El comendador Mendoza (8 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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Más aún se afirmó en la idea de lo puro e impecable del extraño e inesperado beso, cuando le dijo el Comendador:

—Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho?

Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no supo resistir.

Le he amado mucho —contestó—, pero yo acertaré a no amarle. He sido muy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no le querré. Seré buena hija. Obedeceré a mi madre. Ella sabe mejor que yo lo que me conviene.

Don Fadrique no se atrevió a replicar ni a hacer un discurso subversivo de la autoridad materna.

A poco volvieron a reunirse en un solo grupo los cuatro.

Antes de entrar de nuevo en la ciudad, D. Carlos se despidió del Comendador y de las dos señoritas, y se fue por otros sitios.

Apenas Lucía y su tío dejaron a Clara a la puerta de su casa, el tío preguntó a la sobrina:

—¿Qué te ha dicho D. Carlos?

—¿Qué ha de decir? Que está desesperado; que Clara le desdeña, que le rechaza, y que, por obedecer a su madre, se casará con D. Casimiro.

—Y D. Valentín, ¿qué hace?

—Nada. ¿Qué quiere V. que haga? Pues qué, ¿ignora V. que D. Valentín es un gurrumino? Una mirada de Doña Blanca le confunde y aterra; una palabra de enojo de aquella terrible mujer hace que tiemble D. Valentín como un azogado.

—De suerte que Doña Blanca es quien ha decidido el casamiento de Clara con D. Casimiro.

—Sí, tío; en esa casa Doña Blanca es quien lo decide todo. Ella manda y los demás obedecen. No se atreven a respirar sin su licencia. No se puede negar que Doña Blanca tiene mucho talento y es una santa. Sabe más de las cosas de Dios que todos los predicadores juntos. Reza muchísimo; lee y estudia libros piadosos; lleva una vida ejemplar y penitente, y hace muchas limosnas a los pobres y a las iglesias; pero, a pesar de tantas virtudes y excelentes prendas, nada tiene de amable. Antes al contrario, es terrible. A mí me pone miedo.

—No lo dudo, sobrina; ya era como tú la describes cuando yo la conocí.

—¡Ay, tío! ¿Y la veía V. con frecuencia?

—No con frecuencia, sobrina; pero al fin la traté algo.

—No extrañe V. que en una semana no vengan a casa, ni para cumplir. Doña Blanca vive con la mente tan lejos de todo, y se resiste tanto a que le cuenten cosas del mundo exterior que distraigan su espíritu de la contemplación íntima en que vive, que de seguro ni ella ni su pobre marido sabrán que V. ha llegado. D. Valentín no creo que sea hombre muy interior, espiritual y contemplativo; pero como tiene tanto miedo a su mujer y quiere darle gusto siempre, vive también a lo místico, apartado del trato humano, y yo le juzgo capaz de azotarse con unas disciplinas, no tanto por amor de Dios, cuanto por amor y por miedo de Doña Blanca.

Don Fadrique escuchaba y callaba. No tenía humor de despegar los labios. Lucía, que era aficionada a hablar, soltó la tarabilla y prosiguió diciendo:

—¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ella se irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo? No acierto a ponderar a V. los prodigios de astucia, los portentos de habilidad, aunque esté mal que yo me alabe, que he tenido que hacer para ganarme un poco la voluntad y la confianza de Doña Blanca y lograr que su hija se trate conmigo y salga a veces en mi compañía. Si no fuera por mí, Clara estaría como enterrada en vida, entre cuatro paredes. No sé cómo ha podido entenderse con D. Carlos. Gracias a que él es muy listo y capaz de todo. Clara ha estado con él, no diré que en relaciones, sino casi en relaciones. Ello es que Clara le amaba. Luego ha tenido remordimientos de amar a un hombre a escondidas de su madre, y sobre todo cuando su madre la destina para otro. Así es que ahora rechaza al pobre D. Carlos, y, el infeliz zagal Mirtilo se muere de pena.

El Comendador oía con interés a su sobrina, y no ponía en la conversación ni una exclamación siquiera. Parecía que se había quedado mudo o que no sabía qué decir.

—Clara —prosiguió Lucía—, ahora que cree pecado amar a D. Carlos, y que no halla posible oponerse a la voluntad de su madre, piensa a veces en ser monja; pero ni este deseo se atreve a confiar a su madre. Considera ella, en primer lugar, que no es buena su vocación; que quiere tomar el velo por despecho y como desesperada; y, por otra parte, cree que decir a su madre que quiere ser monja es un acto de rebeldía, es oponerse a su voluntad de casarla con D. Casimiro. ¿Qué piensa V. de la situación de mi desgraciada amiga?

Interrogado tan directamente el Comendador, tuvo al cabo que romper el silencio; pero respondió con laconismo:

—Mala es, en verdad, la situación; pero ¿quién sabe? Todo tiene remedio menos la muerte. Entre tanto —añadió D. Fadrique, hablando con lentitud y bajo, dejando caer las palabras una a una, como si le costasen grandes esfuerzos, y como si en vez de responder a su sobrina hablase consigo mismo y a sí propio se respondiese—; entre tanto, Doña Blanca es discreta, es piadosa y es buena madre. Razones de mucho peso tiene… sin duda… para querer casar a su hija con D. Casimiro. En fin, muchacha, sigue siendo buena amiga de Clara; pero no caviles m formes juicios acerca de la conducta de Doña Blanca. Voy, además, a hacerte otra súplica.

—Mande V., tío.

—Es algo difícil lo que exijo de ti.

—¿Por qué?

—Porque te gusta hablar, y lo que exijo es que calles.

—¿Y qué he de callar? Ya verá V. cómo me callo. Yo no quiero que V. se disguste y forme mal concepto de mí.

—Pues bien; calla que me has puesto al corriente de los amores de D. Carlos y Doña Clara, y calla también cuanto sabes acerca de estos amores.

—¡Tío, por amor de Dios! No me crea V. tan amiga de contarlo todo. El pícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni a V. le hubiera yo confiado nada.

Oído esto, sonrió el Comendador a su sobrina; y como ya estaban en la casa, se apartó de la muchacha, yéndose algo meditabundo y ensimismado, cual si procurase resolver un difícil problema.

IX

Mientras el Comendador y Lucía tenían el diálogo de que acabamos de dar cuenta, Clara había entrado en el cuarto de su madre.

Doña Blanca estaba sentada en un sillón de brazos. Delante de ella había un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una silla, y no muy distante de su mujer.

El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años. Bastantes canas daban ya un color ceniciento a la primitiva negrura de sus cabellos. Su semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones, todas de la más perfecta regularidad.

Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían transparentes. Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego singular e indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen concurrido a crearle.

Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se atrevía a chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase.

Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había sido, por amor y respeto a su honra, un magistrado íntegro. Nada había podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es perpetua e incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había abdicado por completo. La hacienda, los negocios, la educación de la hija, todo dependía y todo era dirigido y gobernado por Doña Blanca.

El aspecto de D. Valentín era insignificante y neutral.

Ni alto ni bajo, ni pelinegro ni rubio, ni flaco ni gordo. Parecía, con todo, un señor, por decirlo así, muy correcto en sus modales, en su continente y en su habla. La devota sumisión a su mujer añadía a dicha calidad de correcto una tintura de mansedumbre.

Don Valentín había sido en su mocedad muy buen católico, pero sin fervor penitente y sin inclinaciones místicas y contemplativas. Ahora, por no desazonar a su mujer, se esforzaba por remedar a San Hilarión o a San Pacomio.

Tenía D. Valentín cerca de sesenta años de edad, pero parecía mucho más viejo, porque no hay cosa que envejezca y arruine más el brío y la fortaleza de los hombres que esta servidumbre voluntaria y espantosa, a que por raro misterio de la voluntad se someten muchos, cediendo a la persistencia endemoniada de sus mujeres.

No bien entró Clara en el cuarto, Doña Blanca le preguntó:

—¿Dónde has estado, niña?

—Mamá, en
el nacimiento
.

—No sé cómo tiene pies mi señora Doña Antonia para dar paseos tan disparatados. Con ir y volver, eso es andar cerca de una legua.

—Doña Antonia no ha estado hoy con nosotras —dijo Clara, no atreviéndose a mentir, ni siquiera a disimular.

El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable desagrado.

—Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? —preguntó Doña Blanca.

—No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas.

—Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera?

—Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos. En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.

—¿Y quién es ese tío?

—Un señor marino que estuvo en la India y en el Perú, que dice que conoce a V., que hace poco ha venido a vivir a Villabermeja, y que anoche llegó aquí a pasar una temporada.

—Ese es el Comendador Mendoza —dijo D. Valentín, con cierto júbilo de saber que había llegado un antiguo amigo.

—Justamente, papá, así se llama: el Comendador Mendoza; un señor muy fino, si bien algo raro.

—Oye, Blanca, será menester que vayamos a ver al Comendador, que vive sin duda en casa de su hermano —exclamó D. Valentín.

—Cumpliremos con ese deber que la sociedad nos impone —dijo Doña Blanca con reposo y dignidad serena—; pero tú, Clara, no debes volver a salir de paseo ni tratarte con ese hombre malvado e impío. Si la santa fe de nuestros padres no estuviera tan perdida; si las perversas doctrinas del filosofismo francés no nos hubiesen inficionado, ese hombre, en vez de vestir el honroso uniforme de la marina, vestiría el sambenito; en vez de andar libre por ahí, piedra de escándalo, fermento de impiedad, levadura del infierno, corrompiendo lo que aun en el cuerpo social se conserva sano, estaría en los calabozos de la Inquisición o ya hubiera muerto en la hoguera.

Clara se aterró al oír en boca de su madre aquella diatriba. Se representó en su mente al Comendador como a un personaje endiablado; y, acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de espanto y de vergüenza.

Don Valentín, con el recuerdo del Comendador, que le traía a la imaginación mejores tiempos, cuando él estaba menos viejo y menos sumiso, se sentía, contra su costumbre, con ánimo de contradecir y no someterse del todo. Así es que dijo:

—¡Válgame Dios, mujer, qué falta de caridad es esa! Eres injusta con nuestro antiguo amigo. No te negaré yo que era algo
esprit fort
en su mocedad pero ya se habrá enmendado. Por lo demás, siempre fue el Comendador pundonoroso, hidalgo y bueno. ¿Qué tienes tú que decir contra su moralidad?

—Cállate, Valentín, que no dices más que sandeces. Y las llamo sandeces, por no calificarlas de blasfemias. ¿Qué moralidad, qué hidalguía, qué virtud puede haber donde faltan la religión y las creencias, que son su fundamento? Sin el santo temor de Dios toda virtud es mentira y toda acción moral es un artificio del diablo para engañar a los bobos que presumen de discretos y que no subordinan su juicio a los que saben más que ellos. Ya lo he dicho y lo repito: el Comendador Mendoza era un impío y un libertino, y seguirá siéndolo. Nosotros iremos a visitarle para no chocar, procurando no hallarle en casa y ver sólo a doña Antonia y a su bendito marido. En cuanto a Clarita, se buscará un pretexto cualquiera para que no salga más con Lucía, exponiéndose a ir en compañía de ese renegado, jacobino, volteriano y ateo. Primero confiaría yo a Clara al cuidado de la más vil y pecadora de las mujeres. Esta mujer, con el auxilio de la religión, puede regenerarse y llegar a ser una santa; pero de quien niega a Dios o le aborrece, del empedernido de toda la vida, ¿qué esperanza es lícito concebir?

Clarita y D. Valentín se compungieron y amilanaron con el sermón de Doña Blanca, y nada supieron contestarle.

Quedó, pues, resuelto que Clarita, por culpa del Comendador y para que no se contaminase, no volvería a pasear con Lucía.

X

Las resoluciones de Doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas. Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.

Una mañana, después de oír misa con D. Valentín, estuvo Doña Blanca a visitar a Doña Antonia y a felicitarla por la venida de su cuñado; y fue con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.

Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver Doña Blanca y D. Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían visitas, a pesar de lo difícil y odioso que es negarse a recibir, estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.

En balde intentó repetidas veces Lucía sacar a paseo a Clara. Siempre que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud o muy ocupada y que le era imposible salir.

Lucía fue ella misma a ver a Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en presencia de su madre.

Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de Doña Blanca; aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte cuantos medios le sugería su urbanidad a fin de no dar motivo de agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, a cejar un punto en su propósito.

Fuera del día en que visitó a Doña Antonia, no ponía Doña Blanca los pies en la calle sino de madrugada, para ir a la iglesia, a misa y demás devociones. D. Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego o doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas levantar los ojos del sueldo.

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