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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (21 page)

BOOK: El Comite De La Muerte
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—¿Es usted médico?

—Sí, señora.

—Pero, ¿médico de verdad? ¿Ha ido al colegio y todo?

—Bueno…, la verdad es que…, no sé, la verdad.

Con los pacientes negros era casi siempre más fácil, pero a veces ni con ellos, porque algunos, automáticamente, se le ponían en contra. Si yo estoy aquí, negrazo indigente, en cama gratis y dolorido, maltratado y humillado por todo el mundo, ¿qué derecho tienes tú a estar todo vestido de blanco y viviendo como un rajá?

Nunca se sentía completamente a gusto en el papel de negro profesional rodeado de blancos, como, por ejemplo, los orientales del hospital, que daban por supuesta su igualdad con respecto a los demás. Un día, en la sala de operaciones, vio a los doctores Chin y Lee, que estaban esperando a trabajar con el doctor Kender, mientras el segundo jefe de Cirugía se ponía la bata de trabajo. Alice Takayawa, una de las enfermeras anestesistas, acababa de acercar un taburete a la cabeza del paciente, sentándose en él. El rostro del doctor Chin se suavizó al abrir los guantes del doctor Tyler.

—Doctor, usted conoce el equipo rojo y el equipo azul, ¿no?

El doctor Kender aguardó.

—Bueno, pues aquí tiene al equipo amarillo.

Todos rieron mucho la agudeza, que circuló por todo el hospital e hizo a los médicos chinos aún más populares de lo que ya eran. Ésta era la clase de ingeniosidad que Spurgeon Robinson no habría podido jamás decir a un superior blanco sobre el color de su propia piel. Aparte de su amistad con Adam Silverstone, durante las primeras semanas de su estancia en el hospital nunca sabia Spurgeon, de una hora para otra, cuáles eran sus relaciones con el resto del personal.

Un día, paseando a solas a eso de las tres de la madrugada en busca de una taza de café, había visto a Lew Holtz y a Ron Preminger parar en el pasillo a un interno llamado Jack Moylan. Se murmuraron algo con mucho encogimiento de hombros y muchas miradas de soslayo hacia la clínica de urgencia. Al principio, Moylan puso una cara como si notase mal olor, pero luego sonrió y fue hacia la clínica de urgencia.

Holtz y Preminger siguieron pasillo abajo, sonriendo, y le saludaron. Holtz pareció como si fuera a pararle y decirle algo, pero Preminger le tiró de la manga y ambos siguieron su camino.

A Spurgeon le quedaban diez minutos libres. Fue personalmente a la clínica de urgencia.

Un muchacho negro, de unos quince o dieciséis anos, estaba sentado en el banco de madera, solo, en el pasillo apenas iluminado. Miró a Spurgeon.

—¿Es usted especialista?

—No, solamente interno.

—¿Cuántos médicos necesitan? Espero que la dejarán

—Estoy seguro de que la atenderán como es debido —dijo él, con cautela—. Bajaré a tomar una taza de café. ¿Quieres también tú?

El muchacho movió negativamente la cabeza.

Introdujo las dos moneditas en la ranura de la máquina de café, retiró la taza llena y se sentó junto al muchacho.

—¿Fue un accidente?

—No…, es personal. Ya se lo expliqué al médico ahí dentro.

—Ah —asintió Spurgeon.

Tomó el café a sorbos lentos. Alguien había dejado en el banco un número del Daily Record. El periódico estaba arrugado por los traseros que se le habían sentado encima. Lo cogió y se puso a leer la sección de béisbol.

Jack Moylan salió de la clínica de urgencia, dos puertas más abajo de donde estaban ellos sentados. Spurgeon creyó oír su risa pasillo abajo. Estaba seguro de haberle visto mover la cabeza.

—Recuerda que también yo soy médico —dijo Spurgeon—. Si me dices lo que pasó, a lo mejor te puedo echar una mano.

—¿Hay aquí muchos médicos de color?

—No.

—Bueno, pues…, teníamos el coche aparcado —dijo el muchacho, decidiendo hacerle una confidencia.

—Ya.

—Estábamos haciendo… eso. No sé si me entiende.

Spurgeon asintió.

—Para ella era la primera vez, pero no para mí. La… cosa…, pues nada, que se salió y se quedó dentro de ella.

Spurgeon asintió de nuevo y siguió tomando el café, con los ojos fijos en la taza.

Comenzó a explicarle lo que es el lavado, pero el muchacho le interrumpió.

—No me comprende usted; eso ya lo he leído yo, pero es que ni siquiera conseguimos sacárselo. Se puso, bueno, histérica. No podíamos ir tampoco a donde mi hermano o su madre. Nos hubieran matado. De modo que vine aquí, en el coche. El médico de ahí dentro lleva casi una hora llamando a un especialista.

Spurgeon tomó el último sorbo, secó la taza y la dejó cuidadosamente sobre el periódico. Se levantó y entró en la clínica de urgencia.

Estaban en un cuarto pequeño, con las cortinas corridas. La chica tenía los ojos cerrados. Su rostro, vuelto contra la pared, era como un puño negro cerrado. Estaba sobre la mesa, en postura para una litotomia, con los pies en los estribos. Potter, mirando por un espejo de otorrinolaringólogo, señalaba con una pequeña linterna y daba una lección sumamente erudita a un interno que estaba en pie detrás de la cabeza de la muchacha. El interno era del departamento de anestesia. Spurgeon no sabía cómo se llamaba. Se reía para sus adentros.

Potter pareció asustado cuando se abrió la cortina, pero al reconocer a Spurgeon sonrió.

—Ah, doctor Robinson, me alegro de que pudiera venir a consulta. ¿Le mandó el doctor Moylan?

Spurgeon cogió unos fórceps y, sin mirar a ninguno de ambos, encontró y extrajo el objeto culpable, tirándolo al cesto de la basura.

—Su amigo la espera para llevarla a casa —dijo.

Ella se marchó rápidamente.

El interno del departamento de anestesia había dejado de reír. Potter siguió donde estaba, mirándole contra el estúpido espejo frontal.

—No era nada serio, Robinson, una broma.

—Miserables.

Esperó un momento, por si había jaleo, pero, naturalmente, no pasó nada, en vista de lo cual se fue, temblando ligeramente.

Si tenia que enfrentarse con el personal, lo mejor era empezar por Potter, el hombre más distraído del hospital. Una vez le encargaron que mostrara a un interno cómo se descubre una vena varicosa en la pierna, y Lew Chin le explicó detalladamente el procedimiento a seguir. Cuando el cirujano externo fue llamado a la sala de operaciones contigua a ayudar en un caso de paro cardiaco, Potter siguió adelante y extrajo por error la arteria femoral en lugar de la vena. El doctor Chin, tan furioso que casi no podía hablar, hizo lo que pudo por remediar el error, tratando de sustituir la vital arteria con un injerto de nylon. Pero el resultado fue un caos; el injerto resultaba imposible, y una mujer que había entrado en la sala de operaciones para una intervención sumamente sencilla tuvo que ser devuelta para una amputación. El doctor Longwood había hablado intencionadamente de este caso en un debate sobre las complicaciones de la semana. Pero, menos de una semana después, Potter, en una operación de hernia de lo más rutinario, había ligado el cordón espermático, cerrándolo, junto con el saco herniario. Al quedar esta zona sin irrigación, en pocos días el paciente perdió irremediablemente el uso de un testículo. Esta vez el viejo revisó el caso con más acrimonia, recordando al personal que la Medicina no estaba todavía en condiciones de disponer de piezas de recambio para todo.

Spurgeon había sentido compasión por Potter, pero la estúpida arrogancia del residente hacía imposible apiadarse de él durante mucho tiempo seguido, y ahora se contentaba con que Potter hiciera desdeñosamente caso omiso de él cuando se cruzaban en el pasillo. El incidente de la clínica de urgencia había tenido un efecto contrario en Jack Moylan, que trataba ahora de exagerar la amabilidad, a lo que Spurgeon reaccionaba despectivamente.

Pocas personas habían participado en el incidente y la mayor parte de sus colegas seguían tratándole como siempre. Él y Silverstone habían unificado el sexto piso, por así decirlo, pero, aparte de esto, Spurgeon vivía solo en su isla, y en raras ocasiones llegaba incluso a preferir esta soledad.

A mediados de septiembre hubo unos cuantos días agradables, que fueron seguidos por una ola de sofocante calor, pero él sentía el aire que entraba todas las mañanas por su ventana abierta, que era una curiosa mezcla de ozono marino y hedor urbano, indicándole que incluso aquel segundo veranillo estaba terminando. El siguiente día que tuvo libre, un domingo, cogió la manta de la cama y el traje de baño y en su vieja furgoneta «Volkswagen» fue a la playa de Revere, que era mejor que la de Coney, por supuesto, pero no tan buena como la de Jones. Estaba casi desierta cuando llegó él, a las diez y media de la mañana, pero después de comer comenzó a llegar gente.

Spurgeon cogió la manta y decidió ir de exploración, a orillas del agua, hasta salir de la playa municipal. Aquí, las instalaciones seguían siendo públicas, pero ya no estaban cuidadas. La arena era escasa y de un gris ceniciento, en lugar de ser blanca, espesa y profunda. Además, había largos trechos rocosos, que hacían daño en los pies, y había menos gente. Cerca de él, cuatro sujetos atléticos estaban haciendo posturas llenas de vanidad y músculo; un individuo gordo, con el vientre pálido, yacía en la arena como un hongo, con el rostro cubierto por una toalla; dos niños corrían, saltando como bailarines y chillando como animales, a lo largo de las olas cremosas; y una muchacha negra estaba echada tomando el sol.

Pasó junto a ella a fin de verla mejor, luego dio la vuelta y volvió a cuatro metros de distancia de donde ella estaba tumbada, con los ojos cerrados. En otras partes había trechos de arena fina, pero donde él extendió su manta había rocas, que, al sentarse, se le hincaban en la carne.

La muchacha tenía la piel más clara que él, como de color chocolate, en lugar de su negro purpúreo. Llevaba un traje de baño de una sola pieza, muy blanco, diseñado para guardar la decencia, pero impotente contra la estructura física de su cuerpo. Su pelo era tan negro y encaracolado, y estaba cortado tan corto, que adornaba su fina cabeza como un solideo. Aquella muchacha negra era algo que ninguna blanca podría jamás tratar de ser.

Al cabo de un rato, tres de los atletas se cansaron de hacer juegos malabares con los músculos y se tiraron de cabeza al Atlántico. El cuarto, que parecía haber sido concebido por Johnny Weismuller e Isadora Duncan, trotó desdeñosamente por el terreno accidentado y acabó sentándose junto a la manta de la dama. Ah, era todo músculo, desde los pies a la cabeza: habló del tiempo, de las mareas y ofreció invitarla a «Coca-Cola». Finalmente, se confesó vencido y se retiró, decepcionado, a hacer un bíceps como una teta postnatal.

Spurgeon siguió allí, contentándose con mirar, dándose cuenta, por lo que había visto, de que no era aquélla una muchacha fácil de abordar.

Algún tiempo después, la chica se puso el gorro de baño, se levantó y entró en el mar. Debido a su formación clínica, Spurgeon notó, con interés, que el mero hecho de seguir sus movimientos con la vista le producía un dolor físico.

Se levantó de la manta y anduvo el largo trayecto que le separaba de la furgoneta «Volkswagen» azul, de prisa, pero dominándose para no correr. La guitarra estaba donde la había dejado, en el suelo, debajo del segundo asiento. La trajo a la manta, quemándose lamentablemente las plantas de los pies contra las rocas calientes. Estaba convencido de que cuando volviera ya ella habría desaparecido para siempre, pero la vio sentada sobre su manta, sin duda porque, a pesar del gorro, el agua le había mojado el pelo. Se lo había quitado y estaba echada hacia atrás, apoyándose con ambos brazos.

De vez en cuando sacudía la cabeza, mientras se le secaba el pelo al sol.

Spurgeon se sentó y comenzó a rasguear las cuerdas. En reuniones con amigos había tratado muchísimas veces de ligar con chicas usando sólo notas, no palabras. A veces le había dado resultado y a veces no. Sospechaba que, en la mayoría de los casos, cuando le había dado resultado, era porque cualquier otra táctica habría salido igual de bien: ojos, señales de humo, telegramas sonoros o un movimiento del dedo.

A pesar de todo, usaba cualquier arma que tuviese a mano.

La guitarra hablaba tímidamente a la chica, con franca, brava, asexuada falta de sinceridad.

Quiero ser amigo tuyo, señorita anónima

Quiero ser para ti como un hermano

Créeme.

La muchacha miraba al mar.

Quiero hablar contigo sobre tos sofismas de Schopenhauer

Quiero discutir contigo las mejores películas.

Quiero ver televisión contigo en una tarde de lluvia y compartir contigo mis pastas de harina de avena.

Ella le miró de reojo, evidentemente perpleja.

Quiero reírme de tus juegos de palabras, por malos que sean.

Quiero reírme de regocijo ante tus bromas, aunque no entienda una palabra de ellas.

Los dedos de Spurgeon volaban, yendo y viniendo sobre las cuerdas, produciendo cascadas de pequeños sonidos rientes y optimistas, y ella volvió a la cabeza y… y… y le sonrió.

Quiero besar esa divertida boca africana.

Calma, calma, pérfida guitarra.

Eres una flor negra que sólo yo he descubierto en esta maravillosa playa gris ceniza y sucia.

La música ya no era asexuada ni mucho menos. Le murmuraba, la acariciaba.

La sonrisa se desvaneció. La muchacha le volvió la espalda, apartando el rostro de sus ojos.

Tengo que hundir el rostro en la redondez oscura de tu vientre.

Sueño ahora con bailar desnudo contigo y cogerte el trasero en la palma de la mano.

La muchacha se levantó. Recogiendo su manta, sin doblarla, se fue de la playa, presurosamente, pero sin poder ocultar sus maravillosos movimientos. Condenada guitarra cachonda. Dejó de tocar y vio por primera vez un bosque de feas rodillas. Los cuatro atletas, el hombre gordo, los dos niños y varios otros estaban en pie junto a su manta, absortos.

—Zuiiiii —silbó, siguiéndola con la mirada.

Las treinta y seis horas siguientes no fueron buenas. Aquella noche tuvo que preparar a cuatro pacientes que tenían que ser operados, tarea que le repelía; afeitar el vientre o el escroto de un paciente, con lunares que cercenar y defectos insospechados que raspar y pelillos burlones y evasivos que escapaban a la hoja más cortante, era muy diferente que afeitarse uno su propio y conocido rostro. El lunes por la mañana ayudó fielmente a Silverstone en una apendicetomía, y, a modo de recompensa, recibió permiso para tender una trampa a un juego hostil de amígdalas infectadas y cortarlas de raíz. El martes, a las ocho, quedó libre, y a las diez y media ya estaba en la playa. La mañana estaba nublada. Observó a las gaviotas y aprendió mucho sobre su delicada aerodinámica.

BOOK: El Comite De La Muerte
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