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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (6 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—¡Cómo le gusta al señorito bromear con una pobre muchacha como yo!

Estas palabras de Guadalupe no debieron de ser oídas por César de Echagüe, de cuyos labios brotaba una especie de suave ronquido. La joven se acercó a la cama y por un momento estuvo contemplando las serenas facciones del durmiente; luego, acariciando los zapatos, que aún conservaba en las manos, se inclinó a dejarlos junto al lecho y con dos lágrimas temblando en las pestañas abandonó suavemente la estancia.

Capítulo V: Has matado al señor Greene…

Después de cenar en el rancho, Edmonds Greene se despidió, tras un largo y privado coloquio, de Beatriz de Echagüe. Luego entró en el salón, donde bostezaba César de Echagüe, y murmuró:

—Buenas noches.

—¡Oh! Buenas noches, futuro cuñado —replicó el joven—. Por cierto que llega en buen momento. Sin querer pecar de grosero, debo exponer mi sospecha de que Leonor, mi prometida, aquí presente, y que, por cierto, se muestra muy aburrida de mi compañía, está enamorada del
Coyote
. ¿No es cierto, Leonorín?

Leonor de Acevedo dirigió una fulminante mirada a su novio.

—No creo necesario contestar a una estupidez y a una grosería.

—Eso demuestra lo acertado de mi sospecha —siguió César, sin mostrarse ofendido.

—Perdone, don César —dijo Greene—. Tengo…

—¿Tiene prisa? Bien, no le entretendré más de un minuto o dos. Usted, querido cuñado en ciernes, es un sospechoso ideal.

—¿Trata de burlarse de mí?

—¿Burlarme de usted? ¡No, por Dios, nunca se me ocurriría semejante cosa! Yo no puedo burlarme de mi futuro cuñado; pero debo asegurar mi felicidad y, con ello, la perspectiva de entrar en posesión, aunque sólo sea como propietario consorte, de la fortuna representada por el importante rancho de los Acevedo.

—¿Qué pretende? —preguntó Greene.

—Pues, sencillamente, pretendo demostrar que existen un sinfín de posibilidades de que sea usted el famoso
Coyote
.

—¿Qué estás diciendo? —protestó Leonor.

—Sí, parece imposible; pero… he interrogado a Julián y me ha dicho que
El Coyote
es un caballero que va enmascarado, que viste a la mejicana y que maneja el revólver como un… como un norteamericano.

—¿Y porque maneja bien el revólver sospecha usted de mí?

—No sólo por eso. Pero lo de ir enmascarado es propio de los anglosajones. En Inglaterra aún recuerdan algunos las hazañas del famoso Dick Turpin, jinete enmascarado. Nosotros no tenemos enmascarados así entre nuestros bandidos famosos. Y que yo sepa, son muy pocos los mejicanos que saben manejar bien un revólver. Siguen aferrados a las pistolas, al lazo y al cuchillo. El revólver de seis tiros es invento yanqui…

—¿Qué te propones con eso? —gritó, pálida de indignación, Leonor.

—Nada; recordarte, simplemente, que si el señor Greene es, como sospecho,
El Coyote
, no pienses más en él, pues está enamorado de Beatriz.

—Caballero —intervino Greene, que estaba también muy pálido—, lamento infinito que mi amor por su hermana ate mis manos, impidiéndome responderle como su impertinencia merece. Además, también el estar en su casa me impide portarme como me portaría.

—No se moleste en seguir —replicó César, bostezando ruidosamente—. Sé que me encuentra despreciable y un sinfín de cosas más; pero no puede machacarme le sesos porque entonces mi hermana no se casaría con usted. Tenga la seguridad de que si no fuese por eso yo tampoco le habría hablado como lo he hecho. Ya le dije que soy hombre práctico y sé cuándo puedo portarme como un gallito o como un conejo. En fin, usted debe de tener mucha prisa y yo no tengo ningún interés en retenerle. Buenas noches, señor Greene.

Leonor se puso violentamente en pie.

—Señor Greene —pidió—. Le ruego que tenga la bondad de acompañarme a mi casa. No tengo ningún interés en seguir ni un minuto más aquí.

—A sus órdenes, señorita Acevedo.

Greene ofreció su brazo a la joven que, dirigiendo una indescriptible mirada a su novio, le volvió la espalda y, apoyándose en Greene, salió del salón, seguida por una burlona sonrisa de César de Echagüe. Éste, al quedarse solo, se acomodó mejor en el sillón en que estaba sentado, acercó otro y, apoyando los pies en él, se quedó profundamente dormido.

Así le encontró una hora más tarde su padre, que de un puntapié apartó el segundo sillón, despertando violentamente a su hijo.

—Si tienes sueño, acuéstate —le dijo—. No creo que tu presencia sea muy necesaria.

—Creo que tienes razón —sonrió César—. Me acostaré.

Ya iba a salir cuando, volviéndose hacia su padre, anunció:

—Le he pedido a Julián que traslade mis cosas al dormitorio de tío Joaquín. Está en la planta baja y me ahorra el subir escaleras. ¿Te importa?

—No —gruñó don César—. No me importa nada de cuanto hagas o dejes de hacer. Cuanto más lejos te tenga, mejor.

—Gracias, papito; eres muy amable.

Don César no replicó. Fue hasta la chimenea, sobre la cual se veía el retrato al óleo de un oficial del Ejército español vestido a la moda del reinado de Carlos III. Era el primer César de Echagüe instalado en California. El retrato había sido pintado con mano ingenua; pero, ya fuese casualmente o debido a un arranque de genio, el artista había sabido reproducir la firmeza de la mirada de aquel hombre que había acompañado a Portolá, a fray Junípero Serra y a todos los primeros conquistadores de California en su peligrosa empresa.

—Todo se termina —murmuró don César, con la mirada fija en la imagen de su padre—. Tú soñabas con un eterno imperio nuestro, y ni California es de nosotros, ni mi hijo es digno nieto tuyo.

Suspirando, don César fue a sentarse en un sillón, con la mirada fija en las llamas que se agitaban en la chimenea devorando los amontonados troncos.

****

Por dos veces, durante el breve trayecto hasta el rancho de los Acevedo, Edmonds Greene creyó observar que alguien le seguía. Su mano se aseguró de que el revólver de seis tiros estaba en su funda y a punto de ser empuñado.

Cuando tomó el camino que conducía directamente al rancho de los Acevedo, ya no volvió a ver las sombras. Aunque convencido de que todo había sido imaginación suya, al dejar a Leonor en su casa, Edmonds, en vez de volver por el mismo sitio, tomó por el sendero que bordeaba la vieja acequia, y, guiado por aquel reflejo, alcanzó la carretera principal al norte de Los Ángeles, descendiendo a la población después de dar un largo rodeo.

Hospedábase en la Posada Internacional, cuya planta baja estaba destinada a bar o taberna, que era, al mismo tiempo, punto de reunión de cuantos llegaban a Los Ángeles, por cualquier motivo de negocios.

Dejando su caballo en manos de un palafrenero, que lo condujo a la cuadra, Greene entró en la sala de la taberna. Nervioso aún por la escena de una hora antes, acercóse al mostrador y pidió un
whisky
doble. No solía beber licores fuertes; pero en aquellos momentos estaba convencido de que lo necesitaba.

Mientras bebía observó la discusión entre Telesforo Cárdenas y Lukas Starr, uno de los hombres a quienes más odiaba Greene por el despojo sistemático que estaba realizando en las pequeñas propiedades de los rancheros humildes. Telesforo Cárdenas era uno de esos pobres hacendados cuyo ranchito producía escasamente para que el hombre pudiera ir viviendo.

—Te digo que si vendes te pagaré quinientos dólares en oro —decía Starr—. Es una buena suma.

—Pero, señor Lukas —protestaba Telesforo—. Yo no quiero vender. Ahora he comprado una mula. Podré trabajar mejor la tierra. Mi rancho da cada día más. La cosecha de este año me valdrá cuatrocientos dólares. Ahora cultivaré hortalizas; se venden muy bien en el pueblo. Yo no quiero vender.

—Piensa que valen más quinientos dólares que nada —advirtió Starr—. Si no aceptas por las buenas tendrás que ceder por las malas.

—¡Pero, señor Lukas! —exclamó el californiano—. ¿Por qué insiste usted en que venda?

—Porque si no vendes tendrás que ceder por la fuerza.

—Mi rancho está reconocido. Se me ha confirmado su propiedad. Los jueces americanos me dijeron que era mío. Me dieron unos papeles y me encargaron que no los perdiese, porque en ellos estaba la confirmación de que el rancho era mío, como lo fue de mi padre y de mi abuelo, que vino como soldado y porque le hirieron los indios le pagaron con esas tierras.

—Me tiene sin cuidado lo que hiciese tu abuelo —replicó Starr—. Quiero el rancho y te doy quinientos dólares por él. Si quieres evitarte disgustos, acéptalos y marcha a trabajar como peón en otro rancho.

—Pero, señor Starr, ¿por qué insiste usted tanto?

—Porque te aprecio, Telesforo. Vende o, de lo contrario, los jueces te dirán que el rancho no es tuyo y que se equivocaron al concedértelo.

Edmonds Greene avanzó hacia los que discutían.

Lukas Starr era un hombre de rostro rojizo, aspecto patibulario, manos fuertes y enormes. A su lado, Telesforo Cárdenas, menudo, débil, tembloroso, parecía un enano.

—Oiga, Starr —intervino Greene, obligando al norteamericano a volverse violentamente—. Deje tranquilo a Cárdenas. Los jueces fallaron bien su caso y…

Sus palabras fueron interrumpidas por dos detonaciones casi simultáneas. Greene lanzó un gemido de dolor y llevóse las manos al pecho, a la vez que una nube de sofocante humo de pólvora ocultaba casi a los tres hombres. Cuando se disipó, vióse a Greene de rodillas en el suelo y, junto a él, a Lukas Starr y a Telesforo Cárdenas, en cuya temblorosa mano se agitaba una pistola de dos cañones. Durante unos segundos nadie pareció comprender lo ocurrido. Luego, el ruido producido por el choque del cuerpo de Edmonds Greene sobre el entarimado semejó despertar a todos de su inacción. Lukas Starr echó mano al revólver de seis tiros que llevaba en la funda que le colgaba al cinto. Telesforo Cárdenas miró lo que sostenía su mano y al ver la pistola lanzó un chillido y soltó el arma, mientras Lukas Starr gritaba:

—¡Has matado al señor Greene!

Por un momento pareció que iba a disparar sobre él; pero luego, guardando la pistola, se precipitó sobre el californiano y le descargó dos violentos puñetazos contra el rostro, derribándole al suelo, junto a Edmonds Greene.

—¡Le ha asesinado! —exclamó—. ¡Avisad a los soldados!

Debían de haber sido ya advertidos, pues un momento después un sargento, seguido por seis soldados con fusiles y bayoneta calada, entraron en la Posada Internacional.

Unos minutos más tarde presentóse el general Clarke, quien ordenó:

—Trasladad el cadáver a la habitación que ocupaba. Y llevad al preso al Fuerte Moore, para que se le juzgue inmediatamente.

Telesforo Cárdenas, aún asombrado por lo ocurrido, que él se explicaba menos que nadie, pues jamás había poseído otra arma que un viejo mosquete propiedad de su abuelo, y al cual toda la familia profesaba un respeto rayano en la veneración y el temor, fue conducido al fuerte entre los seis soldados. Ni por un momento se atrevió a protestar declarando su inocencia. Se hallaba convencido de que los extranjeros estaban muy acertados al acusarle. Desde el momento en que ellos decían que él era un asesino, indudablemente debían estar en lo cierto.

Edmonds Greene fue conducido a su habitación. Una vez en ella, con profundo asombro por parte de todos, se comprobó que, aunque su herida era grave, no estaba muerto aún.

Fue llamado el doctor García Oviedo, cirujano del antiguo Ejército de California, que al terminar la guerra continuó civilmente su profesión en el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles, donde trabajaba diez veces más que el doctor yanqui.

—Es un milagro —dijo, después de examinar al inconsciente herido—. Las dos balas han rozado casi el corazón. Parece imposible que una de ellas no lo haya atravesado.

Desinfectó las heridas, requirió la ayuda de varios de los clientes de la taberna, y con una destreza maravillosa extrajo una de las pesadas balas. La otra había atravesado limpiamente el cuerpo de Greene.

Durante toda la noche, el doctor permaneció junto al herido, velando su inquieto sueño y vigilando que no se produjese la temida hemorragia.

Al amanecer llegó Beatriz, acompañada de varios criados que traían finas sábanas de hilo, comida suficiente para alimentar a un regimiento y que el doctor rechazó sonriente, encargando que se cuidara mucho la limpieza y que se le avisara al menor síntoma de hemorragia.

Cuidando al herido quedaron varios criados. Beatriz regresó al rancho antes de que se levantara su padre.

Cuando don César supo lo ocurrido, su reacción fue inmediata:

—Hay que traerlo aquí —declaró—. No puede permanecer en la posada.

El doctor García Oviedo, que fue llamado para decidir sobre lo prudente o imprudente del traslado, movió la cabeza.

—No sé —dijo—. Yo no lo recomendaría. Sin embargo, allí tampoco está bien. Quizá si lo trajeran en una camilla, con mucho cuidado…

—No se preocupe, doctor; mis peones lo traerán como si fuese un vaso de agua lleno hasta los bordes. Y ahora, dígame doctor, ¿cree que fue Telesforo quien le hirió?

El cirujano encogióse de hombros.

—Carece de lógica que Telesforo hiciese una cosa semejante; pero ese Lukas Starr lo puso fuera de sí. Tal vez quisiese matar a Lukas Starr y en vez de ello hirió a Greene.

—Eso demuestra lo prudente que es no entrometerse en los asuntos ajenos —declaró el joven Echagüe, interviniendo en la conversación, que había estado escuchando desde uno de los sillones—. Si Greene no hubiera querido hacer de redentor, nadie le habría metido un par de balas en el cuerpo.

—Haz el favor de callar —interrumpió don César.

Su hijo encogióse de hombros y volvió a su asiento.

—Como quieras, papá; pero no puedes negarme que tengo razón.

—¿Qué dicen los testigos? —preguntó don César.

El cirujano movió la cabeza.

—Sus declaraciones son contradictorias. Casi todos los norteamericanos que estaban en el local afirman que vieron a Cárdenas sacar la pistola y disparar sobre Greene. En cambio, los californiano declaran que Cárdenas no llevaba ningún arma encima y que el disparo lo hizo uno de los hombres de Lukas, que se encontraba detrás de Telesforo mientras éste discutía con Starr.

—Entonces…, quizás el cómplice de Starr trató de matar a su jefe —sugirió don César.

—Eres ingenuo, papá… —dijo, desde el sillón, César—. Lo más lógico es suponer que quisieran matar a Greene y cargarle las culpas a Cárdenas.

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