El complejo de Di (24 page)

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Authors: Dai Sijie

BOOK: El complejo de Di
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—Son las investigaciones secretas de los taoístas sobre la eyaculación —respondió el juez.

—¿No será sobre la masturbación?

—No, no, sobre la eyaculación, o más bien sobre la no eyaculación. Se pasaron centenares de años tratando de descubrir el modo de hacer circular el esperma por el cuerpo durante el acto sexual, para llevarlo hasta el cerebro y transformarlo allí en una especie de energía sobre natural.

Muo estuvo a punto de sacar su cuaderno para apuntar las referencias. «Qué lástima que no pueda llevármelas a la cárcel... —se dijo—. Habría escrito volúmenes y más volúmenes de comentarios. . .»

La segunda sala, más pequeña que la primera, tenía idéntica iluminación. Allí, en lugar de estanterías y libros, había cajas cromadas de películas, bañadas por una luz sepulcral. Los rollos de celuloide se amontonaban, se apilaban, se superponían, se apoyaban unos en otros, se ocultaban mutuamente... Los había por centenares, por miles. El cono luminoso del centro de la sala daba un brillo siniestro a aquel espantoso amontonamiento de cadáveres. Algunas pilas se habían venido abajo y las tiras de celuloide se habían salido de sus cajas y enroscado como serpientes muertas, formando bucles y círculos, enredándose en enormes nudos, parcialmente quemadas o cubiertas de una capa de moho verdoso.

El despacho de la Cigüeña, presidente y único miembro de aquella comisión, ocupaba la tercera sala. Mientras, con las gafas caladas, el cuello estirado y el cuerpo encorvado sobre las obras de Freud, el magistrado examinaba volumen tras volumen y apuntaba las referencias sospechosas en una libreta alargada con tapas de imitación de cuero, Muo descubrió documentos que le pusieron los pelos todavía más de punta que los de las salas precedentes. Había cartas de denuncia por todas partes.

—Mi colección personal —declaró la Cigüeña con orgullo.

Las que ya había leído estaban cuidadosamente etiquetadas, clasificadas y guardadas como objetos de museo en siete vitrinas de ébano adornadas con figuras primorosamente esculpidas. Cada vitrina estaba destinada a una especialidad.

La primera a las cartas de denuncia entre padres e hijos; la segunda, entre maridos y mujeres; la tercera, entre vecinos; la cuarta, entre compañeros de trabajo, y la quinta y la sexta, a las denuncias anónimas. En el interior de cada vitrina, las cartas estaban clasificadas por temas en carpetas de distintos colores que formaban una especie de arco iris. El rojo correspondía a los asuntos políticos; el amarillo, a los económicos; el azul, a las relaciones sexuales fuera del matrimonio; el violeta, a la homosexualidad; el añil, a las violaciones sexuales; el naranja, al juego clandestino, y el verde, a los robos y estafas.

La séptima vitrina contenía las cartas de «autodenuncia». Como la llave estaba en la cerradura, Muo la abrió tras pedir permiso al juez. La mayoría databan de la Revolución Cultural y eran largas; algunas tenían más de cien páginas y se parecían a esas novelas autobiográficas en las que el autor hurga sin piedad en los recovecos más oscuros de su existencia, con sus ideas lascivas, sus deseos ocultos y sus secretas ambiciones.

En una esquina había una pila de carpetas con etiquetas rojas llenas de cartas a la espera de ser leídas y clasificadas. Era evidente que la Cigüeña, desbordada por su pasión personal, no daba abasto.

—Tal vez pueda añadir una carta a su colección —dijo Muo.

—¿A quién quieres denunciar?

—Al juez Di.

La Cigüeña no pudo evitar echarse a reír. Antes de volver a enfrascarse en su trabajo, respondió:

—Se da el caso de que sé por qué te ha hecho venir el juez Di con esos libros de Freud.

Esta vez fue Muo quien rió de buena gana.

—Lo escucho.

—Está buscando a un criminal, a una especie de psicoanalista que organiza asesinatos en los tanatorios de la ciudad. Puede que los libros de Freud le proporcionen la clave...

La risa se heló en los labios de Muo. De nuevo, al comprender la situación, un fuerte dolor le atravesó los tobillos y le subió hasta los riñones.

—Supongo que el juez Di no lo hará fusilar...

—Como poco, y nunca mejor dicho, lo condenará a cadena perpetua.

—¿Podría decirme dónde está el lavabo? —preguntó Muo procurando mantener la calma.

—Al fondo del pasillo a la izquierda.

En cuanto salió del despacho, Muo se precipitó hacia la escalera cojeando para no arriesgarse a topar con el juez Di en el ascensor. Bajó los escalones de tres en tres hasta la planta baja del castillo de cristal. Tenía que huir. «Seguro que el juez ya ha cerrado el aeropuerto —se dijo—. La única salida es coger un tren.»

Olvidándose de la cojera, trazó mentalmente un itinerario de huida: de Chengdu a Kunming en tren y de Kunming a la frontera con Birmania en autobús. Luego, Rangún-París en avión.

Una locomotora surge de las tinieblas, se agranda con un bramido nervioso y llena todo el marco de la ventana antes de desaparecer. Luego, unas masas gigantescas, vacilantes, como ebrias, proyectan sus sombras sobre la ventanilla. Vagones de mercancías. El cruce con el otro tren finaliza con la fugaz imagen de unos guardias armados, sentados en el vagón de cola, alrededor de una pantalla verde, único punto luminoso que palpita débilmente.

El reflejo de un hombre maduro aparece en el cristal, borroso e impreciso al principio; luego, cuando el tren penetra en un túnel, se perfila como una foto en un baño de revelador. En ese reflejo, se ve una topografía dental bastante nítida, la punta de una lengua que se desliza por los grisáceos arrecifes y un agujero negro, como una brecha abierta en el centro de la boca, que parece enorme y modifica la fisonomía del personaje.

«Mi reflejo —constata Muo con una fascinación narcisista y los ojos arrasados en lágrimas—. La imagen premonitoria de lo que será, dentro de veinte años, el abuelo Muo, tal vez Muo el viejo prisionero del juez Di, agonizando como un esclavo en una mina. Por el momento, todo va bien. Seguir huyendo es seguir vivo.»

De pronto, en el cristal, cree ver a una chica a la que conoció o vio ya no sabe dónde, una muchacha de apenas dieciocho años, que hace un alto en el pasillo, delante del compartimento, y parece reconocerlo. Instintivamente, Muo se quita las gafas, se pone la capucha, baja la cabeza y finge sumirse en un sueño instantáneo. Sin atreverse a volver la cabeza ni siquiera un segundo, permanece en esa actitud hasta que el tren sale del túnel. La joven ha desaparecido. Muo respira de nuevo libremente, a pleno pulmón, y se da el lujo de escuchar a sus vecinos, que charlan animadamente.

¡Los lolos! El tema de su cháchara es la minoría étnica de los lolos —o los yi, en mandarín—, que viven en la región montañosa que desfila en esos momentos delante de la ventanilla. Muo apenas sabe nada sobre ellos, aunque por supuesto ha oído hablar de la famosa y gran capa que visten los hombres, una especie de abrigo de fibra de cáñamo que no se quitan en todo el día con el que se echan a dormir en el suelo, cerca del hogar excavado en la tierra que hay en el centro de sus casas. Aunque la verdadera casa de un lolo, ha oído decir Muo, es su capa. A su lado, un obrero habituado a hacer ese viaje cuenta con una sonrisa neutra, impersonal, una aventura que le ocurrió hace un mes, en pleno día, entre las estaciones de Emei y Ebin. El tren en el que viajaba fue objeto de un asalto, «moneda corriente» en la región: una quincena de lolos cubiertos con capas negras y armados con largos cuchillos irrumpieron en el coche. Tres se quedaron guardando la puerta de la derecha, otros dos o tres la de la izquierda y el resto de los bandidos recorrió el vagón. No gritaron. Ningún viajero se movió. Ni siquiera lloraron los niños. Como si fueran revisores, los lolos se dividieron en dos grupos. Uno empezó por una punta del coche y el otro por la opuesta. Viéndose con el cuchillo en el cuello, los viajeros no pudieron hacer otra cosa que obedecer como dóciles y silenciosos corderos. Los bolsillos de las chaquetas, los pantalones y las camisas, los bolsos, las carteras, las cestas de los campesinos, las maletas... Nada escapó al registro de los lolos, que tienen los dedos duros como barras de hierro. Les encanta chasquearlos sobre ti, tu rostro, tus gafas, tu pecho, tus partes íntimas... Hace auténtico daño. Si una maleta era demasiado grande o estaba demasiado llena, le daban la vuelta y volcaban el contenido en el suelo. El botín fue considerable, porque en la región apenas se usan los cheques bancarios y todo el mundo viaja con dinero en metálico, a veces con los ahorros de toda una vida o de una familia. La operación duró unos diez minutos. ¿Y cómo se marcharon los lolos? Sencillamente, saltando del tren. Ni siquiera esperaron a que subiera una cuesta y redujera la velocidad. No, les daba igual. Saltaron cuando el tren iba a toda marcha. Fue increíble, totalmente increíble.

«A mí ya me persigue la policía —se dice Muo—. Si encima me despluman los lolos, apaga y vámonos.»

El terror se insinúa en el corazón de Muo. Teme por los dólares ocultos en el bolsillo secreto de su calzoncillo. El paisaje nocturno que desfila ante la ventanilla, suntuoso nostálgico hasta hace un momento, le parece súbitamente hostil. Tiene la sensación de estar atravesando un país extranjero: montañas escarpadas, montañas cortadas a pico, montañas hasta donde alcanza la vista... Todas se parecen en su recuerdo, a las capas de los lolos, grises, negras o pardas. Los bosques, las ciénagas, las gargantas se suceden al otro lado de la ventanilla como sombras fantasmagóricas que lo miran con ojos llenos de odio racial, el más implacable de todos. Hasta las escasas y débiles luces que palpitan en una aldea suspendida en la ladera de una montaña o en el interior de pueblos acurrucados en el fondo de los valles le parecen llenas de rencor.

¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Que el tren deje atrás esta región!

La charla de sus compañeros de compartimento sube de tono. Muo se levanta del asiento y se va al rincón de los fumadores.

Decididamente, los cigarrillos no saben igual desde que se le cayó el diente. La primera calada lo irrita por su regusto inhabitual, su falta de sabor, de sutileza. En lugar de deslizarse entre los dientes, de girar en la boca, de acariciar la lengua y el paladar, el humo se cuela por el agujero del diente en forma de chorro insípido, indefinible, que desciende directamente al fondo de su garganta. Su boca ya no es una boca, sino un canal, un grifo, una chimenea.

El rincón de los fumadores, entre las puertas de dos coches, está al abrigo de las miradas. Muo saca el diente de su envoltorio de papel. A tientas, se lo pone en su antiguo sitio y hunde la raíz en la encía. El milagro se produce: el diente se queda ahí, encajado entre otros dos. El agujero ha desaparecido.

Muo vuelve a percibir el sabor del Marlboro, que fuma a pequeñas caladas, como si fuera un manjar exquisito. Al lado, el viento mueve la puerta del váter (un usuario somnoliento ha olvidado cerrarla), que deja escapar un olor fétido. Pero nada puede echarle a perder el placer de fumar. El tren vuelve a entrar en un túnel, y un corte de corriente sume el coche en la oscuridad. En la momentánea negrura, Muo ve una brasa roja, que reconoce de inmediato. Es la del primer cigarrillo de su lejana adolescencia. Trece años. No, catorce. Un cigarrillo Jin Sha Jiang (Río de las Arenas de Oro, una marca que costaba treinta fens el paquete). El comienzo de un poema que escribió en la época, con palabras torpes e ingenuas, para hacer el elogio de su primer cigarrillo resuena en su cabeza. Lo tituló «El cuatro ojos».

¡Ah, mi beso ansioso y sonoro

en el humeante trasero

de un Río de las Arenas de Oro

una noche de febrero!

Muo saborea el vibrante eco del tren en el túnel, la alegría de su dentadura restaurada y los recuerdos de su lejana infancia, sin advertir que ha vuelto la luz. De pronto, oye una voz femenina a su espalda:

—¡Buenas noches, señor Muo!

Se hace el silencio. El terror lo congela todo: el aire, el tren, el cuerpo de Muo, su cerebro... «Ya está —se dice sintiendo que el alma se le cae al suelo—. Un policía.»

La voz repite el saludo, acompañada por un misterioso tintineo. ¿De qué? ¿De un manojo de llaves? De unas esposas, seguro. «¡Cielos! ¡Mi viejo corazón late como si fuera a estallarme en el pecho! ¡Estoy perdido!» Muo levanta los brazos y, con una lentitud teatral, gira sobre los talones, esperando ver a una Jodie Foster china apuntándole con una pistola a la sien, en una versión sichuanesa del
Silencio de los corderos
.

—Lléveme ante... —dice con voz ahogada.

Quiere decir «el juez Di», pero no acaba la frase. No puede dar crédito a sus ojos: es la chica a la que ha visto hace un rato en el cristal de la ventanilla

Está plantada ante él, la boca muy abierta. Demasiado. En realidad, todo es un poco excesivo en ella: la cazadora vaquera, el pantalón rojo con lunares blancos, el bolso, de un amarillo chillón, Y hasta el par de latas de cerveza que se agitan en sus manos al ritmo del tren. Ese es el origen del misterioso tintineo.

—¿No se acuerda de mí, señor Muo? —le pregunta la chica—. Interpretó usted uno de mis sueños en el mercado de las muchachas de servicio.

—Yo no me llamo Muo —le espeta Muo con rudeza—. Se equivoca de persona.

Apenas acaba la frase, con la cabeza gacha, aplasta la colilla en un cenicero atornillado a la pared del vagón y, sin atreverse a mirarla a la cara, da media vuelta, aturullado. Para que no parezca que se escabulle como un vulgar ratero, se esfuerza en imitar los andares y la dignidad de un caballero. Pero está tan nervioso que se equivoca de camino y, cuando quiere darse cuenta, está en el váter. Colérico, cierra de un portazo.

—Me estoy volviendo majara —se dice con el cuerpo doblado en dos y las manos apoyadas en el lavabo, como si fuera a vomitar—. Estoy como una auténtica regadera. ¡Claro que es ella! ¿Cómo he podido no reconocerla? Es la joven campesina que soñaba que salía en una película. ¡Me decepciono! Debería haberla puesto verde: ¡Mierda, idiota! ¿Cómo te atreves a interrumpir una meditación, la cosa más sagrada del mundo, la expresión más noble del espíritu?

Mientras suelta barbaridades, algo sale volando de su boca y cae al lavabo. Muo tarda unos segundos en comprender que es el diente. Por suerte, el lavabo está embozado desde Dios sabe cuándo, y el diente se hunde en el fondo de una charca negruzca cubierta de espuma blanca. Tras una larga y paciente exploración subacuática, consigue encontrarlo con la punta de los dedos. Lo limpia, lo seca, vuelve a limpiarlo... Pero la pieza dental conserva un olor a cloaca, a tren y urinario del que parece imposible librarla.

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