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Authors: David Leavitt

El contable hindú (31 page)

BOOK: El contable hindú
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Nuestros hábitos de limpieza personal no eran lo único que le desconcertaba. ¿Por qué, me preguntó una vez, no seguían los hijos viviendo con los padres después de casarse? ¿No los querían? ¿No se sentían solos? Le respondí que los ingleses valorábamos la independencia, pero este concepto también le resultaba extraño. Acostumbrado a dormir en cualquier parte, en una casa pequeña compartida con mucha gente, hasta le parecía raro tener su propio cuarto.

Se acercaba el otoño, y empezaba a hacer frío, más frío del que había soportado en toda su vida. Ése tal vez sea el aspecto de su experiencia inglesa que me cueste más imaginar (a mí, que desde pequeñito me acostumbré a los caprichos del invierno: dedos entumecidos, labios agrietados, la pelea para obligar a la manta a aportar unos grados extra de calor). Aquella ropa, que para él no había sido nunca más que una forma de adorno, una manera de embellecer el cuerpo mientras se protegía su pudor, ahora debía usarla, por primera vez en su vida, como una capa defensora contra las inclemencias del invierno. No sólo tenía que vérselas con aquellos zapatos terribles que le hacían daño, sino también con guantes, bufandas, botas de goma, gabanes, sombreros… Conocía la lluvia por los monzones; pero una lluvia templada, que dejaba vapor y humedad a su paso. En Inglaterra, por el contrario, incluso la breve caminata hasta el New Court podía significar una pelea con las ráfagas de viento que le arrojaban cortinas de aguanieve y granizo a los ojos, y rompían el eje del paraguas que yo le había dado. Bañarse suponía toda una experiencia. ¡No era de extrañar que los ingleses, en ese sentido, fuesen tan sucios! Porque ¿quién podía soportar más de un baño al día cuando la temperatura del cuarto de baño era de varios grados bajo cero?

Cuando llegaba a mis aposentos por las mañanas, le veía desabrigarse y luego le ofrecía café, que él tomaba en gran cantidad, agradecido. Y también le tostaba bollos en el fuego. Aun así, parecía que nunca conseguía entrar en calor. Yo resucitaba con el clima frío; por la mañana estaba radiante y lleno de energía, y se me ponían las mejillas rojas tras darme un paseo rápido. Ramanujan, en cambio, se ponía pálido. No dormía bien, me decía. Tal vez debiera haberlo interpretado como una señal de advertencia; y, sin embargo, ¡había tantas cosas que te distraían la atención en aquellos días de guerra!

Falta de atención: la disculpa eterna del estudiante. Estaba pendiente de otra cosa. Él me ha pegado primero, no le estaba escuchando, señor. ¿Qué derecho tengo a recurrir a ella cuando nunca se la aceptaría a un estudiante?

No, lo que estoy ofreciendo no es una disculpa. Es una confesión.

Quinta parte
Un sueño horrible
1

En septiembre, Trinity es otro mundo. Whewell's Court es un cuartel. Todas las mañanas, cuando va a ver a Hardy, Ramanujan tiene que sortear todo ese revoltijo de literas y de tiendas. Nevile's Court es un hospital al aire libre. Los soldados heridos, con las caras y las extremidades vendadas y ensangrentadas, yacen en ordenadas hileras de camas de armazón metálico, bajo las arcadas de la Wren Library. Al otro lado, se han colgado bombillas del techo del claustro sur, que se ha convertido en un quirófano.

Hardy permanece en sus habitaciones todo lo posible. Hay soldados por todas partes. En Great Court, Butler arenga a las tropas, aconsejándoles que se resistan a las encantadoras mujeres francesas. Los coroneles y los capitanes comen uniformados en la mesa de honor, brindando con champán si a la mañana siguiente va a embarcarse alguno de sus compañeros. A Hardy le desagrada tanto ese espectáculo que empieza a comer solo en sus aposentos. Huevos y tostadas. El menú de su infancia. Cuando se decide a salir, se siente extrañamente atraído hacia la galería de la biblioteca y los soldados que corrían tan frescos hace menos de un mes. Ahora llegan decenas de ellos todos los días, con fiebre por heridas infectadas, enfermos de tétanos, tifus, fiebre maculosa. Al pasar a su lado, le piden cigarrillos, que él les proporciona, para disgusto de las hermanas. A las hermanas no les gusta ver fumar a sus pacientes.

No queda mucha gente por allí, lo que hace que a Hardy le invada cierta tristeza que recuerda de su infancia, una tristeza asociada a los días de septiembre previos al comienzo de curso, cada uno de ellos más corto que el anterior, y en los que parecía que todo el mundo excepto él tenía algo que hacer, algún sitio donde estar. Ahora, cuando pasea por el río, nunca se tropieza con nadie. Littlewood se ha marchado para servir como subteniente en la Royal Garrison Artillery. Keynes está en Hacienda. Russell está fuera, dando discursos en contra de la guerra. Rupert Brooke, gracias a la intervención de Eddie Marsh, ha conseguido un puesto en la Royal Naval Division de Churchill. Békássy está en Hungría, Wittgenstein en Austria. Da igual que estén peleando en el bando contrario. Lo que cuenta es que cada uno está defendiendo a su madre patria, y que, al hacerlo, toma parte en una especie de rito glorioso y ancestral de la humanidad. O así lo explica Norton. Norton pone mucho empeño en explicar las cosas. Igual que en comprenderlas.

Un fin de semana regresa a Trinity desde Londres. Trae consigo, o eso le parece a Hardy, el perfume de Bloomsbury, su tristeza enclaustrada y libresca. Le pregunta a Hardy qué piensa hacer si comienza el reclutamiento, y Hardy responde:

—Supongo que iré a la guerra.

—¿Quieres decir que no te vas a hacer objetor de conciencia?

—En general, no me gustan los objetores de conciencia —dice Hardy, con lo que quiere decir que tampoco le gustan Norton o Bloomsbury en general: esa imagen que se ha formado de Strachey y Norton y Virginia Stephen (ahora Woolf) sentados en sus bibliotecas londinenses, viendo caer la lluvia y murmurando: «¡Qué horror!» Strachey, le cuenta Norton, no quiere hablar de la guerra. Se pasa las noches leyendo libros que lo alejan lo más posible de ella. Ahora mismo, por ejemplo, está leyendo las
Memorias de Lady Hester Stanhope
. ¿Y por qué esa imagen de Strachey incorporado en su cama, seguro que hasta con el gorro de dormir puesto, y con las
Memorias de Lady Hester Stanhope
abiertas sobre el regazo, le repugna tanto a Hardy? Él no es mucho mejor, la verdad. Su claustro es New Court. Y en vez de a Lady Hester Stanhope, está releyendo el
Retrato de una dama
.

En cuanto a Norton…, bueno, si sirve de muestra de hasta qué punto se ha ablandado, no se da siquiera por enterado del insulto de Hardy, y dice que él desde luego se declarará objetor de conciencia en caso necesario; pero no por una cuestión de conciencia, piensa Hardy, sino simplemente para protegerse. ¿Y cómo se supone que Hardy debe responder a eso? Le parece que, cada día que pasa, él y su viejo amigo tienen menos cosas que decirse, aunque siguen durmiendo juntos de cuando en cuando.

Lo que le preocupa más es la cuestión de cómo debería calificarse a sí mismo. ¿Es pacifista? Ciertamente, el rechazo que siente por esta guerra tan vergonzosa es tan total como el de Russell. Y, sin embargo, tampoco podría decir que desaprueba por completo todas las guerras. Lucharía en una guerra justa. Así que la cuestión es: ¿esta guerra, a pesar de sus orígenes, se ha convertido en una guerra justa? Los soldados heridos, cuando se sienta con ellos, no paran de hablar de las atrocidades de Lovaina: el saqueo y el incendio de casas, tiendas, granjas y, lo que es peor, la biblioteca, la famosa biblioteca, tan célebre por su colección de libros raros y de incalculable valor como por las sombras en las que ahora yacen. Es curioso, pocos de estos hombres tienen educación. La mayoría, imagina Hardy, no leen en absoluto. Y, aun así, el saqueo de la biblioteca parece haberles conmovido profundamente.

—No dejar ni los cimientos de una biblioteca… —le dice Hardy a Moore, con quien ahora pasea por la galería de Nevile's Court igual que antes paseaban por los prados de Grantchester… Pero no puede terminar la frase. ¿Quién podría rematar semejante frase? Entre los libros quemados debía de haber libros alemanes, libros de Goethe y Novalis y Fichte. ¿Y quién los ha quemado? Los paisanos de Goethe y de Novalis y de Fichte.

Lo difícil es intentar conservar cierto sentido del equilibrio, y a ese respecto, escribir cartas ayuda bastante.

A Russell, que está dando una serie de conferencias en Gales, le escribe: «¿Cómo es posible que Inglaterra se muera por aplastar y humillar a Alemania? Lo que hace falta es una paz en condiciones justas.»

A Littlewood, con quien trata de seguir colaborando de alguna forma, le escribe: «Me está costando enseñarle más de lo que me imaginaba. Tiene una mente como la de Isabel Archer, no para de escaparse por la ventana. Nunca consigo que se concentre mucho tiempo en ningún tema.»

A Gertrude, a quien puede ver menos ahora que antes, le escribe: «Por favor, dile a mamá que no se preocupe. Lo más seguro es que, si me llaman, me rechacen por razones médicas; entre nosotros, espero que no, pero no se lo digas.»

Ramanujan también escribe cartas. Les escribe a sus padres: «En este país no hay guerra», le cuenta a su madre. «Sólo está en guerra el país vecino. Es decir, la guerra se está librando en un país tan lejano como Rangún de Madrás. Cientos de miles de personas de nuestro país han venido a unirse al ejército. Setecientos rajás han venido desde nuestro país para luchar en la guerra. Esta guerra afecta a millones de personas. Bélgica, un país pequeño, está casi destruida. Cada ciudad tiene edificios de cincuenta a cien veces más valiosos que los de la ciudad de Madrás.»

La carta a su padre es mucho más corta: «Ya tengo todos los encurtidos», le escribe. «No hace falta que me mande nada más. Aparte de lo que mande ahora, no mande más cosas. Lo llevo bien. No deje que se desborde el canalón como siempre. Pavimente el sitio con ladrillos. Lo llevo bien.»

2

Ese otoño, Ramanujan empieza a publicar. La Gaceta Trimestral de Matemáticas saca a la luz sus «Ecuaciones modulares y aproximaciones a π». Para celebrarlo, Hardy lo lleva a un pub, donde él se niega a beber nada. Le explica a Hardy que está trabajando mucho en un gran artículo sobre los números altamente compuestos. Su ecuación es ingeniosa, y típicamente ramanujaniana (un adjetivo que pronto será de uso corriente, de eso Hardy no tiene la menor duda). Se escribe así:

donde n es el número altamente compuesto y a2, a3, a5,… ap son los exponentes a los que hay que elevar los primos sucesivos para que el número pueda ser escrito como un múltiplo de primos. Es decir, si se trata del número altamente compuesto 60, lo podemos escribir como

Aquí a2 = 2, a3 = 1, y a5 = 1. Si se trata del número altamente compuesto más alto que Ramanujan ha encontrado, el 6.746.328.388.800 (lo anota en un trozo de papel; no ha perdido la costumbre de guardar trozos de papel), escribiríamos:

6.746.328.388.800 = 26 × 34 × 52 × 72 × 11 × 13 × 17 × 19 × 23.

Lo que Ramanujan ha conseguido demostrar es que, para los números altamente compuestos, a2 siempre va a ser mayor o igual a a3 y a3 siempre va a ser mayor o igual a a5, y así sucesivamente. Y para cada número altamente compuesto (una infinidad de números altamente compuestos) el último exponente siempre va a ser 1, con dos excepciones: 4 y 36. En muchos aspectos, son las excepciones lo que intriga más a Hardy, porque ponen al descubierto una vez más lo mucho que se resisten los números al afán ordenador al que apelan por su propia naturaleza. Siempre que parece que estás cerca de contemplar la totalidad en toda su preciosa simetría (el palacio surgiendo de la niebla otoñal, con todos sus majestuosos niveles, tal como Russell lo describió una vez), las matemáticas te lanzan una pelota que no puedes devolver. Y por eso, a pesar de las evidencias, Hardy no está dispuesto a aceptar la certeza de la hipótesis de Riemann sin una demostración. Los números 4 y 36 aparecen enseguida. Pero con la función zeta, las excepciones podrían aparecer a una distancia tan remota para la capacidad de cálculo humana que Hardy apenas puede concebirla. Como a Ramanujan le ha costado tanto comprender (como a todos los matemáticos les ha costado tanto comprender) el mundo de los números no tolera ni las componendas ni los atajos. Ahí no puedes engañar a nadie. Siempre te van a pillar.

En cualquier caso, nunca se ha encontrado con nadie que parezca conocer los números tan íntimamente como Ramanujan. «Es como si cada uno de los números enteros fuera un amigo íntimo suyo», dijo Littlewood ya desde el principio, una ocurrencia que en opinión de Hardy no acierta a captar el erotismo de trabajar con números, la calidez que desprenden, su energía y su imprevisibilidad y, a veces, su peligro. Cuando era pequeño, su madre le regaló un juego de bloques numerados, pero luego se lamentaba de que lo único que sabía hacer con ellos era golpear uno con otro, el 7 con el 1, el 3 con el 9. No se daba cuenta de la necesidad que él tenía, incluso entonces, de llegar hasta el fragor de vida que había dentro. Atracciones y rechazos, eufonías y chillidos de hadas malvadas. Pronto los rompió todos menos el 7. Toda la vida ha sido su número favorito. A pesar de su ateísmo, respeta su halo místico, igual que respeta las asociaciones menos sanas que despiertan otros números de los que se niega a hablar, y que se niega a escribir. No es que crea en ninguna superstición concreta, sino que está convencido de que los propios números desprenden vahos de malevolencia. También desprecia otros números que la mayoría de la gente considera totalmente benignos, como el 38. Y el 404. Y el 852. Y también hay otros que le encantan. Le encantan casi todos los primos. Y le encanta, por razones que se le escapan, el 32.671. Y ahora que Ramanujan le ha hecho familiarizarse con ellos, le encantan además los números altamente compuestos, y entre ellos, el 4 y el 36 sobre todo, porque desafían la regla de Ramanujan: el 4 y el 36, y el 9, que es el puente que los une; 9, que es 3 al cuadrado. Cruza el puente y se adentra en campos en los que sabe que Ramanujan ya se ha demorado. Por lo que puede ver, ahí no crece nada comestible. Son yermos, o alguien les ha quitado las malas hierbas.

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