Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Tal vez aquí tengan menos respeto por los políticos que en nuestro país.
—¿Le diste la bolsa?
—Mucho me temo que se ha marchado con las manos vacías. Como habrás oído, no tiene intención de olvidarnos.
—¿Dónde la escondiste?
Pitt se detuvo y señaló hacia el capitel de una de las columnas de mármol que se elevaba desde el agua un par de metros más allá. Enredada con el cable de un portalámparas en lo alto de la columna, la bolsa negra pendía sobre el agua.
—No está escondida —dijo Pitt con una sonrisa—. Solo un poco fuera del alcance.
—¿Desea otra taza de té, jeque?
El invitado asintió con un ligero movimiento de la cabeza y el anfitrión le sirvió té. El jeque acababa de cumplir treinta años y era el menor de los cinco hijos de una de las familias de la realeza de los Emiratos Árabes Unidos. Ese hombre menudo llevaba un tocado de color hueso planchado impecablemente y con un
agal
bordado en oro que apenas insinuaba los miles de millones de petrodólares que poseía su familia.
—El movimiento del muftí parece estar ganando terreno en Turquía —comentó; dejó la taza de té—. Me complacen los progresos que ha mencionado.
—El muftí Battal cuenta con seguidores muy leales —señaló el anfitrión; tenía la mirada puesta en el retrato de un hombre de rostro inteligente, ataviado con túnica negra y turbante, que estaba colgado en la pared opuesta—. El momento y las condiciones han propiciado la expansión del movimiento, y la popularidad del muftí ha aumentado el interés por sus postulados. Tenemos delante una gran oportunidad de cambiar Turquía y su papel en el mundo. Sin embargo, para conseguir dichos cambios se requieren recursos considerables.
—Estoy comprometido con la causa de la misma manera que estoy comprometido con los Hermanos Musulmanes en Egipto —afirmó el jeque.
—Como nuestros hermanos egipcios, nos uniremos en el camino de Alá —manifestó el anfitrión con una ligera reverencia.
El jeque se levantó y cruzó el despacho; con su alto techo, tenía todo el aspecto y la atmósfera del interior de una mezquita. En un espacio despejado había varias alfombras para el rezo alineadas frente a un mihrab de azulejos orientado a La Meca. En la pared opuesta, una librería contenía antiguas ediciones del Corán. Solo el sol que entraba por un ventanal enorme daba calor a la austera habitación.
Se acercó a la ventana y admiró el panorama. El edificio de oficinas se alzaba en la orilla asiática del
Bósforo
y ofrecía una vista espectacular del viejo Estambul en la orilla europea, al otro lado del angosto brazo de mar. Contempló los imponentes minaretes de la mezquita Süleymaniye en la distancia.
—Estambul siente un respeto sincero hacia su pasado, como debe ser —señaló—. No se puede alcanzar la grandeza si no se construye sobre el pasado. —Se volvió hacia su anfitrión—. Mis hermanos se educaron en Occidente. Visten trajes hechos en Gran Bretaña y les entusiasman los coches deportivos —añadió con desdén.
—¿Usted no es como ellos?
—No —respondió el jeque, pensativo—. Estudié en la Universidad Islámica de Medina. Me consagré a Alá a una edad muy temprana. No hay mayor propósito en la vida que difundir las palabras del Profeta. —Se apartó despacio de la ventana, con mirada ausente—. Las amenazas a nuestras costumbres no cesan. El atentado sionista contra al-Azhar, en El Cairo, no ha sido motivo de una condena internacional.
—El muftí Battal y yo estamos indignados.
—También yo. Tales afrentas no pueden ser pasadas por alto —afirmó el jeque.
—Debemos fortalecer los cimientos de nuestra casa para resistir el ataque de las fuerzas exteriores.
El jeque asintió.
—Como sabe, he sido bendecido con una considerable fortuna. Continuaré apoyando el sunismo aquí. Comparto la sabiduría de Estambul en cuanto al respeto a nuestro pasado.
—Sobre él construiremos grandes bendiciones para Alá.
El jeque se dirigió hacia la puerta.
—Realizaré la transferencia de fondos dentro de muy poco. Por favor, transmita mis saludos al muftí Battal.
—Se sentirá halagado y muy agradecido. Alabado sea el nombre de Alá.
El jeque respondió con las mismas palabras y se reunió con el séquito que le esperaba fuera del despacho. En cuanto el grupo árabe salió del vestíbulo, el anfitrión cerró la puerta, volvió a su escritorio y sacó una llave del primer cajón. Fue hasta una discreta puerta lateral, la abrió con la llave y entró en el despacho vecino, casi tres veces más grande que el primero. La habitación no solo era grande sino de un lujo extraordinario; el contraste era evidente. Muy bien iluminada, estaba decorada con una soberbia colección de pinturas contemporáneas y clásicas, alfombras orientales y muebles europeos del siglo
XIX
. Los focos de luz instalados en el techo resaltaban las vitrinas donde se hallaban valiosas antigüedades y reliquias de la era otomana, entre ellas jarrones de porcelana, tapices y armas con joyas incrustadas. En una urna central se exhibía la pieza más importante de la colección: una túnica bordada con hilo de oro colocada sobre un maniquí. Una placa indicaba que había pertenecido al sultán otomano Mehmed I, que había gobernado en el siglo
XV
.
Una joven menuda con el pelo negro y corto estaba sentada en un diván leyendo un periódico. Al verla, el rostro del hombre reflejó cierto enojo; pasó junto a ella sin decir palabra. Se acercó a una mesa tallada junto a la ventana y se quitó la
kufiya
y la túnica negra. Debajo vestía una camisa deportiva y un pantalón.
—¿La reunión con el jeque ha sido productiva? —preguntó la joven, que bajó el periódico.
Ozden Aktan Celik asintió.
—Sí, el más imbécil de los cachorros de la carnada real ha accedido a realizar otra inyección de fondos. Veinte millones, para ser exactos.
—¿Veinte? —repitió la mujer, con los ojos como platos—. Tu capacidad para la persuasión es impresionante.
—Basta con enfrentar a un árabe rico y malcriado con otro. En cuanto nuestro benefactor
kuwaití
se entere de la contribución del jeque, su orgullo le llevará a superar la aportación. Por supuesto, tu reciente visita a El Cairo ayudó a subir la apuesta.
—Es increíble cómo se puede utilizar la amenaza sionista para obtener beneficios. Piensa en el dinero que podrían ahorrarse si árabes e israelíes decidiesen hacer las paces.
—Ambos encontrarían otra cabeza de turco —afirmó Celik al tiempo que se sentaba a la mesa.
Era un hombre bien proporcionado, llevaba su escaso pelo negro peinado hacia atrás. La nariz era ancha, pero tenía un rostro fuerte que no habría desentonado en la portada de la revista
Gentlemen's Quarterly
. Solo sus ojos oscuros insinuaban una personalidad cambiante, pues se movían constantemente en una pirueta de intensidad emocional. Temblaron con ira cuando se posaron en la joven.
—María, no tendrías que haber aparecido por aquí tan pronto. Y menos después de tu caótica actuación de anoche. —En su mirada había un claro reproche.
Si pretendía intimidarla, no lo consiguió en absoluto.
—La operación se realizó de acuerdo con el plan. Simplemente, la intervención de unos visitantes entrometidos demoró la huida.
—También impidió conseguir las reliquias de Mahoma —protestó él entre dientes—. Deberías haberlos matado en el acto.
—Quizá. Pero resultó que ambos estaban relacionados con el gobierno de Estados Unidos; la mujer era congresista. Sus muertes habrían eclipsado nuestro objetivo. Y yo diría que conseguimos nuestro objetivo. —Plegó el periódico que tenía en las manos y se lo arrojó a Celik.
Era un ejemplar del
Milliyet
, un periódico turco. Un titular a toda plana decía: «Ladrones asesinos asaltan Topkapi y roban reliquias sagradas».
—Sí, he leído todas las crónicas —dijo Celik—. Los medios de comunicación acusan a delincuentes locales del robo y la profanación de las sagradas reliquias musulmanas de nuestra nación.
Exactamente los titulares que deseábamos. Pero olvidas que pagamos a muchos periodistas. Lo importante es lo que cree la policía.
Maria bebió un sorbo de agua antes de responder.
—No lo sabemos a ciencia cierta. Mi informante en el departamento solo ha podido conseguir una copia electrónica del informe del incidente. Al parecer no tienen ningún sospechoso, aunque la congresista aportó algunas descripciones físicas y declaró que le parecía que nuestro equipo hablaba en árabe.
—Te dije que la idea de utilizar iraquíes no me gustaba.
—Están bien entrenados, hermano, y si los atrapan, servirán como cabeza de turco. Para nuestros propósitos, un ladrón chiita, incluso de Irak, es casi tan productivo como un infiel occidental. Les pagamos bien y guardarán silencio. Además, creen erróneamente que sirven a sus hermanos chiitas. No podría haber conseguido esto sin ellos —añadió mientras abría una pequeña maleta junto a sus pies.
Metió la mano y sacó un objeto plano envuelto en papel. Se acercó para dejar el paquete en la mesa, delante de Celik. Los ojos inquietos de su hermano se posaron en el paquete; comenzó a desenvolverlo con manos temblorosas. Al retirar el papel quedó a la vista una bolsa de tafetán verde. La abrió y sacó con mucho cuidado el contenido: un desteñido estandarte negro con los bordes deshilachados y rotos. Lo miró durante casi un minuto, luego lo cogió con suavidad y lo desplegó en el aire con actitud solemne.
—Sancak-1 Şerif. El sagrado estandarte de Mahoma —susurró con respeto y asombro.
Se trataba de una de las más valiosas reliquias de Topkapi, y quizá la más importante desde el punto de vista histórico. Hecho a partir del turbante de lana negro de un enemigo derrotado, había sido el estandarte de batalla del profeta Mahoma. Lo había llevado en la crucial batalla de Badr, donde su victoria había permitido la expansión del islam.
—Con esto, Mahoma cambió el mundo —afirmó Celik; había una mezcla de reverencia e ilusión en sus ojos—. Nosotros haremos lo mismo.
Llevó el estandarte hasta la urna donde se hallaba el maniquí vestido con la túnica del sultán Mehmed y lo colocó encima.
—¿Cómo se perdieron las otras reliquias? —preguntó al tiempo que se volvía hacia la mujer.
Maria miró el suelo y reflexionó la respuesta.
—La estadounidense se llevó la otra bolsa cuando escapó de la furgoneta. Se ocultaron en Yerebatan Sarnici. Tuve que marcharme antes de que pudiese recuperarla —añadió con desdén.
Celik no dijo nada, pero su mirada la atravesó como un rayo láser. Sus manos volvían a temblar, pero esta vez de furia. Maria intentó contener la explosión de cólera de su hermano.
—La misión sigue siendo un éxito. Aunque no hayamos conseguido todas las reliquias que queríamos, la repercusión es la misma. El asalto y el robo del estandarte de batalla generarán la respuesta pública que buscamos. Recuerda nuestro plan estratégico. Este es solo un paso hacia nuestra meta.
Celik se calmó poco a poco, pero necesitaba más explicaciones.
—¿Qué hacían esos dos turistas estadounidenses en Topkapi en plena noche?
—Según el informe de la policía, se encontraban en el Museo Arqueológico, cerca de la puerta de Bâb-üs-Selâm, con uno de los conservadores. El americano se llama Pitt y es algo así como un experto submarinista del gobierno de Estados Unidos. Al parecer, ha descubierto un pecio cerca de Chios y estaba examinando los objetos recuperados con la ayuda del experto del museo en temas marítimos.
Celik se irguió al oír la mención del barco naufragado.
—¿Un
navío
otomano? —preguntó con la mirada clavada en la túnica.
—No tengo más información.
Su hermano contempló las hebras multicolores de la antigua túnica.
—Debemos preservar nuestro legado —afirmó en voz baja, como si de pronto hubiese viajado atrás en el tiempo—. Las riquezas del imperio nos pertenecen. A ver si consigues averiguar algo más de ese pecio.
—Dalo por hecho —dijo Maria—. ¿Qué hacemos con el tal Pitt y su esposa? Sabemos dónde se alojan. Celik continuó mirando la túnica.
—Me da igual. Si quieres, mátalos, pero hazlo con discreción. Y luego prepárate para el próximo proyecto. Maria asintió; una sonrisa asomó a sus labios.
Sophie Elkin se pasó el cepillo por el pelo negro y lacio y después se miró un momento en el espejo. Vestida con unos pantalones de color caqui muy gastados, una camiseta de algodón a juego, y sin maquillaje, difícilmente habría podido llamar menos la atención. Sin embargo, no había manera de ocultar su belleza natural. Tenía el rostro delgado, los pómulos marcados, la nariz respingona, y los ojos de un suave color aguamarina. Su piel, a pesar de las muchas horas que pasaba al aire libre, era tersa y sin imperfecciones. Había heredado las facciones de su madre, una francesa que se había enamorado de un joven israelí que estudiaba geología en París y con el que después de la boda había emigrado a Tel Aviv.
Sophie siempre había procurado minimizar su belleza y feminidad. Desde muy joven, rechazaba los vestidos que le compraba su madre, prefería los pantalones porque así podía participar en los juegos más bruscos de los chicos del barrio. Hija única, había estado muy unida a su padre, que había ascendido hasta convertirse en director del departamento de geología de la Universidad de Tel Aviv. Esa muchacha de carácter independiente había disfrutado acompañándole en sus trabajos de campo para estudiar las formaciones geológicas en los desiertos vecinos, donde había escuchado embelesada, junto a la hoguera, sus relatos sobre los acontecimientos bíblicos ocurridos en los lugares donde acampaban.
El trabajo de su padre la llevó a estudiar arqueología. Mientras cursaba los estudios, el arresto de un estudiante por haber robado objetos de los archivos de la universidad le causó una fuerte impresión. El incidente la introdujo en el oscuro mundo del mercado negro de las antigüedades, que llegó a detestar por lo que significaba en cuanto a expolio y destrucción de los yacimientos histórico-culturales. Tras acabar el doctorado, dejó el mundo universitario e ingresó en la Autoridad de Antigüedades de Israel. Con entusiasmo y pasión, en unos pocos años consiguió llegar a jefa de la Unidad de Prevención del Robo de Antigüedades. Su entrega le dejaba poco tiempo para lo personal, y hacía muy poca vida social porque prefería trabajar hasta tarde.