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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (17 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—Tenéis razón. No creo que jamás se hubiese rebajado a tanto, aunque, vos comprenderéis, en la pandilla podía haber individuos de otro parecer. Pero él no, no lo creo... Pero lo concreto es que tenía un plan aún peor: quería subvertir el orden, proclamar la república... ¡La república, Jesús, la república!

—Pero...

—Ahora experimentáis horror, jamás se os había figurado que pudiese concebir semejante plan... Os comprendo, hasta diría que os apruebo, si la sangre que me liga a él, la memoria de mi pobre hermano... —sacó un pañuelo para enjugarse los ojos—. Ah, sí, también vos tenéis derecho a sentiros horrorizado,
también vos
.

«Este es el primer golpe», pensó el abate y dijo:

—No; no me siento con derecho a juzgarlo y mucho menos con derecho a horrorizarme... Os aseguro que si hace unos momentos me sentía perplejo y lleno de incredulidad, ahora veo claro: no he creído a vuestro sobrino capaz de tramar el saqueo de las iglesias, pero si me decís que preparaba una revolución...

—¿No os asombra?

—No.

—Comprendo... Siempre sucede así: los familiares son los últimos en percatarse de la locura de un allegado, sobre todo si se trata de una locura que crece con lentitud. Al vivir en contacto constante, nadie advierte en las caras de los demás los estragos de la vejez... Parecía un joven sano de juicio y, en cambio, estaba loco, loco...

—Me habéis entendido mal. He querido decir que la república era su idea más firme y que por ende no me asombra que haya intentado llevarla a la práctica. . .

—Ah —respondió el monje, entrecerrando los ojos para escrutar el rostro del abate, que se mantenía impasible.

—Cuando más —continuó el abate, luego de un largo silencio— se podrá discutir, en vista del fin que ha tenido, si el momento era oportuno, la fuerza suficiente, y si la prudencia había llegado a su justa medida. Es decir que se podrá argumentar que, en el significado que comúnmente se le atribuye a la palabra, era una locura esa conspiración. Pero de aquí a decir que vuestro sobrino está loco, hay una gran distancia.

—Ah... ¿acaso vos también participáis de sus ideas? La revolución, la república...

—Para mí, república y monarquía son el mismo caldo, la misma superchería. Que haya reyes, cónsules, dictadores o como demonios se llamen, me importa tanto como el curso de los astros, y tal vez menos... En cuanto a la revolución, os lo confieso, mis sentimientos son distintos; aquello de sal de aquí que yo me pondré en tu lugar, me agrada... ¿qué he de hacerle...? Los poderosos deben meterse en una cueva y los miserables festejan sus triunfos...

—... Caen muchas cabezas —agregó con aguda ironía el benedictino.

—Pues, sí, alguna... —reconoció el abate sin alterarse: le parecía ser un jovenzuelo que demostrase su despecho—. Alguna; ¿para qué sirve una cabeza que no razona?

—Pues no se diría que sois del todo indiferente a la forma del Estado, a las maneras de gobernar y a las personas que lo hacen. Si hacéis distingos, distingos que se relacionan con el filo mismo de la guillotina, entre las cabezas que razonan y las que no razonan, está claro que preferiríais ser gobernado por las que razonan, por aquellas que según vos razonan, previa caída, me figuro, de las cabezas que no razonan —y la voz del padre Salvatore temblaba de indignación.

—Ya —respondió el abate—, quizá tenéis razón... Por cierto que jamás he reflexionado acerca de estas cosas... Pues sí, tenéis razón, de verdad.

El benedictino sorprendió en su mente un pensamiento que, por la forma cruda en que estaba enunciado, le obligaría a pedir de modo expreso perdón a Dios en la oración de esa noche. «Este me toca las pelotas», pensó. Pero se equivocaba: el abate estaba realmente estupefacto al descubrir su interés en cosas que siempre había considerado lejanas e incluso repugnantes. En esa clase de estupor, sobre todo en los últimos tiempos, más de una vez se había sumergido el abate Vella, ya fuese a través de las conversaciones de los demás o en la soledad fértil de pensamientos. Uno de sus recuerdos de infancia era la parábola que explicaba lo que le ocurría. De niño, cuando había comenzado a asistir al catecismo, en los bancos del oratorio se hincaba junto a sus compañeros, alegres como pájaros. Al cabo de una semana, al pasarle el peine por la cabeza que empezaba a sufrir escozores, su madre le había descubierto piojos entre el pelo. La comprobación de su madre, mujer a quien la miseria no impedía un culto casi exagerado por la limpieza (y por cierto que el abate poco había heredado de ella en ese aspecto), seguía viva en sus oídos, en su conciencia: «Te han contagiado los piojosos», con un tono que era a la vez acusador y de advertencia. Los piojos del catecismo. Y ahora los piojos de la razón. Pero bien pronto, como de costumbre, alejó de sí la imagen, el recuerdo y la parábola: un pecado contra el catecismo, un pecado contra la amistad.

Se había distraído. Advirtió que el benedictino le dirigía una mirada inquisitiva, maligna. Se sintió intimidado, confuso. Casi como una disculpa, dijo:

—Pues así es: no piensas en ciertas cosas y después, de pronto, te las encuentras delante.

—Es que teníais entre manos otros problemas —comentó el padre Salvatore con acritud.

Su gusto adolescente por el desprecio volvió a aflorar para hacerle responder:

—Oh, sí: todo aquel bendito trabajo de falsificación de los códices...

—¿Y me lo decís así?

—¿Cómo queréis qué os lo diga? Es la verdad.

—¿Sabéis que, por loco que estuviese, mi sobrino fue el primero en sospechar de vuestro embrollo?

—¿De verdad? ¿Cuándo?

—La noche del día en que vos destruisteis a Hager, exactamente en ese día.

—Me llena de placer saberlo —respondió el abate—. Me llena de placer, realmente.

14

«Cuando hablan de sus pies, los campesinos dicen las peores groserías... ahora también tú puedes decirlas, y con razón.»

Tendido sobre la rústica mesa, se miraba en escorzo los pies, que sobresalían de la madera, no porque la mesa fuera corta, sino porque se había extendido para no tocarla con ellos, con esos pies informes como terrones adheridos a los arbustos desarraigados, sanguinolentos terrones de carne cubierta de coágulos. Y despedían un hedor de grasa quemada, de cosa putrefacta.

Pero, al mirarlos en esa posición, tendido sobre la mesa, entre sus ojos y los pies le parecía extenderse una distancia irreal y su dolor mismo se le antojaba distante. Pensaba en aquellos gusanos que viven enterrados en lugares húmedos: cortados en dos, cada una de las partes sigue con vida; del mismo modo, sentía que una parte de su cuerpo estaba viva por el dolor, la otra por la mente.

Pero el hombre no es un gusano y también sus pies pertenecen a la mente: cuando los jueces lo llamaran a su presencia una vez más, debería reconquistar esa parte de su cuerpo ahora tan lejana, casi viviseccionada de sí, debería ordenar a sus pies que se posaran en tierra, que se moviesen. Delante de los jueces serían sus pies los responsables de expresar la serenidad y la fuerza de la mente. Esos pies que por siete veces,
cual suole il fiammeggiar delle cose unte
,
[12]
habían sufrido tortura. El decimonoveno canto del
Inferno
le había ayudado a soportar; también otros versos de Dante, de Ariosto, de Metastasio eran formas de aquel maleficio en el que creían, y no sin razón, los jueces. También lo habían ayudado los juristas de la tortura, Farinaccio y Marsili, porque había rescatado de su memoria las definiciones establecidas por ellos, sus absurdos criterios. Después de haber sufrido cinco tratos de cuerda, cuarenta y ocho horas de vigilia y siete veces el fuego, con mucha mayor conciencia podía afirmar que aquellos que habían concebido la tortura y aquellos que la habían sostenido y la sostenían eran estúpidos, gente que del hombre y de su propio carácter humano tenían la misma idea que puede tener el conejo salvaje o una liebre al respecto. Acosados por el hombre, por su propio carácter de humanos, estúpidamente se vengaban a través de la
tortura
: el jurista, el juez, el verdugo. «Quizá el verdugo no, quizá el verdugo, por ser considerado inmundicia, del ejercicio de la crueldad, obtiene al menos un mínimo elemento humano: la conciencia de ser inmundo de veras.»

Tenía fiebre. Y una sed desesperada. De tanto en tanto miraba la vasija del agua, pero no se movía; no se movería hasta que los jueces lo volvieran a convocar a su presencia. Más atroz que la sed qua lo abrasaba sería poner los pies en el suelo, y puesto que los demás no estaban presentes, ahorraba sus fuerzas. Los demás. Los esbirros, los jueces, el verdugo. Pero también su madre ahora pertenecía al mundo de los demás, «al mundo en que se camina, en el que se posan en tierra los pies sin sentir dolores lacerantes». La tortura había dado forma absoluta a su soledad. Los demás hasta en eso se diferenciaban: eran capaces de andar sobre sus pies. Hasta su madre, desgarrada como se hallaba por la pena de los sufrimientos del hijo, tenía en común con quienes le aplicaban tortura, la posibilidad de moverse del lecho a la silla, de una habitación a otra. Y la veía así, agobiada en la casa silenciosa y oscura: imagen de la
soledad
[13]
, «como la Virgen que está en la iglesia de los españoles; nosotros la llamamos
Addolorata
[14]
, los españoles la llaman Virgen de la
soledad
: para ellos el dolor y el luto son soledad... Pero la soledad de mi madre no es la mía; el dolor físico, la mutilación o la disminución corporal otorgan a la soledad un matiz absoluto, cortan hasta aquellos tenues hilos que logramos mantener entre nosotros y los demás, aun en medio del más profundo dolor del alma... Has dicho alma... ¿Aún puedes pensar en el alma, aunque la tortura te haya demostrado que el cuerpo lo es todo? Tu cuerpo ha resistido, no tu alma. Tu mente que es cuerpo. Y tu cuerpo, tu mente, dentro de poco...
Mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada
... Otro poeta: uno de los que no eran tus predilectos. Pero ahora todos lo son; eres como el borracho, que ya no distingue la calidad de los vinos. Ahora amas la vida como jamás la has sabido amarla. Ahora sabes qué es el agua, la nieve, el limón, cada fruto, cada hoja: como si estuvieses dentro de ellos, como si te hubieras transformado en su esencia». Eran las imágenes de su deseo, de la fiebre: las cerezas que estarían comenzando a madurar entre el verde intenso del follaje, las naranjas que dejaban de ser abundantes y tenían un sabor más dulce y fuerte, como si se convirtieran en pasas. Y los limones, los limones y la nieve: los vasos empañados por el hielo, el perfume penetrante... Veía el claustro de San Giovanni de los Eremitas, los frutos tan pesados y abundantes que, para impedir que cayesen de los árboles, estaban sostenidos por sutiles redes. El claustro de San Giovanni, la iglesia, las cúpulas rojas, los enormes árboles con su fragante carga. «No los verás más.» Las cúpulas rojas. Los árabes. El abate Vella. «A su modo, ha renunciado a la impostura de la vida: con alegría... No a la impostura de la vida: a la impostura que se alberga en la vida... No, en la vida no... Pero sí, también en la vida...» Los pensamientos se le confundían en las llamaradas de la fiebre. «También la tuya ha sido una impostura, una trágica impostura.» Por mucho que divagara, siempre iba a dar al recuerdo de aquellos a quienes había arrastrado a la conjuración; con piedad, con remordimiento, recordaba a quienes lo habían acusado ante los jueces. Quienes habían
soportado
pertenecían, como él, a la dignidad humana. Giulio Tinaglia, Benedetto La Villa, Bernardo Palumbo. Hubiera sido injusto experimentar piedad por ellos, sentir remordimientos por su suerte. El cabo Palumbo. Su entereza, su silencio, su desprecio hacia los jueces; quién sabe de dónde le venían, de qué anteriores experiencias. Lamentaba no haberle conocido mejor, no saber nada de su vida; ni siquiera recordaba quién lo había introducido en la conjuración, no recordaba el tono de su voz: un hombre sombrío, taciturno. «Algunas veces has llegado a sospechar de él, porque era tan cerrado, porque era un cabo: peor que un soldado, pensabas. En cambio...»

Pero los otros, eran los otros la causa de su tormento: aquellos que habían tenido miedo, que temblaban, que imploraban, que acusaban.

«Es inútil que busques amparo en tu soledad. No es cierto que te halles solo: estás entre ellos, su vileza te sirve de compañía. Porque si son viles, es por tu causa. Y cuando tengan conciencia de sus actos, se despreciarán... Pero ya no puedes hacer por ellos más que lo que has hecho durante los interrogatorios. Lo único que puedes esperar es que les apliquen un castigo más leve o, tal vez, que los absuelvan... ¿Por qué no? ¿Por qué podrían condenarlos?» Comenzó a desarrollar con toda lucidez la defensa de sus delatores, hasta que un sopor doloroso y helado se abatió sobre él.

En su sueño continuaba reuniendo ecos y detalles.

15

El barón Fisichella, que cumplía funciones de correveidile entre el abate Vella y monseñor Airoldi, llegó a casa del abate a primera hora de la mañana: era una sorpresa, puesto que el barón, en general, se presentaba por la tarde; estaba jadeante, sudado, confuso. Sus primeras palabras fueron de advertencia: traía malas noticias y fue lo único que dijo antes de declarar lisa y llanamente:

—Os arrestarán, antes de la noche os arrestarán.

El abate se mantuvo impasible.

—Monseñor lo lamenta mucho, está amargado... Es que de verdad no se lo esperaba.

—Yo sí me lo esperaba —dijo el abate.

—Pero, hijo de Dios, ¿no podíais haberos marchado a cualquier parte? ¿No podíais ocultaros?

—No me apetece moverme, me encuentro fatigado... Además, aunque creáis que estoy loco, os aseguro que tengo deseos de ver cómo terminará todo esto.

—Pero eso podría decirlo yo, que estoy fuera del asunto: veamos cómo termina este embrollo, veamos cómo se las apaña el abate Vella... Pero vos estáis metido hasta aquí —con el canto de sus dedos señaló una línea sobre el labio inferior, para indicar el nivel de las aguas en las que el abate estaba a punto de ahogarse, sin remedio.

Sin visible preocupación, el abate se encogió de hombros.

—No os comprendo —dijo el barón—, palabra de honor: no os comprendo.

—Tampoco yo —respondió el abate.

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