El complot de la media luna (16 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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El Delahaye continuó la carrera hacia la verja de entrada cuando la camioneta tomaba la segunda curva. El iraní seguía asomado por la ventanilla y disparaba contra el coche fugitivo al tiempo que gritaba al conductor que fuese más rápido. Sin embargo, con el centro de gravedad más alto y los neumáticos casi lisos, era imposible que la camioneta se comportase en la curva como el descapotable francés. En cuanto el conductor pisó el acelerador, el vehículo perdió tracción y comenzó a desplazarse lateralmente hacia la estatua. El hombre de las gafas de sol, asustado al ver que se salían del camino, pisó el freno, lo que solo sirvió para que el desplazamiento aumentase.

El jardinero miró boquiabierto cómo la vieja camioneta se estampaba contra la Venus. La estatua desapareció en una nube de polvo mientras el vehículo comenzaba un trompo. Llegó al pavimento y dio otras tres vueltas antes de adentrarse entre un grupo de sauces jóvenes. La camioneta continuó en movimiento hasta que acabó chocando contra el grueso tronco de un castaño y los tres ocupantes salieron lanzados contra el parabrisas.

El hombre de las gafas de sol se echó hacia atrás en el asiento y se tocó el labio, hinchado por el golpe contra el volante. A su lado, el hombre de la camisa azul intentaba contener la sangre que chorreaba de su nariz, aplastada. Solo el iraní había salido ileso de la colisión porque se había sujetado a tiempo con el brazo que tenía libre.

Al oír que el motor continuaba funcionando sin problema, se volvió hacia el conductor.

—Sigamos tras ellos.

Su compañero sacudió la cabeza para despejarse, puso la marcha atrás y llevó la camioneta de vuelta al camino. En el interior de la cabina se oyó un fuerte estrépito cuando pisó el freno. El iraní miró por la ventanilla trasera y vio la cabeza de la Venus rodando de un lado al otro de la caja.

Cuando por fin volvieron al camino, Pitt ya había salido de la finca. Tal como esperaba, aquel rato de distracción había sido tiempo suficiente para que el camionero apartase su vehículo: la carretera de la costa volvía a estar despejada. No perdió ni un segundo en acelerar al máximo.

—Les hemos sacado un poco de ventaja —comentó—, pero nos estamos quedando sin gasolina.

Loren se inclinó para ver el indicador; la aguja oscilaba sobre la línea de vacío.

—Puede que aún estén en los brazos de Venus —dijo, esperanzada.

Después de rebasar la residencia veraniega de la embajada de Austria, la carretera se abrió ante ellos y vieron otro pueblo costero donde un transbordador cargaba coches y pasajeros para un recorrido por el Bósforo.

—Ese transbordador podría ser nuestra mejor oportunidad —dijo Pitt, que redujo un poco la velocidad porque la carretera bajaba en una pendiente muy pronunciada hacia la costa.

—Sí, para disfrutar del pacífico y relajante crucero que me habías prometido —farfulló Loren.

Una sonrisa traviesa apareció en los labios de Pitt.

—Pacífico, quizá, para algunos.

Pasaron delante de un cartel con el nombre de la ciudad, Yenikoy, y avanzaron entre el escaso tráfico hacia el muelle. Pitt se detuvo detrás de un camión abierto cargado con alfombras orientales que esperaba para embarcar. Echó un rápido vistazo a la calle cercana al muelle, donde había una hilera de bares y restaurantes en primera línea de mar, como en Sariyer.

—¡Ahí está la camioneta! —exclamó Loren de pronto.

Pitt miró hacia la carretera y vio que la camioneta se acercaba a la ciudad; se hallaba a casi un kilómetro de distancia. Se volvió hacia Loren y señaló una calle lateral con el pulgar.

—Quiero que vayas a aquel restaurante de la marquesina verde y me pidas una cerveza —dijo.

—¿Ese lugar deprimente con las ventanas sucias? —preguntó Loren, que miró más allá de varios restaurantes que parecían limpios y aceptables.

Pitt asintió.

—¿Qué pasa con nuestro crucero?

—Les cederemos los asientos a nuestros amigos —explicó Pitt—. Quédate allí hasta que yo aparezca. Ahora, ve —añadió, y la besó en la mejilla.

Observó a Loren bajar del coche, recorrer la calle a paso ligero y entrar en el poco tentador restaurante después de un momento de vacilación. Unos segundos más tarde, la camioneta apareció en el espejo retrovisor camino del muelle. Advirtió complacido que el guardabarros delantero estaba aplastado y tenía manchas de polvo de mármol blanco. Había perdido uno de los faros y el hueco parecía una cuenca vacía. Sin duda los perseguidores habían visto el coche francés: la desvencijada camioneta se puso en la cola de embarque tres coches por detrás de Pitt.

Cuando la rampa del transbordador quedó libre, el conductor del camión cargado con las alfombras se demoró en avanzar y Pitt no desaprovechó la oportunidad. Pisó el acelerador, sacó al Delahaye de la cola y lo adelantó, una maniobra que provocó un bocinazo del camionero, furioso. El camión le serviría de pantalla, y Pitt confiaba en que sería suficiente para ocultar que era el único ocupante del coche.

Pagó el peaje y entró en la cubierta de coches. Aparcó detrás de un coche pequeño ocupado por un grupo de jóvenes. Se apeó deprisa y miró atrás. El camión estaba detenido junto al cobrador y cerraba el paso a los demás vehículos; el conductor buscaba en los bolsillos el dinero para el peaje. Si alguno de los pistoleros se había bajado de la camioneta, no estaba a la vista. Pitt echó una ojeada al transbordador.

Tenía dos cubiertas. En la de abajo se cargaban los vehículos y los pasajeros ocupaban la superior. Se dirigía hacia una de las escalerillas cuando vio a un hombre que vendía palomitas a unos jóvenes. Tenía casi la misma altura y constitución que Pitt, y también el pelo oscuro y ondulado.

—Por favor —le gritó al hombre—, ¿podría vigilar mi coche mientras voy al lavabo? —Sacó un billete de diez liras turcas de la billetera.

El vendedor de palomitas vio el dinero y asintió con entusiasmo.

—Sí, claro, por supuesto.

Pitt apretó el billete en la mano del hombre, y luego le llevó hasta la puerta del conductor.

—Por favor, siéntese al volante —le pidió—. Nadie se interesará por mi coche si está ocupado.

El vendedor dejó el cajón de palomitas y, emocionado por poder sentarse en ese coche antiguo tan elegante, se apresuró a entrar.

—No tardaré —añadió Pitt con un guiño, y se alejó a paso rápido hacia la escalerilla.

Subió a la cubierta superior y se mezcló con los demás pasajeros en dirección a la popa. Cuando se asomó por la borda, la camioneta subía la rampa. Los tres pistoleros continuaban sentados en la cabina.

La camioneta fue el último vehículo en entrar, y el personal del muelle se apresuró a retirar la rampa mientras que la tripulación del transbordador levantaba la compuerta que cerraba la popa. Pitt notó la vibración de los motores en la sala de máquinas, y a continuación los tres pitidos de la sirena que anunciaba la inminente partida del buque. Fue hasta la borda de popa, esperó a que las hélices del transbordador comenzasen a girar, y miró a proa.

El hombre de las gafas de sol fue el primero en aparecer en lo alto de la escalerilla central, y sin demora comenzó a buscar entre la muchedumbre. Pitt solo podía imaginar las caras de sorpresa de los pistoleros cuando se acercasen al Delahaye y viesen al vendedor de palomitas sentado al volante. No se entretuvo mucho en la imagen porque la cubierta de pronto se sacudió bajo sus pies y las hélices batieron el agua.

Trepó rápidamente a la borda, con la consiguiente alarma de los pasajeros más cercanos, algo que atrajo de inmediato la atención del hombre de las gafas de sol. El pistolero echó a correr por la cubierta, pero Pitt desapareció de la vista. Se descolgó por un pescante hasta quedar con los brazos extendidos y luego se dejó caer en la cubierta inferior. Tocó el suelo con las rodillas flexionadas, se levantó en el acto para pasar por encima de la compuerta de popa, y a continuación saltó desde el travesaño en un enérgico intento por alcanzar el muelle.

El transbordador se había apartado casi un par de metros cuando saltó. Consiguió por los pelos apoyar un pie en la rampa de los coches y rodó hacia delante. Se detuvo al llegar al final de la rampa y se levantó despacio. El transbordador se alejaba por el canal; había unos seis metros de distancia entre la nave y el muelle.

Vio al hombre de las gafas de sol asomarse a la borda de la cubierta superior y mirar desesperado cómo aumentaba la distancia entre el transbordador y la costa. El pistolero volvió la mirada hacia Pitt, y en un movimiento instintivo se llevó una mano al arma que ocultaba debajo de la americana, pero desisto.

Pitt le observó un momento y luego le saludó alegremente con la mano, como si fuera un viejo amigo. El hombre permaneció impertérrito, contemplando cómo el transbordador se alejaba poco a poco por el estrecho.

13

El sol poniente proyectaba un resplandor dorado en las olas del Mediterráneo que rompían en la costa israelí. Sophie miró el horizonte azul, agradecida porque las horas de más calor por fin habían pasado, y luego se volvió para entrar en la tienda donde se guardaban los objetos. El profesor Haasis, inclinado sobre un rollo de pergamino, tenía el rostro arrebolado mientras intentaba descifrar la escritura antigua. Sophie sonrió para sus adentros al pensar que parecía un niño en una tienda de golosinas.

—Dele un descanso a su cerebro, profesor —dijo—. Los pergaminos seguirán aquí por la mañana.

Haasis la miró con expresión avergonzada. En la larga mesa que tenía delante había una docena de cajas de cerámica, y cada una de ellas contenía varios rollos de papiro. Enrolló a regañadientes el pergamino que había estado estudiando y lo guardó en una de las cajas.

—De acuerdo, supongo que puedo hacer una pausa para comer —comentó—. Es que no puedo evitarlo. Es tanta la información que nos brindan... Este último pergamino, por ejemplo —apoyó una mano en la caja para mayor énfasis—, describe cómo una nave mercante de Anatolia cargada con trigo de Egipto se vio obligada a refugiarse aquí cuando se le rompió el mástil. Pequeñas gemas como estas aceleran los latidos de mi corazón.

—No creo que puedan equipararse con los manuscritos del mar Muerto —señaló Sophie con una carcajada.

—Bueno, puede que al hombre de la calle no le interesen gran cosa —replicó el profesor—, pero para aquellos que hemos hecho de la historia nuestro trabajo, es como abrir una ventana al pasado que había estado cerrada.

Haasis se quitó los guantes blancos.

—Tengo que enviarlos al laboratorio de la universidad para que los analicen a fondo y los conserven como es debido, pero no he podido resistirme a echar una ojeada. —Para entonces ya había examinado el contenido de todas las cajas excepto de tres—. ¿Qué se ha hecho de Dirk? —preguntó—. No lo he visto desde que trajo la última caja.

Sophie se encogió de hombros. Intentaba fingir indiferencia pero la misma pregunta le rondaba por la cabeza desde hacía rato. La invitación para ir a cenar la había tenido emocionada toda la tarde. Incluso había aprovechado para ir a asearse y peinarse, enfadada por una vez en su vida por no haber cogido nada para maquillarse. El corazón le dio un brinco cuando alguien entró en la tienda. Se volvió de inmediato y se llevó una decepción al ver que se trataba de Sam.

—¿Preparados para la cena? Esta noche el menú consiste en espaguetis y albóndigas —anunció; un rastro de salsa en la barbilla indicaba que ya había hecho una cata.

—Suena bien —afirmó el profesor—. Venga, Sophie, vamos a cenar.

La agente de Antigüedades se dirigió a paso lento hacia la salida haciendo un gran esfuerzo por disimular su desilusión.

—Sam, ¿está todo dispuesto para esta noche? —preguntó.

Su ayudante asintió.

—Raban y Holder llegarán dentro de una hora. Les dije que vigilaremos hasta medianoche.

—El profesor Haasis nos ha ofrecido una tienda, así que creo que me quedaré a pasar la noche. Tú puedes volver a casa con los muchachos, si lo prefieres.

—Creo que sí. Dormir en el suelo ya no me parece tan divertido como cuando tenía trece años. —Sam se frotó la espalda.

Salieron de la tienda y se encontraron con Dirk, que esperaba con una toalla de playa sobre un brazo, como si fuese un camarero. Vestía pantalón y un polo, y Sophie no pudo evitar pensar que se había puesto guapo. Tuvo que hacer esfuerzos para no sonreír.

—Creo que teníamos una cita para cenar —dijo Dirk con una leve inclinación.

—Casi lo había olvidado —mintió Sophie.

Él le ofreció el brazo y siguieron a Sam y Haasis en su camino hacia la tienda comedor. Sophie se disponía a entrar cuando de pronto Dirk tiró de ella en la dirección opuesta.

—¿No vamos a cenar con los demás? —preguntó.

—No, a menos que te apetezcan un montón los espaguetis de lata —respondió Dirk.

—No especialmente, no —dijo Sophie, y sacudió la cabeza.

—Muy bien. En ese caso vayamos a Cabo Pitt.

Llevó a Sophie hasta la costa y caminaron un trecho por la playa. Llegaron a unas rocas que se adentraban en el mar. Dirk la ayudó a subir por la pendiente, cubierta de piedras sueltas.

—Aquí había un palacio romano —dijo Sophie; recordaba una excavación anterior de una edificación con columnas griegas y una piscina decorada.

—Muchos creen que era del rey Herodes, que lo construyó después de acabar los rompeolas y las instalaciones portuarias —añadió Dirk; había estudiado la historia de Cesarea.

—No recuerdo que aquí hubiese un restaurante —dijo Sophie con una sonrisa traviesa.

—Está detrás de aquel muro.

Caminaron entre las ruinas hasta la punta del promontorio. Al otro lado de los restos del muro había un rincón protegido que ofrecía unas vistas al mar impresionantes. Sophie se echó a reír al ver una nevera portátil junto a una barbacoa con las brasas al rojo.

—El restaurante del rey Herodes acaba de abrir sus puertas —dijo Dirk—. Espero que no te importe comer al aire libre. —Extendió la toalla en la arena. Se apresuró a sacar una botella de vino blanco de la nevera y sirvió dos copas—. Por nosotros —brindó al tiempo que chocaba su copa contra la de ella.

Sophie se sonrojó y luego bebió un sorbo.

—¿Qué tenemos en el menú? —preguntó para cambiar de tema.

—Lubina fresca, pescada por un servidor esta tarde. Asada a la parrilla con limón y aceite de oliva y acompañada con pinchos de verduras de cultivo ecológico que venden en un kibutz que no está muy lejos. —Alzó un par de pinchos con pimientos, tomates y cebollas.

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