Authors: Emilio Salgari
De pronto hizo un ademán, y su mano golpeó las hojas de una pequeña palma que crecía junto a la glorieta.
Al ruido, la joven flamenca se volvió y vio al Corsario. Un ligero sonrojo tiñó sus mejillas y sus labios se abrieron en una sonrisa que dejaba ver sus pequeños dientes brillantes, como las perlas que llevaba al cuello.
—¡Ah...! ¿Sois vos, caballero? —exclamó alegremente, y con una graciosa inclinación, mientras el Corsario se quitaba el sombrero, agregó:
—Os esperaba... Mirad: la mesa está preparada para cenar.
—¿Me esperabais, Honorata? —preguntó el Corsario, besando la mano que ella le tendía.
—Lo estáis viendo, caballero. Hay un trozo de manatís, aves asadas y pescado, que sólo esperan que les hagáis los honores. Yo misma he vigilado su preparación.
—¿Vos, duquesa?
—¿De qué os asombráis?.. Las mujeres flamencas acostumbran preparar ellas mismas la comida para sus huéspedes y sus maridos.
—¿Y vos me esperabais?
—Sí, caballero.
—Sin embargo, no os había advertido que tendría la inefable dicha de cenar con vos.
—Es cierto, pero el corazón de la mujer adivina a veces la intención del hombre y mi corazón me dijo que vendríais esta noche —agregó ella, sonrojándose otra vez.
—Señora —dijo el Corsario—, la verdad es que un amigo me invitó a cenar. Pero ¿creéis que pueda renunciar a vuestra exquisita hospitalidad? Quizá sea la única vez.
—¿Qué estáis diciendo, caballero? —inquirió la joven, estremeciéndose—. ¿Acaso el Corsario Negro tiene prisa por retornar al mar?... ¿Apenas ha puesto pie en tierra de regreso de una audaz expedición y quiere ya correr en busca de nuevas aventuras?... ¿No sabe que en el mar puede esperarlo la muerte?
—Lo sé, señora, pero el destino me empuja lejos y obedezco.
—¿Nada puede deteneros?... —preguntó ella con voz trémula.
—Nada.
—¿Ningún afecto?
—No.
—¿Ni siquiera la amistad? —preguntó la joven, cada vez más ansiosa.
El Corsario, nuevamente sombrío, iba a contestar con otra negativa, pero se contuvo, y ofreciendo una silla a la joven, dijo:
—Sentaos, señora, la cena se enfría y lamentaría no hacer honor a esta comida preparada por vuestras hermosas manos.
Se sentaron uno frente al otro y las dos mestizas comenzaron a servir. El Corsario estaba amabilísimo; mientras comía hablaba con entusiasmo, y su conversación era espiritual y cortés. Trataba a la joven duquesa con la gentileza de un perfecto hombre de mundo, la informaba sobre los usos y costumbres de los filibusteros y de los bucaneros, le hablaba de sus prodigiosas fiestas, de sus extraordinarias aventuras, le narraba batallas, abordajes, naufragios, pero sin hacer la menor mención referente al viaje que habría de emprender en compañía del Olonés y del Vasco.
La joven flamenca lo escuchaba sonriendo y admiraba su espíritu, su locuacidad nada frecuente y su amabilidad, aunque parecía preocupada como si un pensamiento la asediara o una invencible curiosidad, ya que al responderle volvía siempre al tema del viaje a emprender.
Las tinieblas habían caído dos horas antes y la luna brillaba entre los claros de la fronda, cuando el Corsario se levantó. Sólo en ese instante se acordó del Olonés y del Vasco que lo esperaban, y de que antes del alba habría de completar la tripulación de
El Rayo
—¡El tiempo vuela a vuestro lado, señora! —le dijo—. ¿Qué embrujo misterioso poseéis para hacerme olvidar las graves obligaciones que debo cumplir?... Creía que eran apenas las ocho y son las diez.
—Ha sido el placer de descansar un instante en vuestra propia casa después de tantas incursiones por el mar, caballero —contestó la duquesa.
—¿No serán, más bien, vuestros bellísimos ojos y vuestra encantadora compañía?
—En ese caso, caballero, es vuestra persona la que me ha hecho pasar horas deliciosas... y... ¡quién sabe si podremos volver a gozarlas juntos, en este poético jardín, lejos del mar y de los hombres!... —agregó con profunda amargura.
—¡La guerra mata y la fortuna protege!
—¡La guerra!... ¿y no contáis el mar? No siempre
El Rayo
podrá vencer los huracanes del Gran Golfo.
—Mi nave no teme a la tempestad cuando yo la guío.
—¿Habéis decidido volver pronto al mar?
—Mañana al alba, señora.
—No acabáis de desembarcar y ya pensáis en huir; se diría que teméis a la tierra.
—Amo el mar, duquesa. Además, no será quedándome aquí que podré encontrar a mi mortal enemigo.
—¡Vuestro pensamiento está siempre fijo en él!
—Siempre, y sólo se extinguirá con mi vida.
—¿Es para combatir contra él que partís?
—Sin duda.
—¿Y vais a...? —inquirió la joven con una angustia que no pasó inadvertida para el Corsario.
—No os lo puedo decir, señora; son secretos de la filibustería. No debo olvidar que vos, hasta hace pocos días, erais huésped de los españoles de Veracruz y tenéis amigos también en Maracaibo.
—La frente de la joven se ensombreció y miró al Corsario con ojos tristes:
—¿Desconfiáis de mí? —le preguntó con tono de dulce reproche.
—No, señora. Dios me libre de sospechar de vos, pero debo obediencia a las leyes de la filibustería.
—Me hubiera dolido mucho que el Corsario Negro dudara de mí. Lo conocí en todo momento leal y caballero.
—¡Gracias por vuestra opinión, señora!
Se puso el sombrero, tomó la espada, pero era evidente que le costaba decidirse a partir. Permanecía de pie frente a la joven con los ojos fijos en ella y su rostro melancólico.
—Creo que deseáis decirme algo, ¿verdad, caballero? —preguntó la duquesa.
—Sí, señora.
—¿Es algo grave, que os preocupe?
—Talvez.
—Hablad, por favor, caballero.
—Deseo preguntaros si, durante mi ausencia, abandonaréis la isla.
—¿Y si lo hiciese...?
—Lamentaría mucho, señora, no encontraros a mi regreso.
—¿Sí?... ¿Puedo preguntar por qué, caballero? —inquirió ella sonriendo y enrojeciendo a la vez.
—No sé por qué, pero me sentiría muy feliz si pudiera pasar otra noche como ésta, cenando a vuestro lado. Me compensaría de grandes sufrimientos que desde los lejanos países de ultramar arrastré conmigo a estas aguas americanas.
—Pues bien, caballero, si lamentaríais no encontrarme, os confieso que yo también me sentiría muy triste si no volviese a ver al Corsario Negro —dijo la joven duquesa bajando la cabeza.
—Entonces, ¿me esperaréis?... —inquirió impetuosamente el Corsario.
—Haré más que eso, si me lo permitís.
—Hablad, señora.
—Os pediré hospitalidad, una vez más, a bordo de vuestra nave.
El Corsario Negro no pudo esconder su alegría, pero cambió presto y se puso muy serio.
—Es imposible... —dijo con firmeza.
—¿Acaso os molestaría?
—No, pero no está permitido a los filibusteros, cuando emprenden una expedición, llevar ninguna mujer. Es cierto que
El Rayo
es mío y que soy patrón absoluto a bordo y no tengo que dar cuenta a nadie, pero...
—Continuad —dijo la duquesa, muy triste.
—No sabría explicaros la causa, señora, pero tengo miedo de volveros a ver a bordo de mi nave. ¿Será el presentimiento de una desgracia que no puedo prever? ¿O algo peor?... ¿Veis? Me habéis hecho esa pregunta y mi corazón, en vez de alegrarse, ha sufrido una punzada... Miradme: ¿no me veis más pálido que de costumbre?
—Es cierto —exclamó la duquesa, asustada—. ¡Dios mío!... ¡Que esta expedición no os sea fatal!
—¿Quién puede leer el porvenir?... Señora, dejadme partir. En este momento sufro sin poder adivinar la causa. Adiós, señora; si tuviese que hundirme con mi barco en las profundidades del Gran Golfo o morir en la brecha con una bala o una puñalada en el pecho, no olvidéis demasiado pronto al Corsario Negro.
Después de decir esas palabras, salió con paso rápido, sin volverse, como si tuviera miedo de quedarse allí todavía, y luego de atravesar el jardín y el zaguán penetró en el bosque para dirigirse a la casa del Olonés.
A la mañana siguiente, con la primera luz del día y la marea alta, entre el redoble de los tambores, el sonido de los pífanos, los tiros al aire de los bucaneros de La Tortuga y los ¡hurra! estrepitosos de los filibusteros de las naves ancladas, la expedición abandonaba el puerto, bajo las órdenes del Corsario Negro, del Olonés y de Miguel, el Vasco.
Se componía de ocho naves grandes y pequeñas, armadas con ochenta y seis cañones, de los cuales dieciséis se encontraban en el barco del Olonés y doce en
El Rayo,
con una tripulación de seiscientos cincuenta hombres entre filibusteros y bucaneros.
El Rayo, por ser el velero más raudo, navegaba a la cabeza de la escuadra, sirviendo de explorador.
Al tope del palo maestro flameaba la bandera negra a franjas de oro del comandante y en la cima del trinquete la gran cinta roja de las naves de guerra; detrás, en doble fila, venían los otros barcos, conservando la distancia necesaria para poder maniobrar sin peligro.
La escuadra salió mar afuera y se dirigió hacia occidente, en busca del canal de Barlovento, por el cual habría de desembocar en el mar Caribe.
Les acompañaba un tiempo espléndido y todo era favorable para la navegación tranquila a Maracaibo. Los filibusteros sabían, además, que la flota del almirante Toledo navegaba frente. a las costas de Yucatán, en dirección hacia México.
Tras dos apacibles días, la escuadra se disponía a doblar el Cabo del Engaño, cuando
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comunicó la presencia de una nave enemiga en ruta a Santo Domingo.
El Olonés, comandante supremo de la expedición, ordenó que se la persiguiera, pues llevaba el estandarte de España. El barco enemigo se vio pronto rodeado y sin posibilidades de escapar. Habría bastado una andanada para hundirlo u obligarlo a rendirse, pero los soberbios corsarios tenían gestos incomprensibles y hasta admirables en ladrones del mar.
El Olonés ordenó por señales al Corsario Negro que la escuadra se colocara a la capa, y avanzó audazmente al encuentro del barco, para intimarlo a una rendición incondicional.
El buque enemigo, que en todo momento se había considerado perdido, respondió a la intimación con una descarga de sus ocho cañones de estribor. La batalla comenzó entonces con gran furia. Los españoles, aunque poco numerosos, decidieron defenderse valerosamente. Un duelo formidable de artillería se entabló con grave perjuicio para arboladuras y velas.
El Olonés estaba molesto. Seis veces intentó abordar la nave y otras tantas fue rechazado, hasta que en el séptimo asalto logró que la nave enemiga arriara su bandera.
La victoria fue un triste augurio para la gran empresa de los filibusteros, a pesar de que
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durante el combate había descubierto a otro barco español oculto en una ensenada y lo había capturado tras una frágil resistencia.
La revisión de las dos naves tomadas les reportó un botín en mercaderías de gran valor, en lingotes de plata, en pólvora y en armas. Los filibusteros, que no querían prisioneros, los desembarcaron en la costa, repararon los daños de la arboladura y esa misma tarde se hicieron a la vela rumbo a Jamaica, incorporando a la escuadra las dos naves capturadas.
En Jamaica recalaron por breve tiempo, el suficiente para curar a los heridos y abastecer las bodegas. Después siguieron rumbo al sur.
La noche del decimocuarto día de navegación, el Corsario avistó la punta de Paraguana, donde un faro señala a los navegantes la boca del golfo. De inmediato llamó a Morgan.
—Que esta noche no se encienda luz a bordo. Es la orden del Olonés. Los españoles no deben advertir la presencia de la escuadra. Si la descubren, mañana en la ciudad no encontraremos ni una piastra.
—¿Nos detendremos a la entrada del golfo? —preguntó Morgan.
—No; la escuadra navegará hasta la boca del lago, y mañana, al amanecer, entraremos de improviso en Maracaibo.
—¿Bajarán a tierra nuestros hombres?
—Sí, junto a los bucaneros del Olonés. La escuadra bombardeará las fortificaciones de la costa y nosotros atacaremos por tierra. Así impediremos que el gobernador pueda huir a Gibraltar. ¡Que estén listas las chalupas de desembarco!
—Está bien, señor.
—Bajo un momento a ponerme la coraza de combate. También yo estaré en el puente.
Abría la puerta de su camarote, cuando un delicado perfume, que ya conocía, le llegó de pronto.
—¡Qué extraño! —exclamó asombrado—. Si no estuviera seguro de haber dejado a la flamenca en La Tortuga, juraría que está aquí.
Miró a su alrededor, pero la oscuridad era total. Sin embargo, le pareció ver en un rincón una figura blanca, inmóvil, apoyada contra una de las amplias ventanas que daban al mar.
El Corsario era valiente, pero supersticioso, como todos los hombres de su época. Al percibir la sombra, se llenó de un sudor frío y su primer pensamiento fue para el alma del Corsario Rojo. Pero, sobreponiéndose a esa debilidad, empuñó una daga y avanzó:
—¿Quién vive? ¡Hable o le mato!
—Soy yo, caballero —respondió una voz suave, que estremeció el corazón del Corsario.
—¡Usted aquí!... ¿Acaso estoy soñando?
—No, caballero.
El Corsario soltó la daga y avanzó con los brazos extendidos hacia la duquesa, mientras sus labios rozaban los encajes del alto cuello.
—¿De dónde salió usted? —preguntó, trémulo—. ¿Cómo abordó mi nave?
—No lo sé... —repuso turbada la duquesa.
—¡Hable, señora!
—Pues... he querido seguirle.
—Entonces ¿me ama? ¿Sí, señora?...
—Sí —susurró ella con un hilo de voz.
—¡Gracias!... Ahora puedo desafiar la muerte sin temor.
El Corsario sacó un pedazo de yesca y una cerilla, y encendió un candelabro que puso en un lugar donde la luz no se proyectara al mar. Se miraron en silencio unos instantes, asombrados de aquella confesión de recíproco amor. Ella se veía hermosa con su abrigo blanco adornado de encajes y el Corsario estaba radiante de felicidad. Él la hizo sentarse cerca del candelabro.
—Ahora me contará, señora —dijo—, por obra de qué milagro está aquí.
—Se lo diré, caballero, si me promete perdonar a mis cómplices.
—¿Cómplices? ¡Ah, sí! Entiendo. Quienes han desobedecido mis órdenes para darme esta deliciosa sorpresa están perdonados. Ahora puede decirme, señora, quiénes son.