La amiga de mi hermana iba disfrazada de princesa de cuento de hadas. Para completar el disfraz, había cogido un par de zapatos de tacón de su madre, y, como le bailaban los pies en aquellos zapatos, cada paso que daba se convertía en una aventura. Mi padre paró el coche y se apeó para acompañarla hasta su puerta. Yo iba detrás con las chicas, y, para dejar salir a la amiga de mi hermana, me tuve que bajar primero. Me recuerdo de pie en la acera mientras ella conseguía salir, y, en el momento en que la niña sacaba el pie, noté que el coche se deslizaba lentamente marcha atrás, quizá por el hielo, quizá porque mi padre había olvidado echar el freno de mano (no lo sé); pero, antes de que pudiera avisar a mi padre de lo que pasaba, la amiga de mi hermana apoyó en la acera los tacones de su madre y se resbaló. Cayó bajo el coche —que seguía moviéndose—, estaba a punto de morir aplastada por las ruedas del Chevrolet de mi padre. Por lo que puedo recordar, no hizo el menor ruido. Sin pararme a pensar me agaché, le cogí con fuerza la mano derecha y de un tirón la subí a la acera. Un instante después, mi padre notó por fin que el coche se movía. Saltó al asiento del conductor, puso el freno y detuvo el coche. Desde el principio hasta el final, la cadena completa de desgracias no debió de durar más de ocho o diez segundos.
Durante años he tenido la sensación de que éste había sido el momento más hermoso de mi vida. Había salvado la vida de una persona, y, retrospectivamente, siempre me ha sorprendido la rapidez con que reaccioné, la seguridad de mis movimientos en aquella situación crítica. Volvía a imaginarme el salvamento una y otra vez; una y otra vez revivía la sensación de sacar a la niña de debajo del coche.
Un par de años después de aquella noche, nuestra familia se mudó de casa. Mi hermana perdió el contacto con su amiga, y yo no volví a verla hasta quince años más tarde.
Era junio, y mi hermana y yo habíamos vuelto a la ciudad a pasar unos días. Por casualidad su antigua amiga apareció y nos saludó. Había crecido mucho, ahora era una joven de veintidós años recién licenciada, y debo decir que sentí un cierto orgullo al ver que había llegado a adulta sana y salva. Sin darle importancia, hice alusión a la noche en que la había sacado de debajo del coche. Tenía curiosidad por saber cómo recordaba su encuentro con la muerte, pero por la expresión de su cara cuando le hice la pregunta era evidente que no recordaba nada. Una mirada vaga. Un leve fruncimiento de cejas. Un encogimiento de hombros. ¡No recordaba nada!
Entonces me di cuenta de que no se había enterado de que el coche se movía. Ni siquiera se había enterado de que estaba en peligro. Todo el incidente había durado lo que dura un relámpago: diez segundos de su vida, un intervalo sin consecuencias, que no había dejado en ella el menor rastro. Para mí, sin embargo, aquellos segundos habían sido una experiencia definitiva, un acontecimiento extraordinario de mi historia íntima. Lo que más me asombra es admitir que estoy hablando de algo que sucedió en 1956 o 1957, y que la niña de aquella noche tiene ahora más de cuarenta años.
Un número equivocado inspiro mi primera novela. Una tarde estaba solo en mi apartamento de Brooklyn, intentando trabajar en mi escritorio, cuando sonó el teléfono. Si no me engaño, era la primavera de 1980, no muchos días después de que encontrara la moneda de diez centavos frente al Shea Stadium.
Descolgué, y al otro lado de la línea un hombre me preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton. Le dije que no, que se había equivocado de número, y colgué. Luego volví a mi trabajo y me olvidé de la llamada.
El teléfono volvió a sonar la tarde siguiente. Resultó que era el mismo individuo y me hacía la misma pregunta que el día anterior: “¿Agencia Pinkerton?” Volví a decirle que no, volví a colgar. Pero esta vez me quedé pensando qué hubiera sucedido si le hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hecho pasar por un detective de la Agencia Pinkerton?, me preguntaba. ¿Qué habría sucedido si me hubiera encargado del caso?
A decir verdad, sentí que había desperdiciado una oportunidad única. Si ese individuo volviera a llamar, me dije, por lo menos hablaría un poco con él e intentaría averiguar qué quería. Esperé a que el teléfono sonara otra vez, pero la tercera llamada nunca se produjo.
Después de aquello, empecé a darle vueltas a la cabeza, y poco a poco se me abrió un mundo lleno de posibilidades. Cuando me senté a escribir
La ciudad de cristal
un año después, el número equivocado se había transformado en el suceso crucial del libro, el error que pone en marcha toda la historia. Un hombre llamado Quinn recibe una llamada telefónica de alguien que quiere hablar con Paul Auster, detective privado. Tal y como yo hice, Quinn responde que se han equivocado de número. A la noche siguiente, pasa exactamente lo mismo: Quinn cuelga otra vez. Pero, al contrario que yo, Quinn tiene otra oportunidad. Cuando el teléfono suena la tercera noche, Quinn le sigue el juego al que llama, y se hace cargo de la investigación. Sí, dice, yo soy Paul Auster: entonces comienza la locura.
Quería, sobre todo, permanecer fiel a mi primer impulso. Si no me ceñía estrictamente a la verdad de los hechos, escribir ese libro carecía de sentido. Así que debía implicarme en el desarrollo de la historia (o implicar a alguien que se me pareciera, que se llamara como yo), y escribir sobre detectives que no eran detectives, sobre suplantación de personalidad, sobre misterios irresolubles. Para bien o para mal, sentí que no tenía elección.
Muy bien. Terminé el libro hace diez años, y desde entonces me he dedicado a otros proyectos, otras ideas, otros libros. Pero, hace menos de dos meses, descubrí que los libros no se terminan nunca, que es posible que las historias continúen escribiéndose a sí mismas sin autor.
Estaba solo en mi apartamento de Brooklyn aquella tarde, intentando trabajar ante mi escritorio, cuando el teléfono sonó. Era un apartamento distinto del que tenía en 1980: otro apartamento con otro número de teléfono. Descolgué el auricular y, al otro lado de la línea, un hombre me preguntó si podía hablar con el señor Quinn. Tenía acento español y no reconocí su voz. Por un momento pensé que era un amigo que quería tomarme el pelo. “¿El señor Quinn?”, dije. “¿Es una broma o qué?”
No, no era una broma. Aquel hombre llamaba completamente en serio. Quería hablar con el señor Quinn, y me rogaba que le pasara el teléfono. Le pedí, para estar seguro, que me deletreara el nombre. Tenía un acento muy fuerte, y yo esperaba que quisiera hablar con el señor Queen. Pero no tuve tanta suerte: “Q-U-I-N-N”, respondió el hombre. Me asusté y, durante unos segundos, no pude articular palabra. “Lo siento”, dije por fin, “aquí no vive ningún señor Quinn. Se ha equivocado de número.” El hombre se disculpó por haberme molestado y colgamos.
Esto ha sucedido de verdad. Como todo lo que he escrito en este cuaderno rojo, es una historia verdadera.
1992
{1}
To argue
significa argüir, discutir, polemizar, pelearse.
Fib
significa embuste, mentirilla, bola, trola. Argue y Phibbs: ¿Argüir y Trolas?
(N. del T.)