—Adiós —le dijo, sin apartar la vista de Bozo el Payaso.
—Adiós —dijo Adam.
Dos días después fue ella al hospital.
Volvían todos al despacho de Adam, después de una serie de visitas, y cuando éste abrió la puerta lo primero que vio fue el abrigo de visón tirado sobre la silla. Llevaba un elegante vestido negro y parecía una versión para revista erótica de una Joven matrona.
—Liz —dijo Meomartino.
—Me dijeron que te encontraría aquí, Rafe.
—No creo que conozcas a estos caballeros —dijo Meomartino—, Spurgeon Robinson.
—Hola —dijo Spurgeon, dándole la mano.
—Adam Silverstone.
Ella alargó la mano y Adam la cogió como si fuera fruto prohibido.
—¿Qué tal?
—¿Qué tal? —repitió ella.
No podía mirar a Meomartino. Cuernos, cuernos. O palabra malhadada para una oreja casada
[29]
.
Shakespeare
. Murmuró un adiós mientras los otros seguían las presentaciones, volvió a la cuadra del hospital y trabajó de firme, pero sin conseguir apartar de sí el recuerdo de la mujer, vestida con el pijama de su marido, ofreciéndose a sí misma.
A media tarde, cuando le llamaron al teléfono, sabía quién era antes incluso de oír su voz.
—Hola —dijo ella.
—¿Qué tal estás? —murmuró él, inseguro, con las palmas de las manos húmedas.
—Me dejé algo en tu oficina.
—¿Qué era?
—Un guante de cabritilla, negro.
—No lo vi, lo siento.
—¡Qué lata! Si lo encuentras me lo dices, ¿eh?
—Sí, por supuesto.
—Gracias. Adiós.
—Adiós.
Cuando quince minutos después, volvió a su despacho se puso a gatas y lo encontró debajo del escritorio, donde indudablemente lo había tirado ella misma. Lo recogió y permaneció unos momentos sentado, frotándose el guante entre los dedos. Cuando se lo llevó a la nariz, el perfume pareció acercarla a él.
«Ahora está serena», pensó.
Miró el número en la guía y lo marcó, y ella contestó inmediatamente, como si hubiera estado esperando.
—Lo encontré —dijo.
—¿Qué cosa?
—El guante.
—Vaya, menos mal —dijo. Y esperó.
—Se lo puedo dar a Rafe.
—Es muy distraído, se le olvidará traerlo a casa.
—Mañana tengo libre. Si quieres, paso un momento y te lo doy.
—Mañana tenía intención de salir de compras —dijo ella.
—También yo tengo compras que hacer. ¿Por qué no nos vemos en algún sitio y te devuelvo el guante, y de paso te invito a una copa?
—De acuerdo. ¿A las dos?
—¿Dónde?
—¿Conoces ese sitio que se llama «parlor»? No está lejos del «Prudential Center».
—Lo encontraré —dijo él.
Adam llegó antes de la hora. Se sentó en un banco de piedra, en el «Prudential Center», y observó a los que patinaban en la pista de hielo, hasta que el trasero y los pies se le entumecieron; entonces se fue a dar un paseo por la calle de Boston y entró en el bar. De noche, indudablemente se bebía allí de lo lindo, y había buscones y busconas pero ahora no se veían más que estudiantes, que comían tarde. Pidió un café.
Llegó ella con las mejillas enrojecidas por el frío. Notó por segunda vez que tenía muy buen gusto. Lucía una chaqueta de tela bordeada de piel de castor, y cuando la ayudó a quitársela vio con aprobación que debajo llevaba un vestido de color beige, de corte sencillo, y una sola joya, un alfiler rematado por un camafeo, que parecía antiguo.
—¿Quieres una copa? —preguntó él.
Ella miró su café y movió negativamente la cabeza.
—Demasiado temprano para empezar, ¿no crees?
—Sí.
Pidió también café y Adam llamó al camarero, pero cuando se lo trajeron dijo que no lo quería.
—¿Vamos a dar una vuelta en coche? —propuso ella.
—No tengo coche.
—Ah. Bueno pues podemos dar un paseo.
Se pusieron él abrigo y se fueron del bar, yendo en dirección a la plaza de Copley. Adam pensó que no podía llevarla al «Ritz», o al «Plaza», o a ningún sitio de ésos, porque era seguro que tropezaría con alguien conocido. Hacia frío y los dos empezaban a tiritar. Miró a su alrededor desesperadamente, buscando un taxi.
—Tengo que ir al lavabo. ¿Te importa esperar?
Enfrente estaba el «Regent», un hotel de tercera categoría, y Adam la miró, lleno de admiración.
—En absoluto —dijo.
Mientras ella iba al lavabo, Adam encargó habitación. El empleado asintió con indiferencia cuando él dijo que su equipaje estaba al llegar del aeropuerto de Logan. Cuando salió ella al pequeño vestíbulo, Adam la cogió del brazo, acompañándola suavemente hacia el ascensor. No se hablaron. Ella tenía erguida la cabeza y miraba al vacío. Cuando Adam abrió la puerta de la habitación 314 y hubieron entrado y cerrado bien, se volvió hacia ella y los dos se miraron.
—Se me olvidó traer el guante —dijo Adam.
Más tarde, ella dormía, mientras él, a su lado, en el cuarto demasiado caldeado, estaba echado, fumando. Finalmente, despertó y le sorprendió mirándola. Alargó la mano y le quitó el cigarrillo de entre los labios, apagándolo cuidadosamente contra el cenicero que había junto a la cama. Luego se volvió hacia él y volvieron a celebrar el rito, mientras, fuera, la luz gris se iba haciendo más oscura.
A las cinco, ella se levantó y se puso a vestirse.
—¿Tienes que irte?
—Casi es hora de cenar.
—Podemos llamar. Aparte de que yo casi ya ni siquiera cenaba.
—Tengo un niño pequeño en casa —dijo ella—; hay que darle de cenar y acostarle.
—Ah.
A medio vestir se le acercó, se sentó en la cama y le besó.
—Espérame aquí —dijo—; vuelvo.
—De acuerdo.
Cuando se hubo ido Adam trató de dormir, pero no podía respirar siquiera, porque en el cuarto hacia demasiado calor. Olía a semen, a humo de cigarrillo y a ella. Abrió una de las ventanas, para que entrase el aire polar; luego, se vistió, bajó, y tomó un bocadillo, que no le apetecía, y una taza de café. Después se encaminó hacia la plaza de Copley y se sentó en la Biblioteca Pública de Boston, poniéndose a leer números atrasados de la Saturday Review.
Cuando volvió, a las ocho, ya estaba ella de vuelta, entre las sábanas. La ventana estaba cerrada y volvía a hacer demasiado calor. Las luces estaban apagadas, pero, fuera, la muestra del hotel parpadeaba, y su luz daba a la alcoba un aspecto de cuadro surrealista. Le había traído un bocadillo de ensalada de huevo. Lo comieron juntos, a las once, y el olor a huevo duro entró de esta manera a formar parte de la rica y compleja combinación de aromas que ancló aquel día a su memoria.
El día de Navidad por la mañana, Adam trabajó solo en la sala de operaciones como cirujano de urgencia. Estaba echado en el largo banco de la cocina, escuchando el ruido solitario de la cafetera, cuando sonó el teléfono.
Era Meomartino.
—Esta tarde va a tener que hacer una amputación. Para entonces yo ya me habré ido.
—De acuerdo —dijo Adam, fríamente—. ¿Cómo se llama el paciente?
—Stratton.
—Le conozco bastante —dijo, hablando consigo mismo más bien que a Meomartino.
La semana anterior habían tratado de practicar un corto circuito arterial para devolver la circulación a la pierna de Mr. Stratton. El plan inicial había consistido en exponer la vena safena y usarla a manera de injerto arterial, de modo que las válvulas se abrieran en la misma dirección que el flujo arterial. Pero las venas de Mr. Stratton habían resultado ser pésimas, de sólo dos décimas de centímetro de diámetro, o sea una cuarta parte del diámetro normal. Tuvieron que cortar la gran placa arteriosclerótica que bloqueaba la circulación y empalmaron la arteria con un injerto de plástico, que hubiera servido, en el mejor de los casos, un año o dos pero que funcionó mal desde el principio. Ahora, la pierna era un objeto blanco y muerto que ponía en peligro la vida del paciente y tenía que ser amputada.
—¿A qué hora lo hacemos?
—No sé. Estamos tratando de localizar a su abogado, para que firme los documentos. Mr. Stratton está casado, pero su mujer se encuentra gravemente enferma en el «Beth Israel», de modo que no puede firmarlos ella. Supongo que será en cuanto demos con el abogado. Desde anoche están tratando de localizarlo.
Adam suspiró y colgó, cogió un traje verde de un montón que había en una mesa y fue a la sala de los cirujanos bisoños a mudarse. El traje verde de campaña le sentaba bien y era cómodo. Cogió también un par de botas negras de plástico, tirando de la parte superior hasta arrancarla y poniéndose las cintas de plástico así obtenidas entre el calcetín y el zapato antes de sujetarse las botas a los tobillos con bandas elásticas. Luego, listo para el trabajo y conectado con tierra contra la posibilidad de una chispa eléctrica que hiciera volar la sala de operaciones cargada de oxigeno, volvió al banco de la cocina y a su libro, pero su paz no duró mucho tiempo.
Esta vez le llamaban de la clínica de urgencia.
—Le mandamos un infarto mesentérico. Vaya haciendo los preparativos. El doctor Kender está buscando gente.
—Louise —llamó a la enfermera, que estaba sentada junto a la ventana haciendo calceta.
—Felices Pascuas —dijo ella.
Era agradable saber que podía congregarse tanto talento quirúrgico en tan poco tiempo. Había allí catorce personas, entre enfermeras, cirujanos y anestesistas, apretujados en la pequeña sala de operaciones, junto con gran variedad de maquinaria electrónica. El paciente, de pelo gris, estaba sin afeitar y en estado comatoso. Parecía tener entre los cincuenta y los sesenta años, robusto, pero con mucha tripa fofa. Se sabía que era cardiaco y aficionado a tomar digitalina. La policía le había encontrado en su apartamento en estado comatoso, y se daba por supuesto que su circulación había sido perjudicada por causa de la dosis de digitalina, aunque no se sabía cuánta había tomado, ni cuándo.
Le habían traído recibiendo ya líquidos intravenosos. Un anestesista residente, con una bolsa de aire, ayudaba a respirar. Ahora Adam observaba a Spurgeon, que estaba preparando el pecho del paciente.
—Eh —dijo Spurgeon, haciéndole una seña.
Era un tatuaje. Adam miró también, sintiéndose ridículamente como un creyente en la iglesia.
QUERIDO DIOS: POR FAVOR, LLEVA A ESTE HOMBRE AL CIELO… YA HA PASADO POR EL INFIERNO.
¿Qué clase de vida podía inspirar la dosis de desesperación necesaria para inducir a un ser humano a ponerse este pensamiento como una armadura? Lo aprendió de memoria, mientras Spurgeon lo borraba con betadina. Si era una cita, su computadora mnemónica no conseguía localizar la fuente.
Al paciente le habían colocado ya un marcapasos. Otros aparatos estaban situados cerca de la mesa, entre ellos uno para medir los gases de la sangre, una máquina para aquilatar el volumen de la sangre y un monitor electrocardiográfico, que sonaba rítmicamente como un frenético animal de cristal y metal, y cuyos sonidos se reflejaban en la pantalla mientras el corazón del paciente seguía luchando.
Kender esperaba con impaciencia mientras acababa de esterilizar los apósitos; luego fue a un lado de la mesa, tomó el bisturí que le tendía Louise y practicó rápidamente la incisión. Adam se ocupaba de la succión, y el receptáculo de la pared comenzó a rugir como las cataratas del Niágara mientras el líquido peritoneal pasaba a él desde la cavidad abdominal del paciente.
Una mirada le bastó para darse cuenta de que se trataba de peritonitis y gangrena. Las manos de Kender tantearon y se movieron sobre la víscera hinchada y descolorida, como un hombre acaricia a una serpiente pitón enferma.
—Llamen por teléfono al doctor Sack, a su casa —dijo a un estudiante de cuarto curso—. Dígale que tenemos un vientre gangrenado, del colon inferior para abajo. Pregúntele si puede venir al hospital inmediatamente con los instrumentos.
—¿Qué clase de instrumentos?
—Él ya lo sabe.
Bajo la dirección de Kender le inyectaron sustancia de contraste para que los Rayos X revelaran lo que le estaba ocurriendo a la circulación sanguínea intestinal del paciente. Trajeron una máquina más, un aparato portátil de Rayos X.
Adam notó que la sangre de la zona operada era muy oscura. Los músculos del antebrazo del paciente comenzaron a moverse como un caballo que espanta las moscas.
—Se diría que está teniendo dificultades con el oxígeno —dijo.
—¿Cómo está? —preguntó Kender al anestesista.
—Apenas tiene tensión sanguínea, y los latidos del corazón son tremendamente arrítmicos.
—¿Cuál es el Ph
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?
Spurgeon lo comprobó.
—De 0,9.
—Que tengan listo bicarbonato de sosa —dijo Kender—. Este hombre está a punto de sufrir un paro cardiaco.
Los rítmicos sonidos del monitor, reflejados en amarillo en la pantalla, se volvían cada vez menos frecuentes, y las pequeñas olas de luz aparecían como líneas débiles, hasta que, finalmente, desaparecieron.
—Dios, se acabó —dijo Spurgeon.
Kender comenzó a reforzar, con el borde de la mano, la presión intermitente contra la pared torácica.
—Bicarbonato —dijo.
Adam lo inyectó en una vena de la pierna. Miró al doctor Kender.
Aprieta.
Levanta.
Aprieta.
Levanta.
La presión regular y firme, la figura del cirujano, moviéndose hacia delante y luego hacia atrás, le recordaba… ¿Qué? De pronto, recordó que su abuela italiana se movía así para amasar el pan casero. En la cocina (persianas rotas, cortinas blancas amarillentas, un crucifijo sobre la repisa, II Giornale de la semana anterior junto a la vieja máquina de coser «Singer», y el condenado canario siempre gorjeando); amasando el pan sobre una vieja tabla cubierta de cicatrices de cuchillo, siempre llenas de pasta de macarrones endurecida. Harina en los brazos atezados. Una maldición para su padre en los labios sicilianos, ligeramente velludos.
Al diablo, se dijo, volviendo a concentrar su atención en el paciente.
—Epinefrina —dijo Kender.
La enfermera cogió la ampolla de cristal y la rompió con los dedos. La jeringa de Adam succionó la hormona y la inyectó en otra vena de la pierna.
«Venga, condenado músculo —dijo, silenciosamente—, late de una vez».
Miró el reloj de la sala de operaciones, tan quieto como el corazón parado. Los relojes de las salas de operaciones eran inútiles. Una leyenda del hospital afirmaba que durante años habían sido cuidados por un viejo relojero del condado que sabía hacerlos andar, pero cuando se retiró los relojes se retiraron también.