene que tener muchos amigos.

—¿Te burlas de mí? —pregunta mientras levanta la mirada.

—No me estoy burlando.

—Deberías sentirte especial —dice Adrian—. Quiero decir que ahora mismo eres la persona más especial de la ciudad. Eres un asesino en serie, si eso no es especial, no sé qué podría serlo.

—¿Por qué crees que soy un asesino en serie? ¿Qué he hecho para hacerte pensar que lo soy?

—Para empezar, guardas un pulgar dentro de un tarro. Los asesinos en serie coleccionan cosas como esas de sus víctimas.

Cooper sonríe.

—¿Crees que le corté el pulgar a alguien a quien había matado previamente?

A Adrian le ha gustado ver que le sonreía y responde a su vez con una sonrisa.

—¿No fue así?

Cooper asiente, aún sonriendo.

—De acuerdo —dice—. Basta de mentiras. Me has pillado. Claro que se lo corté a una de mis víctimas.

—¿Por qué me has preguntado antes si te lo había vendido yo?

—No lo sé. Me he despertado grogui y confundido. ¿Me has disparado con una Taser?

—Sí.

—Y luego me has puesto algo en la cara. ¿Qué era?

Adrian no lo sabe. Lo había comprado la semana anterior junto con la Taser. Se encoge de hombros.

—Algo que hace dormir a la gente —responde—. ¿A quién le cortaste el pulgar?

—A un tipo que maté.

—¿Matas a hombres? Creí que solo matabas a mujeres.

—A veces a hombres y a veces a mujeres —dice Cooper.

—¿Por qué lo mataste?

—Porque me apeteció. ¿Cómo crees que me he convertido en asesino en serie, Adrian? Pero guárdame el secreto. La policía no sabe que lo soy, o sea que tienes que ser más listo que la policía.

Adrian sonríe. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió esa calidez emocional en su interior y la sensación le gusta, le gusta mucho. Es exactamente por eso por lo que deseaba tener a Cooper. Será su mejor amigo. Cooper puede contarle qué se siente al ser asesino en serie, puede contarle cosas sobre los otros asesinos en serie que ha conocido. Se alegra de haber rebobinado la cinta y de estar grabando sobre la conversación anterior. Espera que la grabación se oiga claramente, tiene la radio bajo la camisa para que Cooper no pueda verla.

—Empecé a vigilarte porque recordé que estás escribiendo un libro —dice—. Viniste por aquí hace unos años haciendo preguntas, pero nunca me hiciste ninguna a mí.

—¿Aquí? ¿Dónde es aquí? ¿Uno de los psiquiátricos abandonados?

—Grover Hills —dice Adrian—. No está abandonada porque nosotros estamos aquí. Y no es un psiquiátrico, es una casa. Estabas escribiendo un libro acerca de nosotros. Lo he estado buscando, pero no lo he encontrado por ninguna parte.

—Aún no está terminado —dice Cooper.

—Me gustaría leerlo.

—Claro, a mí también me gustaría que lo leyeras. Me interesa lo que puedas decirme al respecto. ¿Cómo puedo conseguirte una copia, Adrian? Está en mi ordenador. Podríamos ir a mi casa y te lo podría mostrar.

—Tal vez —dice Adrian, aunque sabe que Cooper está intentando engañarlo—. Pero hoy no. A mí no me hiciste preguntas. ¿Te acuerdas de mí?

—No, lo siento.

—Solo hablabas con los asesinos, por eso no te acuerdas —dice Adrian—. Eran mis amigos.

—Y ahora ya no están —dice Cooper.

—No, pero yo he vuelto y ya que no los tengo a ellos, puedo tenerte a ti, que los conocías a todos. Tú podrás contarme sus historias; al fin y al cabo, eres un asesino, igual que ellos.

—Cada día desaparece gente, pero no así —dice Cooper mientras contempla su celda—. Lo que tú has hecho es como mínimo… genial.

—Oh —dice, y el elogio va cuajando en él—. ¡Oh! ¡Genial! —dice, y nota que se está sonrojando.

—Mira, Adrian, me caes bien. Pero me habría gustado que hubieras hablado conmigo antes de traerme aquí. Estoy seguro de que nos habríamos entendido mejor. No habría sido tan… brusco.

Adrian quiere creerlo, pero no cree que pueda. Todavía no.

—¿Puedo hacerte unas preguntas? —dice Adrian.

—Claro, claro que sí, Adrian. Pregunta lo que quieras, pero a mí también me gustaría hacerte preguntas a ti. ¿Te parece bien? Me interesa lo que puedas contarme.

—¿De verdad?

—Por supuesto.

Adrian no está seguro. Nunca nadie se ha interesado antes en lo que pueda decir él. Los asesinos en serie son personas listas, son… ¿cómo es esa palabra? Mani-pula-dores. Sí, lo son, eso es, de repente no está tan seguro de que realmente le caiga bien a Cooper. Debe ir con cuidado.

—¿Qué despertó tu interés por los asesinos en serie? ¿Qué te hizo desear convertirte en uno de ellos? —pregunta mientras se sienta en el sofá y espera a que Cooper empiece a contarle cosas.

13

El piso de Emma Green es el típico piso alquilado por estudiantes universitarios: el césped de la entrada descuidado, las ventanas cubiertas de polvo y suciedad, el cubo de la basura lleno de latas de cerveza y una larga hilera de botellas de vino vacías flanqueando la entrada. Está en uno de esos barrios de estudiantes en los que el consumo de alcohol puede equipararse al estatus social, donde cuanto más bebes más popular eres y más amigos tienes. Donovan Green me ha allanado el camino para que pueda hablar con la compañera de piso de Emma y finalmente lo consigo, junto a su novio y un par de amigos de su novio, que están pasando el rato bebiendo en el salón en lugar de estudiar, con la esperanza de que sus temores acerca de lo que le ha sucedido a Emma no se cumplan. El mobiliario está formado por todo tipo de cosas que podrías encontrar en un contenedor o al borde de una carretera con un cartel que diga GRATIS. Me quedo de pie. El piso huele a humo de cigarrillo. Los chicos apilan las latas de cerveza recién vaciadas sobre una mesilla de centro como si construyeran un castillo de naipes. La compañera de piso es una chica guapa, con el pelo rubio y un peinado sacado de alguna reciente serie de televisión. Se pasa el rato toqueteándose las uñas, arrancándose los trocitos de piel de los lados y tirándolos al suelo, sobre la alfombra raída.

Se limpia los ojos mientras hablamos, tiene manchas de maquillaje debajo, mi esposa las llamaba «ojos de panda», a ella le salían siempre que discutíamos, algo que por suerte no ocurría muy a menudo. Me cuenta algo parecido a lo que ya me había dicho el padre de Emma, que es una chica inteligente y que es capaz de arreglárselas en cualquier situación.

Other books

The Law of Attraction by Kristi Gold
No Mercy by Cheyenne McCray
War In The Winds (Book 9) by Craig Halloran
Sweet Charity by Sherri Crowder
I Love the Earl by Caroline Linden
Red Herring by Jonothan Cullinane
Immortal Blood (1) by Artso, Ramz
The Big Screen by David Thomson