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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (43 page)

BOOK: El Comite De La Muerte
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Hubo un momento de silencio.

—¿Dónde? —preguntó ella—. ¿En África?

Meomartino entró en la cocina.

—¿Tiene todo lo que necesita, Robinson? —dijo.

—Absolutamente todo, gracias.

Robinson se fue de la cocina con las copas.

Meomartino la miró.

—Bueno, ¿qué? ¿Me hiciste ya jefe de cirugía? —preguntó.

Más tarde, cuando se hubo ido todo el mundo, Rafe no podía echarse junto a ella. En lugar de esto, lo que hizo fue coger una almohada y mantas y tumbarse en el sofá, entre la confusión que apestaba a posos de whisky y humo. Cuando estaba ya medio dormido vio el cuerpo de Liz, los muslos maravillosamente pálidos tapados por una serie de espaldas masculinas de diversos colores, algunas de extraños, otras de hombres a quienes Rafe reconocía sin dificultad.

Medio despierto aún la mató en su imaginación, pero se dijo que no podía matarla, como tampoco podía irse sin más del apartamento.

Si fueran drogas, argumentó consigo mismo, ¿podría abandonarla?

Ahora estaba completamente despierto.

«San Rafael», dijo, como hablando con el cuarto oscuro.

Lo estuvo pensando toda la noche, y a la mañana siguiente, después de buscado el número, telefoneó desde el hospital.

—Mr. Kittredge al habla —dijo una voz sin inflexiones.

—Me llamo Meomartino. Querría que me consiguiese usted cierta información.

—¿Quiere venir a mi oficina y hablaremos? ¿O prefiere que nos veamos en algún sitio?

—¿No podemos concretar ahora?

—Nunca aceptamos clientes nuevos por teléfono.

—En fin…, pero lo que pasa es que no podré ir a su oficina hasta eso de las siete.

—De acuerdo —dijo la voz.

Pidió a Harry Lee que le sustituyese de nuevo durante la hora de cenar y fue a la dirección que constaba en la guía telefónica. Resultó ser un edificio muy viejo de la calle de Washington, en el que había varias empresas de joyería al por mayor. Las oficinas eran de lo más corriente, y hubieran podido pertenecer a una compañía de seguros. Mr. Kittredge tendría unos cuarenta años, vestía convencionalmente y llevaba un anillo masónico en el dedo. Daba la impresión de no haber puesto nunca los pies sobre la mesa.

—¿Se trata de un problema doméstico? —preguntó.

—Mi mujer.

—¿Tiene una foto de ella?

Sacó una de la cartera. Había sido hecha poco después de nacer Miguel, una foto de la que siempre se había sentido orgulloso, en la que se veía a Liz riendo, con la cabeza echada hacia atrás. Un excelente logro de los efectos de sol y sombra.

Mr. Kittredge la miró.

—¿Quiere usted divorciarse, doctor?

—No. Bueno, depende de la información que usted me consiga —dijo, fatigado.

Era su primera confesión de derrota.

—Se lo pregunto —dijo Kittredge— porque necesito saber si le van a hacer falta informes por escrito.

—Ah.

—Ya sabe usted, supongo que no hacen falta fotos de cama y tonterías de ésas.

—La verdad es que sé muy poco de estas cosas —dijo Meomartino, con sequedad.

—Lo único que la ley exige es prueba de la hora, el lugar y la oportunidad de cometer adulterio. Y por eso hacen falta informes por escrito.

—Ya —dijo Rafe.

—No cobro nada por los informes.

—Por ahora, bastan informes orales —dijo—. Luego, ya veremos.

—¿Sabe los nombres de algunos de sus amigos?

—¿Es necesario?

—No, pero podrían serme útiles —respondió Kittredge, paciente.

Meomartino sentía náuseas. Las paredes empezaban a echársele encima.

—Un tal Adam Silverstone. Es médico del mismo hospital.

Kittredge tomó nota.

—Cobro diez dólares a la hora, diez más al día por alquiler de coche, y diez centavos por milla. Doscientos dólares como mínimo por adelantado.

«Por eso no aceptaba clientes por teléfono», pensó Meomartino.

—¿Le puedo dar un cheque? —preguntó.

—Si, perfectamente, señor —respondió Mr. Kittredge cortésmente.

Cuando volvió al hospital, Helen Fultz estaba esperándole.

«Sin el estímulo del alcohol —pensó él—, volvía a ser de nuevo la mujer avejentada, oprimida por las preocupaciones».

«Una mujer fatigada», pensó, mirando más allá del uniforme y fijándose en la persona.

—Querría devolverle esto, doctor Meomartino —dijo.

Él cogió el papel y vio que era la queja que había presentado contra la enfermera desconocida que había servido dos comidas a Mr. Roche el día antes de ser operado, en contravención de órdenes escritas.

—¿Y qué quiere que haga con esto?

—Espero que tenga la bondad de tirarlo al cesto de los papeles.

—¿Por qué?

—Sé quién es la chica que sirvió las comidas —dijo—, y puedo ajustarle las cuentas a mi manera.

—Merece un rapapolvo —dijo Meomartino—. Ese viejo está acabado, pero la cirugía puede aliviar un poco el dolor de sus últimos días. Además, como la fulana esa no se tomó la molestia de leer las órdenes, le ha añadido dos días de tortura a su sentencia.

Miss Fultz asintió, mostrándose completamente de acuerdo.

—Cuando yo empecé de enfermera nadie la hubiera contratado. Es un zorrón.

—Entonces, ¿por qué la defiende?

—Porque hay escasez de enfermeras y necesitamos hasta las zorras de que disponemos. Si la queja de usted es aceptada, se irá, y encontrará trabajo a la media hora.

Rafe se quedó mirando el papel que tenía en la mano.

—Hay noches en que me quedo completamente sola —dijo ella, sin alzar la voz—. Hasta ahora hemos tenido suerte porque no nos ha cogido un caso de urgencia en esas circunstancias, pero no debemos tentar a la suerte. Ese zorrón tiene brazos y piernas; no agotemos a las enfermeras que lo son de verdad.

Rafe rompió el papel y tiró los pedazos al cesto.

—Gracias —dijo Helen Fultz—, ya me encargaré yo de que, de ahora en adelante, lea bien las instrucciones antes de servir las comidas.

Le sonrió, contenta.

—Helen —dijo él—, no sé, la verdad, lo que sería de este hospital sin usted.

—Pues funcionaría como siempre —dijo ella.

—Trabaja demasiado. Hace mucho tiempo que cumplió usted los dieciséis años.

—No es usted muy galante, doctor.

—¿Cuántos años tiene? En serio.

—¿Y eso qué más da? —replicó ella.

Rafe se dio cuenta de que estaba demasiado cerca de la edad del retiro para querer hablar de aquel tema.

—No, nada, es únicamente que tiene aspecto fatigado —dijo él, con suavidad.

Helen Fultz hizo una mueca.

—La edad no tiene nada que ver. Probablemente, lo que me pasa es que me está saliendo una úlcera.

Rafe la vio, de pronto, no como Helen Fultz, sino más bien como una vieja cansada, una paciente.

—¿Y por qué piensa eso?

—He tratado suficientes úlceras para conocer bien los síntomas. Ya no puedo comer lo que me gusta y a veces sangro un poco por el recto.

—Vamos a examinarla —dijo él.

—No. Nada de eso.

—Mire, si el doctor Longwood hubiera tomado las precauciones más elementales, ahora estaría bien de salud. El hecho de que sea usted enfermera no la exime de la responsabilidad de cuidarse. Vamos a examinarla, se lo mando.

Rafe, sonriendo, la siguió, dándose cuenta de que estaba enfadada con él.

El reconocimiento resultó difícil, pero no le deparó ninguna sorpresa. Tenía hipertensión, 19 y 9.

—¿Siente dolores en el pecho? —preguntó, auscultándole el corazón.

—Hace nueve años que sé que noto ruido sistólico basilar —contestó ella, con sarcasmo—. Como dijo usted muy bien, hace mucho tiempo que cumplí los dieciséis años.

Durante el examen del recto, que ella soportó en irritado silencio, Rafe vio que tenía almorranas, lo que, indudablemente, era la causa de la sangre.

—¿Qué es? —preguntó ella, recobrada la ropa y la dignidad.

—Probablemente se ha diagnosticado usted bien —respondió Rafe—. Yo diría que es úlcera de duodeno, pero voy a ponerla en la lista para efectuar un examen general.

—¡Cuánta lata! —Helen Fultz movió la cabeza, incapaz de darle las gracias, pero volvió a sonreírle—. Lo pasé muy bien anoche, doctor Meomartino. Su mujer es muy guapa.

—Sí —dijo él.

Inexplicablemente, por primera vez desde la muerte de Guillermo, sintió en el interior de los párpados una súbita punzada salada, de la que hizo caso omiso, hasta que, como pasa con todo, desapareció.

14

SPURGEON ROBINSON

Cuando Adam se fue al piso de la colina de Beacon, Spurgeon se quedó solo y solitario en el sexto piso, y comenzó a tocar la guitarra para las paredes de su dormitorio. La música era como un espejo amañado que deformaba los reflejos del alma. Pero las canciones que tocaba reían con una especie de júbilo tan triste que ni siquiera podía pensar en ello. Para tocar música más optimista habría tenido que comprarse un banjo e ir a trabajar al campo.

Estaba en torno a él, por todas partes, y cada día lo veía con más claridad.

—¿Puede decirme —le preguntó Moylan, una mañana— cómo es posible que ocurran aquí tales cosas?

Estaba mirando a un niño muy pequeño con un interés mezcla de horror y de miedo, con esa expresión que Spurgeon recordaba haber visto en el rostro de los estudiantes de Medicina que miran por primera vez en libros de texto fotografías de fetos anormales.

El niño era negro. Era difícil adivinar su edad, porque la depauperación había acabado con la grasa infantil que tenía por derecho propio, dejando una especie de rostro viejo y arrugado. Sus músculos se habían atrofiado, y allí estaba, echado, débil y moribundo. Sus miembros, como palillos, acentuaban la hinchazón del vientre.

—Esto puede ocurrir en cualquier parte —dijo Spurgeon—, en cualquier parte donde los niños no reciban suficiente alimento.

—No, yo diría que cosas así se encuentran más fácilmente en las chozas de los aparceros de Mississippi —dijo Moylan.

—¿Usted cree?

—Diablos, ya entiende lo que quiero decir. Pero aquí, en esta ciudad…

Movió la cabeza y se fue, desapareciendo completamente de su campo visual.

Spurgeon escapó como llevado del diablo.

En cuanto terminó su turno de treinta y seis horas, cogió, casi contra su voluntad, el «elevado» hasta Roxbury y se apeó en la estación de la calle de Dudley; luego, pasando junto al «As Alto», pero sin entrar, siguió adelante, sin dirección fija, hasta que no vio un solo rostro blanco- sólo pieles que variaban de marrón claro a negro, pasando por todos los matices intermedios.

Se dijo que estaba viviendo de nuevo momentos de su niñez entre aquellos olores, ruidos y escenas, ante aquellas casas fatigadas, con escalones gastados, la basura y los desperdicios de carne en la calle, los gritos salvajes de los niños, las ventanas rotas, y con plantas en tiestos de latas de conservas vacías en los alféizares.

¿Qué habría sido de Fay Hartnett, la de los rollizos muslos, y de Petey y de Ted Simpson y de Tommy White y de Fats McKenna?

Si le fuera posible volver a ver a la gente que había participado en su niñez, tales y como eran ahora, en este mismo momento, ¿querría verles?

Se dijo que de seguro que no.

Probablemente habrían muerto, o peor aún: serían putas, alcahuetes, drogadictos, delincuentes, basura humana fichados por la Policía, seguramente atrapados… si no acabados en la red de evasión fácil de las drogas.

Un muchachito de pelo corto llegó corriendo por la esquina y se hizo rápidamente a un lado para evitarle tocándole casi, al pasar junto a él con una maldición breve y burlona. Spurgeon se paró y le miró con una triste sonrisa, mientras el muchachito desaparecía a todo correr.

«Por mucho que corras, hijo —pensó—, como no tengas la suerte de dar con un Calvin J. Priest, eres una mosca cogida en alquitrán, con la apisonadora ya encima». Calculando sus propias posibilidades de fuga en tales circunstancias, Spurgeon miró a su alrededor con una conciencia nueva y asustada de lo milagrosa que había sido su propia salvación.

Cuando volvió al hospital miró el correo y sólo encontró un catálogo gratis de un fabricante de productos farmacéuticos, que abrió en el ascensor, mientras el viejo armatoste luchaba contra la fuerza de la gravedad.

Alguien le estaba esperando a la entrada de su cuarto. Un hombre bajo y de rostro colorado, con abrigo negro de cuello de terciopelo, y tocado, notó Spurgeon con incredulidad, con un sombrero hongo.

—¿El doctor Robinson?

—Sí.

El otro le tendió un sobre.

—Para usted.

—Ya miré el correo.

El otro sonrió.

—Esto es reparto especial —dijo.

Spurgeon cogió el sobre, notando que no llevaba sello. Buscó una moneda en el bolsillo, pero el otro se volvió a poner el sombrero hongo y, sonriendo, rehusó.

—No soy recadero —dijo—, soy delegado del sheriff.

¿Delegado del sheriff?

Dentro, sentado en la cama, Spurgeon abrió el sobre.

COMMONWEALTH DE MASSACHUSETTS

TRIBUNAL SUPERIOR DE SUFFOLK.

A Spurgeon Robinson, de Boston, en la jurisdicción de nuestro condado de Suffolk. Arthur Donnelly, de Boston, en la jurisdicción de nuestro condado de Suffolk, cita a juicio de agravio a usted por auto fechado el veintiuno de febrero de 1968, a oír en nuestro condado de Suffolk el vigésimo día de mayo de 1968, en cuyo juicio se le reclamará, en concepto de daños y perjuicios, la suma de doscientos mil dólares, en virtud de lo siguiente:

AGRAVIO Y/O CONTRATO POR TRATAMIENTO ERRÓNEO.

Como se verá debidamente por la declaración que obra en poder del mencionado tribunal cuando se vea la causa en él:

LE ORDENAMOS, si tiene alguna defensa que exponer en la mencionada causa, que el citado día vigésimo de mayo de 1968, o dentro del límite de tiempo permitido por la ley, haga acto de presencia por escrito o cualquier otra alegación legal en la oficina del escribano del tribunal de que depende el mencionado auto según manda la ley.

Por lo tanto, su abstención supondrá que el referido juicio será resuelto en contra suya sin más advertencias.

Sus propiedades pueden ser embargadas en garantía de cualquier fallo contra usted en el mencionado juicio.

Testigo, R. HAROLD MONTANO, de Boston, el vigésimo primer día de septiembre del año de gracia de mil novecientos sesenta y siete.

H
OMER
P. R
ILE

Escribano.

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