El contable hindú (48 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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Como ya he dicho antes, aun cuando había recibido cartas de su madre, llevaba muchos meses sin recibir ninguna de su esposa Janaki. Bueno, me parece que en algún momento de aquel verano por fin recibió una carta de Janaki, una carta muy preocupante, en la que le contaba que ya no estaba en Kumbakonam, que ahora estaba en Karachi, en casa de su hermano. Ella y su hermano regresarían pronto al pueblo, puesto que él se iba a casar, y le decía a Ramanujan si podía enviarle algún dinero para comprarse un sari nuevo que llevar a la boda. ¡Y con qué extraña mezcla de amargura y alivio acogió aquella carta! Porque al fin, después de dos años, Janaki se daba por enterada de su existencia. Pero sólo lo hacía para pedir dinero. No decía una palabra de las muchas cartas que él le había escrito, y que Ramanujan creía que ella había ignorado, cuando la verdad era, tal como supo luego, que su madre las interceptaba. La reticencia de la muchacha, que en realidad se debía a que apenas era capaz de escribir, él la interpretaba como frialdad. Por consiguiente, envió el dinero, aunque a regañadientes. Komalatammal, claro, aprovechó la fuga de Janaki para lanzar aún más acusaciones contra ella. La boda del hermano, le contó a Ramanujan, era una mera excusa. La triste verdad era que Janaki era una mala chica, una mala nuera y una mala esposa. Probablemente Komalatammal insinuó que había otro hombre en escena. El auténtico motivo de la fuga de Janaki (de escapar de la tiranía de su suegra, que la había llevado al límite) Komalatammal lo ocultó o no lo sabía ni ella misma.

¡Ay, aquella mujer! ¡Si Janaki le hubiera explicado todo esto a Ramanujan! Pero no lo hizo, tal vez porque no vio la necesidad de hacerlo; o no se percató de que Komalatammal distorsionaría los hechos para reforzar su propia postura; o dio por sentado que Ramanujan entendería implícitamente sus razones. Tampoco contribuyó mucho a su causa el que, al término de la «visita» a su hermano, decidiera quedarse en casa de sus padres en vez de regresar a la de su suegra. Ese «abandono» proporcionó a Komalatammal la munición que necesitaba. Sin embargo, a pesar de todos sus supuestos poderes ocultos, no poseía la suficiente intuición psicológica como para ver que sus argucias hacían peligrar más su propia relación con Ramanujan que la que él mantenía con su esposa. Porque Ramanujan debió de percibir, incluso en la distancia, los denodados esfuerzos de Komalatammal para interponerse entre él y Janaki; y del mismo modo que antes le había escrito todas las semanas, ahora sólo le escribía una vez al mes, y luego una cada dos meses, y más tarde nunca.

Así que ya ven que tenía preocupaciones de las que yo era apenas consciente. Si he de ser honesto, aunque me hubiera confiado alguna de esas preocupaciones, lo más probable es que les hubiera prestado escasa atención. Al igual que él, tenía casi toda mi atención centrada en las matemáticas. La poca que me quedaba libre la empleaba en el asunto Russell. Tampoco es que le obligara a trabajar. A Ramanujan y a mí nos unía la misma devoción por una tarea ante la cual la necesidad de comer, o hasta la de amar, desaparecía. Tentado estoy de decir que nuestra intimidad era aún mayor por todas las emociones que imposibilitaba, porque cuando estábamos trabajando, la mezcla de compasión, irritación, sobrecogimiento y perplejidad que la idea de él despertaba en mí se volvía inconsistente e insustancial y se desvanecía del todo. Y sospecho que lo que yo representaba para él también se desvanecía. En semejante ambiente, me tomaba a mal cualquier cosa que amenazara con inmiscuirse en nuestro trabajo. Aun así, trabajábamos juntos cuatro horas al día como mucho. Lo que nos dejaba otras veinte en las que permanecíamos separados.

La señora Neville se equivocaba al acusarme, por su cuenta y riesgo, de ignorar el descontento de Ramanujan. Si hubiese sido más sutil o más inteligente, me habría hecho una acusación más justa: a saber, que no conseguí respetar su descontento. Me limité a tolerar sus desapariciones, su mal humor, sus momentos de cabezonería. No me molesté en pensar qué subyacía tras ellos. O si lo hice, lo hice por pura frustración, cuando su comportamiento interfería con nuestro trabajo.

Por ejemplo, ese otoño sacó por fin su licenciatura. Envié a Madrás un encendido informe de sus progresos. Hasta le leí uno de sus artículos en voz alta a la Sociedad Filosófica de Cambridge, a pesar de que él no acudió a la reunión. ¿Lo invité? Probablemente no. Seguramente di por hecho que era demasiado tímido como para que le apeteciera venir.

No obstante, la licenciatura, en contra de lo que yo esperaba, no lo aplacó ni mitigó su necesidad de aceptación. Al revés: la consecución del emblema del éxito (dos letras, B. A., que ahora podía poner detrás de su nombre) sólo pareció exacerbar sus ansias de más trofeos. ¿Y cuál era el siguiente trofeo a obtener? Por lo visto, Barnes, que mientras tanto había dejado Cambridge, le había dicho a Ramanujan antes de su partida que podía contar con ser nombrado profesor numerario de Trinity en el otoño de 1917. Yo no estaba tan seguro. Su reputación iba muy ligada a la mía, y no es que en aquel momento yo estuviera muy bien visto en Trinity. Y eso sin contar que nunca había habido un profesor indio. Aunque no me apetecía explicarle nada de esto. No quería darle más motivos de preocupación. Y, al mismo tiempo, malamente podía secundar las garantías que Barnes le había ofrecido; y como incordiar solía ser la conducta habitual de Ramanujan cuando se enfrentaba a la incertidumbre, empezó a sacar a relucir el tema casi todos los días, tal como había hecho anteriormente con el Smith's Prize.

Espero que comprendan que su ambición en sí misma no me molestaba. La entendía y la valoraba, puesto que yo también la tenía. Porque en aquella época había una serie de cosas que garantizaban, por así decirlo, la validez de un matemático: el Smith's Prize llevaba a una plaza fija en Trinity, y la plaza en Trinity llevaba a la plaza en la Royal Society. Si yo mismo no hubiera conseguido obtener todos esos honores (que en mi caso vinieron a su debido tiempo, «según lo previsto»), habría sido presa de un paroxismo de rabia y de dudas sobre mi propia valía. Así que ¿por qué me impacientaba que Ramanujan tuviese la misma necesidad de reafirmación? Supongo que porque me daba la sensación de que, en su caso, ningún premio, por importante que fuera, sería capaz de saciar su anhelo. ¿Pero en qué consistía aquel anhelo exactamente? Vamos a definirlo, pues, por
reductio ad absurdum
, partiendo de la base de que no existía. ¿Que te cerraran las puertas en las narices durante años podía hacerte feliz? ¿O esos años dejarían inevitablemente como legado un hambre que ninguna cantidad de medallas podría saciar? ¡No era de extrañar que yo no lograse conciliar aquella hambre con la supuesta espiritualidad de Ramanujan, aquel crisol en el que, aseguraba, sus descubrimientos habían cobrado vida! Eran dos cosas diferentes: una tenía que ver con sus orígenes y la otra con sus repercusiones.

Ahora que soy mayor, tengo una actitud menos apasionada con respecto a estas cosas. En Cambridge se nos enseñaba a considerar nuestras vidas como viajes en tren a lo largo de trayectos prefijados, una estación tras otra hasta que al final alcanzábamos algún destino glorioso: el final de la línea que era, por otra parte, el comienzo de todo. A partir de ahí, podríamos disfrutar del calor del reposo y la comodidad, de un bienestar formalmente aprobado. O eso creíamos. Porque, en realidad, ¡cuántas maneras hay de descarrilar! ¡Cuán a menudo se cambia el horario y los revisores se declaran en huelga! ¡Qué fácil es dormirse y despertarse luego, sólo para descubrir que uno se ha pasado de la estación en la que se suponía que debía hacer transbordo, o que lleva todo el tiempo en el tren equivocado! Cuántas preocupaciones nos cuesta…, aunque evidentemente todas esas preocupaciones son inútiles, ya que el secreto más cruel de todos es que todos los trenes llevan al mismo sitio. Y, en algún momento, Ramanujan tuvo que empezar a darse cuenta.

En cualquier caso, la mañana siguiente a la subasta vino a verme como siempre. Lo miré de arriba abajo y me asusté al comprobar que, a pesar de que su cuerpo seguía siendo el de un hombre fuerte, tenía las mejillas hundidas. Dos medialunas carnosas, más pálidas que la piel oscura que las rodeaba, le sobresalían bajo los ojos. Contradiciendo lo que le había dicho a Norton, le pregunté si se encontraba bien, si necesitaba un médico. Pero, tal como me había imaginado, se salió por la tangente. «No he dormido bien», dijo. «Estuve pensando en…» Quién sabe qué… Probablemente en algún detalle del teorema de las particiones. Y pasamos a otra cosa.

Nunca he sido un hombre dado a escarbar en las causas y los procesos. Para mí las matemáticas siempre han sido así: estás contemplando un paisaje montañoso. Puedes ver claramente el monte A, pero apenas puedes distinguir el monte B entre las nubes. Luego descubres la cresta que lleva del monte A al monte B, y a partir de ahí ya puedes avanzar hasta montes más lejanos. Una analogía muy bonita (la empleé en una conferencia que dí en 1928) que, sin embargo, no acaba de especificar si, al realizar esa exploración, deberías fiarte únicamente de tus prismáticos o emprenderla de verdad a pie. En este último caso, ya no contemplas los montes a lo lejos, te adentras en ellos. Y ése es un juego mucho más peligroso. Porque entonces te enfrentas a riesgos desconocidos para alguien que se encuentra a salvo en la distancia, mirando por sus prismáticos: la congelación, el agotamiento, la pérdida de orientación. También puedes perder pie, caer al abismo desde una superficie que estás escalando. Sí, el abismo siempre está ahí. Asumimos el riesgo de caer en él de diferentes maneras. Yo lo hacía no mirándolo, fingiendo que no había ningún abismo. Pero Ramanujan, creo, siempre miraba directamente al fondo. Para no tropezar. O prepararse para saltar.

¿Y qué es ese abismo? Ahí es donde me quedo sin palabras. Es el lugar donde todas las piezas, todos los símbolos, todos los caracteres griegos y germanos, salen volando y se mezclan y combinan de las formas más absurdas y arbitrarias. A veces surgen milagros; pero normalmente, seres grotescos, criaturas de barraca de feria… Más tarde, cuando estaba enfermo, Ramanujan me contó que, durante los periodos de fiebre, le atribuía a su dolor de estómago el polo de la función zeta que, cuando se traza en una gráfica, toma valor 1 y se remonta al infinito. Ese pico, decía, le perforaba el abdomen. En ese momento, evidentemente, ya vivía en el abismo.

Al echar la vista atrás, lo único que me sorprende de todos esos años es que, a excepción de Thayer, no entraran más personajes en escena. En lugar de eso, los intérpretes simplemente se colocaron de otro modo, cambiaron de posición. Russell, que debería haber estado en Cambridge, estaba en Gales. Littlewood en Woolwich. Alice Neville (quién lo habría dicho) en mi piso de Londres. A esa nueva configuración me adapté con lo que, en retrospectiva, me parece una admirable sangre fría. Me acostumbré a ver el sombrero de Alice en el perchero de Pimlico, a recibir cartas de Littlewood en papel del ejército. Tampoco las cartas que recibía de las madres, contándome que tal o cual estudiante había muerto, me provocaban el trauma que me habían provocado en su día. Por duro que sea, me fui curando de espantos. De todos modos, había una persona de la que sí deseaba recibir una carta, pero no acababa de recibirla.

¿Dónde estaba Thayer? ¿Estaba muerto? No tenía ni idea. Desde aquella tarde horrible en la que se había presentado en el piso y yo lo había echado, no tenía noticias suyas. Me parece que no procede describir ahora la mortificación a la que me sometí a mí mismo, las horas que pasé recreando aquella escena, esta vez tratando a Thayer, aunque sólo fuera en mi imaginación, con el respeto que se merecía y que entonces le había negado, provocando su desprecio con toda justicia. Me habría gustado decírselo por carta, y sin embargo dudaba que la obscena descripción que pudiera hacer un catedrático de las orgías de autoflagelación a las que se entregaba en la intimidad de sus aposentos, a modo de expiación, pudiese significar mucho para un tipo que estaba luchando en el frente. Le escribí, por supuesto, pero unas cartas inapropiadas: otra vez me había convertido en la tía que expresaba su esperanza de que el sobrino le hiciese una visita para tomar el té juntos la próxima vez que estuviera de permiso. No acababa de encontrar la forma de poner en palabras, incluso en un lenguaje lo bastante cifrado como para confundir a los censores, la esperanza que tenía de que me perdonase. Y, por lo visto, mis esfuerzos tampoco iban a mitigar su indignación, porque nunca me contestó. O había muerto o había llegado a la conclusión de que yo no merecía la pena. Y, la verdad, por egoísta y horrible que pueda parecer, yo esperaba que hubiera muerto. Porque, si estaba muerto, al menos existía una posibilidad de que antes de morirse, aunque sólo fuera mentalmente, me hubiera perdonado.

Lo que no podía hacer, por mucho que lo intentara, era olvidarme de él. Como mínimo una vez al mes, visitaba el hospital del campo de críquet, aparentemente para ofrecer palabras de apoyo y consuelo a los soldados heridos, pero en la práctica para ver si, por una especie de milagro, descubría a Thayer en alguna de las salas. Las cosas habían cambiado durante ese año. Además de las hermanas, miembros uniformados de la Unidad Médica del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales se paseaban entre las camas. Eran estudiantes o ayudantes de cirugía. Mientras recorría el hospital en toda su extensión, fingía un interés puramente académico, les pedía que me explicaran los métodos terapéuticos que estaban ensayando, cuando en realidad lo único que quería era encontrar a Thayer. Pero nunca apareció.

De vez en cuando entablaba conversación con algún otro muchacho. Y con una frecuencia asombrosa la cosa adquiría un matiz de coquetería. De todas formas, no era capaz de reunir el entusiasmo necesario para seguir las pistas que me ofrecían. Porque Thayer me tenía en exclusiva. Supongo que debía de haberme enamorado de él. No quería a nadie más.

En el mejor de los casos, la esperanza dura poco. Y en tiempos de guerra aún dura menos. A las doce de la noche de Fin de Año de 1917, alcé mi copa al cielo (estaba solo en Cranleigh, con Gertrude y mi madre durmiendo) y proclamé valerosamente que había renunciado a Thayer. Era Año Nuevo, y tenía que seguir adelante.

Dos semanas después llegó la carta; y cuando llegó, casi me mareé de alegría al ver su letra y caí de rodillas, a pesar de que no era una carta de verdad, sólo uno de aquellos formularios que, antes de la pelea, me había acostumbrado a recibir siempre que esperaba un permiso. Aún tengo el formulario. Arriba de todo viene el aviso habitual:

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