El comendador Mendoza (23 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de Doña Blanca. Entonces notó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmo natural: eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustar a la paciente y a su hija.

El cuidado que requería Doña Blanca no consintió que prosiguiese el diálogo entre Clara y Lucía.

XXVIII

Tantos años de pesares y de tormentos habían ido destruyendo la salud de Doña Blanca. Su tristeza sin tregua; su oculta vergüenza, con la que de continuo tenía que verse cara a cara, sin poder hallar alivio comunicándola y confiándose a una persona amiga; sus luchas de compasión y de desprecio por su marido y de amor y de odio por el Comendador; su horror del pecado que creía sentir sobre ella y que le pesaba como lepra asquerosa e incurable; su orgullo ofendido; su temor del infierno, al que a veces se creía predestinada, y su preocupación incesante de la suerte de Clara, a quien amaba con fervor y a quien en ocasiones aborrecía, como vivo testimonio de su más grave falta y de su más imperdonable humillación, habían influido lastimosamente sobre todos los órganos de aquella vida corporal.

Doña Blanca hacía mucho tiempo estaba sujeta a frecuentes paroxismos histéricos. Había momentos en que te parecía que se ahogaba: un obstáculo se le atravesaba en la garganta y le quitaba la respiración. Entonces le daban convulsiones que terminaban en sollozos y lágrimas. Después solía calmarse y quedar por algunos días tranquila, aunque pálida y débil.

El carácter violentísimo de aquella mujer, exacerbado por la continua contemplación de una desgracia, que hacía mayor su melancólica fantasía, la impulsaba a tratar a su marido, a su hija y a muchos de los que la rodeaban, con un despego, con una dureza cruel, de la que en el fondo del corazón, que era bueno, se arrepentía ella al cabo, no siendo fecundo este arrepentimiento sino en nuevos motivos de disgustos y de amarguras.

La energía de las pasiones había así, poco a poco, fatigado materialmente el corazón de Doña Blanca, excitándole a moverse con impulso superior a sus fuerzas. No padecía sólo de las palpitaciones nerviosas de que daba muestras en aquel instante. Tal vez (los médicos al menos lo habían afirmado) Doña Blanca tenía una enfermedad crónica en aquel órgano tan importante.

A pesar de su cansancio, tal vez el excesivo ejercicio había agrandado y robustecido de una manera peligrosa aquel activo corazón.

Como quiera que fuese, Doña Blanca hacía tiempo que estaba harta de vivir.

La única idea, el único propósito, el solo fin que en su vivir estimaba era el de cumplir un deber terrible: el evitar que su hija heredase a D. Valentín.

Cuando su hija le prometió con solemne promesa entrar en el claustro, y cuando después supo, de boca del P. Jacinto, y más tarde de los labios del mismo D. Fadrique, el rescate de Clara, si bien le rechazó y le juzgó inútil ya, se tranquilizó, creyendo su propósito cumplido en cualquier evento, y considerándose desligada del mundo; sin nada que hacer en él sino atormentarse, y sin razón alguna para desear, estimar y conservar la vida.

El reposo relativo del espíritu de Doña Blanca cuando pensó haber hallado la solución de su difícil problema, la hizo caer en una postración, en una atonía peligrosa. Por otro lado, no obstante, su imaginación, fecunda en atormentarla, le ofrecía mil motivos de aflicción y de ira. La generosidad del Comendador humillaba su orgullo, y por más que trataba de empequeñecerla o de afear y envilecer sus causas fingiéndoselas vulgares, absurdas o caprichosas, dicha generosidad resplandecía siempre y la ofendía.

La voluntad de Doña Blanca era de hierro: pocas personas más pertinaces y firmes que ella; pero su espíritu vacilaba y no se aquietaba jamás. La fuerza de cualquier encontrado pensamiento bastaba a descontentarla de lo que había hecho, y no bastaba a hacerle cambiar y a moverla a hacer otra cosa. No producía sino nueva mortificación estéril.

Así es que Doña Blanca percibía vivamente la presión que había ejercido sobre el alma de su hija, que, sin querer, acaso la había hecho infeliz, y, que su hija iba a encerrarse en un convento, no devota, sino desesperada. Las rudas acusaciones del Comendador durante la fatal entrevista, acusaciones contra las cuales se había ella defendido con valor y tino, terminada aquella lucha de palabras, acudían a su mente con mayor fuerza, sin que las dijera el Comendador, sin que se pudieran rechazar merced al calor de la disputa, y labrando en su ánimo como una honda llaga.

El ardiente amor que el Comendador le había infundido, siendo causa de que ella se humillase, se había convertido en espantoso aborrecimiento y sin perder este carácter, sin volver a su ser primero, porque ya no era posible, porque su alma tenía mucha hiel para poder amar, habíase recrudecido en su seno durante la entrevista con el hombre que le inspiraba.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales no es de maravillar que produjesen en Doña Blanca una enfermedad aguda, sobreexcitando sus males crónicos.

Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos de dar cuenta, visitaron a la enferma los dos médicos mejores de la ciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado. Ambos reconocieron cierta alarmante alteración en la circulación de la sangre, que por la fiebre sola no se explicaba. El corazón tenía una actividad enfermiza y un excesivo desarrollo. El pulso era vibrante y duro. El lado izquierdo del pecho de la enferma se estremecía con las palpitaciones. Un vivo carmín teñía las mejillas de Doña Blanca, de ordinario pálidas.

Los médicos auguraron mal de éstos y otros síntomas: la principal dolencia estaba complicada con otras muchas. No hallando, pues, remedio eficaz por lo pronto, recetaron algunos paliativos, y entre ellos la digital en pequeñas dosis.

Aunque disimularon bastante la gravedad y el carácter poco lisonjero de sus observaciones y pronósticos, dejaron a las dos amigas en extremo afectadas.

Todo aquel día permaneció Lucía al lado de Clara, auxiliándola en sus faenas y cuidados; pero ya no era ocasión propicia para volver a las confidencias.

Si bien Clara no volvió a hablar del estado de su alma, sin duda pensaba en él, según lo preocupada que estaba. Lo que antes de confiarse a Lucía había ella percibido en imágenes vagas y como borrosas, había adquirido, en su propia mente, mayor ser, consistencia y determinada figura al formularse en palabras. Así es que, en medio del afán y del dolor que por su madre sentía, Clara se atormentaba con la idea de aquella inclinación hacia un sujeto, a favor del cual, por extraordinario hechizo, se trocaban en causas y motivos de simpatía y afecto todas las razones que para aborrecerle le daban.

Lucía, por su parte, también estaba meditabunda y triste en extremo. Su taciturna tristeza, dado su carácter regocijado, parecía superior a la pena que pudiera sentir por el mal de Doña Blanca, y aun al mismo disgusto que los devaneos mentales y los dolores fantásticos de su amiga debieran causarle.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión y del terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia a informarse del estado de la paciente; pero, en vez de entrar en el cuarto y asomar la nariz a la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo al cuarto la nariz, preguntando a su hija:

—¿Cómo está tu mamá?

Clara respondía: —Lo mismo—; y D. Valentín se iba.

Fuera de la criada de más confianza, que ya venía a traer un recado, ya a dar algún auxilio indispensable, nadie más que el P. Jacinto entraba en la habitación donde se hallaban Clara y Lucía.

Al anochecer subió de punto, llegó a su colmo la agitación febril de Doña Blanca. El P. Jacinto estaba acompañando a las dos amigas y asistiendo con ellas a la enferma.

Ésta, que había estado por la tarde soñolienta postrada, empezó a dar señales de vivísima exaltación: se quejó de que le dolía la cabeza; mostró en el semblante cierta movilidad convulsa; pronunció frases sin orden ni concierto. Lo que más repetía era:

—Vete, Valentín. Déjame, no me atormentes. —Sin duda la enferma tenía la alucinación de ver a D. Valentín, que allí no estaba.

Así permaneció Doña Blanca hasta cerca de las diez. Entonces se agravó el mal: el delirio se declaró; estalló con ímpetu.

El cerebro sintió por completo la reacción del mal que la infeliz tenía en las entrañas. Los pensamientos todos, que durante años la atormentaban, y que hacía más de treinta horas habían cobrado mayor brío, se barajaron en tumulto; se rebelaron contra la voluntad, se hicieron independientes de ella, rompieron todo freno; y, buscando y hallando maquinal e instintivamente palabras adecuadas en que formularse, salieron del pecho en descompuestas voces.

Doña Blanca se incorporó en la cama; miró con ojos extraviados a Lucía y a Clara y al fraile, y habló de esta manera:

—¡Vete, Valentín! ¿Por qué quieres matarme con tu presencia? Mátame con un puñal… con una pistola. Échame una soga al cuello y ahórcame. No seas cobarde. Toma la debida venganza.

—Sosiégate, Doña Blanca —interrumpió el fraile, a quien ella se dirigía como si fuera D. Valentín—. Sosiégate; tu marido está fuera… Idos, muchachas —añadió, dirigiéndose a las dos amigas—. Dejadme solo con la enferma, a ver si logro que se sosiegue.

Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña Blanca prosiguió:

—Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates también al Comendador. Está condenado. Se irá al infierno y me llevará consigo.

—¡Madre, madre, V. delira! —exclamó Clara.

—No, no deliro —respondió Doña Blanca—. Y tú, necio —añadió dirigiéndose al fraile—, ¿eres ciego? ¿no la ves? —y señalaba con el dedo a su hija—. ¡Cómo se le parece! ¡Dios mío! ¡Cómo se le parece! Es un retrato suyo. ¡Apártate de mi vista, vivo testimonio de mi vergüenza!

Clara, llena de horror y de ansiosa curiosidad a la vez, oía a su madre y pugnaba por comprender todo el arcano tremendo. Al sonar las últimas palabras, que iban dirigidas a ella, se cubrió Clara el rostro con ambas manos.

—Bien puedes estar satisfecha —continuó Doña Blanca—. Te tenía olvidada; pero al cabo se acordó de ti e hizo un gran sacrificio. Ya pagó de antemano lo que has de heredar de mi marido. Te rescató de Dios para entregarte al mundo. Quédate en el mundo. Tú no puedes ser monja. La mala sangre del Comendador hierve en tus venas. ¿Cómo dudar que eres la hija maldita de aquel impío?

Clara, al oír estas últimas palabras, dio un grito inarticulado y cayó desmayada entre los brazos de Lucía.

Lucía sacó a Clara fuera de la alcoba, sosteniéndola por debajo de los brazos y tirando de ella.

Doña Blanca, entre tanto, no pudiendo resistir más a la honda emoción, extenuada, rendida, cayó de nuevo en la cama, con temblor convulso y rigidez de los tendones, lo cual fue cediendo con lentitud y dando lugar a un desfallecimiento profundo.

El P. Jacinto acudió entonces a donde estaba Clara, que Lucía había recostado en un sofá.

Clara volvió en sí del desmayo, exhaló un suspiro y rompió a llorar con desatado y copioso llanto.

—¡Clara, amiga querida! —dijo Lucía.

—Cálmate, niña, cálmate, —exclamó el P. Jacinto.

—¡Dios santo y misericordioso! —dijo Clara—. Tu mano omnipotente me hiere y me sana al propio tiempo. ¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuán infeliz has sido! Y él… ¡ay! él… no puede ser impío y perverso como tú supones… ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba!

XXIX

La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena que hemos descrito, Doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza de salvarla.

Su hija y Lucía la habían cuidado, la habían velado con el mayor cariño y esmero.

Los accesos de delirio se habían renovado con largas intermitencias de postración.

La cabeza de Doña Blanca se despejó al cabo por completo; pero su estado era digno de lástima: la respiración, corta y anhelante; la voz, alterada y ronca; imposibilidad de estar acostada; necesidad de estar incorporada.

Los médicos declararon al P. Jacinto que había sobrevenido un grave impedimento a la circulación de la sangre en el mismo corazón, y que, si crecía el impedimento, se seguiría la muerte.

El padre dejó percibir a Clara aquel terrible pronóstico, con la mayor delicadeza que pudo, y confesó y administró a la paciente.

En aquel momento supremo, a las puertas de la eternidad, Doña Blanca depuso la dureza de su genio, su orgullo y su amargura, y no guardó en el alma sino la fe vivísima, que hizo renacer en ella las esperanzas ultramundanas y abrió el manantial de las más puras consolaciones.

Doña Blanca llamó a D. Valentín, le abrazó y le suplicó que la perdonase. D. Valentín, muy afligido y lloroso, y no menos humilde, contestó que nada tenía que perdonar; que él era el culpado, pues no había sabido hacer dichosa a una mujer tan santa y tan buena.

El rostro macilento de Doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor. Sus labios exhalaron un triste suspiro.

A Clara la llamó a sí Doña Blanca, le dio un beso en la frente, y le dijo al oído con acento apenas perceptible:

—Di a tu padre que le perdono. Tú, hija mía, sigue los impulsos de tu corazón. Eres libre. Sé honrada. No te cases si no le amas mucho. Mira no te engañes. Lo sé todo… Me lo ha dicho el padre Jacinto. Si le amas y merece tu amor, cásate con él.

Pocos instantes después exhaló Doña Blanca el último suspiro, diciendo con ahogada y sumisa voz:

—¡Jesús me valga!

El dolor de Clara fue profundo. Silenciosamente lloró la muerte de su madre.

Lucía lloró también y trató de mitigar con su afecto el dolor de su amiga.

El P. Jacinto, acostumbrado al espectáculo de la muerte y familiarizado con ella, cerró piadosamente los ojos y la boca de la difunta, que se habían quedado abiertos; puso sus manos en cruz, y la extendió en el lecho.

El débil D. Valentín, cuando vio muerta a su mujer, sintió por un lado una pena muy viva, porque todavía la amaba; pero, por otro lado, según aseguran malas lenguas, que siempre están de sobra, advirtió cierto alivio, cierto desahogo, cierto infame deleite en su alma, como si le quitaran un enorme peso de encima, como si le libertaran de la esclavitud. Tan opuestas pasiones, batallando dentro de su nerviosa y débil constitución, le hicieron romper en risa sardónica. Después se asustó de sí mismo; se creyó peor de lo que era, tuvo miedo del diablo; tuvo vergüenza de que Dios, que todo lo ve, viese la sucia fealdad de su conciencia, y se compungió y amilanó. Acudieron entonces a su memoria los amores pasados, los dulces días de la ilusión, el tiempo en que su mujer le quería; y todo ello enterneció por tal arte aquel pecho nada varonil, que el desgraciado se deshizo en lágrimas, dando sollozos, gemidos y hasta gritos, moviendo a gran compasión el verle y el oírle.

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