Authors: Agatha Christie
Tommy y Tuppence Beresford visitan a su tía Ada en la residencia de ancianos en la que vive. Allí conocen a algunas ancianas que dicen que las están envenenando o que hay escondido el cadáver de un niño. Al poco tiempo fallece la tía Ada y ellos recogen sus pertenencias, incluyendo un cuadro que otra de las ancianas regaló a su tía. En él se ve una casa que Tuppence ha visto desde el tren, así que no descansa hasta encontrarla.
Agatha Christie
El cuadro
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Ormi21.10.11
Título original:
By The Pricking Of My Thumbs
Traducción: Ramón Margalef Llambrich
Agatha Christie, 1968
Edición 1969 - Editorial Molino - 252 páginas
ISBN: 84-272-0289-X
By the pricking of my thumbs Something wicked this way comes
MACBETH
Dedico este libro a aquellos lectores, muy numerosos dentro de Inglaterra y otros países, que me escribieron preguntándome:
«¿Qué ha sido de Tommy y de Tuppence? ¿Qué hacen actualmente?»
Para todos ellos, mis votos más fervientes de felicidad. Y espero que disfruten en este nuevo reencuentro con Tommy y Tuppence, unos años más viejos, sí, pero con su admirable espíritu de siempre.
AGATHA CHRISTIE
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
ALBERT
: Cocinero de los Beresford.
BERESFORD
(Tommy): Miembro de la 1. U. A. S.; durante la Segunda Guerra Mundial, afecto al servicio de espionaje británico, esposo de
BERESFORD
(Tuppence): Eficaz colaboradora del referido servicio, hoy aficionada a la investigación detectivesca.
BLIGH
(Nellie): Antigua secretaria de sir Philip Starke.
BOSCOWAN
(William): Pintor, famoso por sus cuadros de escenas rurales.
COPLEIGH
(Liz): Señora excesivamente locuaz, durante el verano se dedica a alquilar habitaciones.
ECCLES
: Abogado de la señora Lancaster.
FANSHAWE
(Ada): Anciana señorita de agrio carácter, interna en la residencia para damas ancianas, Sunny Ridge, tía de Tommy.
JOHNSON
: Prima de la señora Lancaster.
LANCASTER
: Señora anciana de fantástica imaginación, compañera de internado y amiga de la señorita Fanshawe.
MOODY
(Elisabeth): Señora fallecida en Sunny Ridge.
MURRAY
: Doctor de la citada residencia.
O'KEEFE
: Bella joven irlandesa, enfermera de la señorita Fanshawe.
PACKARD
(Millicent): Señorita directora de Sunny Ridge.
PERRY
(Amos): Rudo hombretón, arrendatario de la mitad de la Casa del Canal, esposo de
PERRY
(Alice): Campesina de unos cincuenta años, aspecto de bruja, aunque amable y bondadosa.
PENN
(Sir Josiah): Comandante general de más de ochenta años, pretendiente de la señorita Fanshawe en sus buenos tiempos.
ROCKBURY
: Abogado de la señorita Fanshawe.
SMITH
(Ivor): Antiguo amigo de Tommy Beresford.
STARKE
(Sir Philip): Rico terrateniente, aficionado a la botánica y amante de los niños.
WILLIAM
: Tío de Tommy Beresford.
WING
(Emma): Escultora de notoria personalidad, viuda de Moscowan.
SUNNY RIDGE
El señor y la señora Beresford se hallaban sentados a la mesa, frente a los platos de su desayuno. Formaban una pareja corriente. Centenares de parejas exactamente iguales que aquélla se encontraban desayunándose en aquellos momentos, distribuidas por toda Inglaterra. También el día era uno más entre otros, de esos que se dan cinco veces por semana. Todo parecía que iba a llover, pero esto no era seguro.
Los cabellos del señor Beresford habían sido rojos en otro tiempo. Todavía se observaban huellas de su tono rojizo de antaño en ellos, pero ya no conservaban ese peculiar matiz grisáceo que distingue las cabezas de los pelirrojos a menudo al cruzar la meta del camino medio de la vida...
Los de la señora Beresford habían sido negros y rizados, además de espesos. Ahora, el tono oscuro estaba adulterado por efecto de las canas, al azar, aparentemente. El aspecto de aquella cabeza femenina era más bien agradable. La señora Beresford había pensado más de una vez en teñirse el pelo, diciendo siempre al final que le gustaba más presentarse tal como era, lo más natural posible. Había optado, en cambio, por usar un nuevo tono de carmín para los labios, para dar más color a su rostro.
Una pareja ya entrada en años, dos personas que se desayunaban juntas. Una pareja agradable, pero que no presentaba nada sobresaliente. Es lo que habría pensado un hipotético espectador. De haber sido este espectador joven, hombre o mujer, habría completado su pensamiento con otra idea: «¡Oh, sí! Una pareja muy agradable, por supuesto, pero mortalmente aburrida, como sucede con todos los viejos.»
Sin embargo, el señor y la señora Beresford no habían llegado todavía a esta etapa de la vida en que la gente se considera vieja. Y no tenían la menor idea de que ellos y otros muchos como ellos eran considerados «mortalmente aburridos» por sólo esa razón. La idea partía de los jóvenes, naturalmente... Pero entonces ellos habrían pensado indulgentemente que aquellos no saben de la vida absolutamente nada. ¡Pobrecillos! Siempre andaban preocupados con sus exámenes, cuando no con su problema sexual o la compra de unas ropas extraordinarias; en otras ocasiones hacían cosas notables con sus peinados, para llamar más la atención. El señor y la señora Beresford, desde su punto de vista, se hallaban en la flor de la vida. Encontrá—banse a gusto uno en la compañía del otro y pasaban los días del modo más tranquilo y también más agradablemente posible.
Había momentos especiales en su existencia, momentos aparte de los normales. ¿Quién no los tiene? El señor Beresford abrió un sobre, echó un vistazo a la carta que sacó del mismo y la dejó caer con otras colocadas a su izquierda. Cogió el siguiente, pero no lo abrió... Ni lo miraba siquiera. Se había quedado con la vista fija en las tostadas. Su esposa estuvo observándole unos segundos antes de preguntarle:
—¿Qué te pasa, Tommy?
—¿Qué me pasa? —inquirió él, distraído.
—Sí, es lo que te he preguntado.
—No me pasa nada, ¿Qué me va a pasar?
—En este momento estabas pensando en algo —dijo Tuppence, acusadora.
—La verdad: creo que no pensaba en rada, en absoluto.
—¡Oh, sí, sí! ¿Ha ocurrido algo
—Por supuesto que no. ¿Qué podía ocurrir? —el señor Beresford añadió—: He recibido la cuenta del fontanero.
—¡Ah! —exclamó Tuppence, con el aire de una persona que sabe ya a qué atenerse—. Más de lo que tú esperabas, me imagino.
—Naturalmente —respondió Tommy—. Siempre es así.
—Yo no sé por qué no nos dedicamos a aprender algo de fontanería —declaró Tuppence—. Si tú lo hicieras, yo podría ayudarte. Seguro que ganaríamos dinero.
—Demostramos ser muy cortos de entendimiento al no descubrir estas oportunidades.
—¿Era la cuenta del fontanero lo que estabas viendo ahora?
—Pues no. Se trataba de otra cosa...
—¿Noticias referentes a la delincuencia juvenil...? ¿Problemas sobre la integración racial?
—No. Van a abrir otro hogar para las personas ancianas.
—Es de lamentar, desde luego —dijo Tuppence—. No comprendo, sin embargo, por qué ha de preocuparte eso.
—¡Oh! No pensaba en ello.
—Bien... ¿En qué pensabas entonces?
—Me imagino que fue lo que me hizo recordar...
—Habla, hombre —insistió Tuppence—. Sabes que al final me lo vas a contar todo.
—Realmente, no se trata de nada importante. Pensé que quizá... Bueno, pensaba en tía Ada.
—¡Oh! Ya —contestó Tuppence, comprendiendo de pronto—. Sí —añadió en voz baja, reflexiva—. Tía Ada... Sus miradas se encontraron. Lamentablemente cierto: en la actualidad no existe ni una sola familia que no se enfrente con el problema que podría denominarse «de la tía Ada». Los nombres difieren de una casa a otra: tía Amelia, tía Susan, tía Cathy o tía Joan. Cuando no se trata de una tía es una abuela, o una prima o de un pariente de uno u otro sexo, siempre entrado en años. Estos seres originan problemas que no se pueden eludir. Hay que adoptar determinadas medidas. Es preciso enterarse de qué establecimientos existen para cuidar de estas personas; es necesario formular preguntas sobre ellos. Hay que buscarse recomendaciones de médicos o amigos que en su día solucionaron sus problemas concernientes a las tía Ada respectivas, quienes «vivieron felices hasta el momento de su muerte» en esta o aquella residencia.
Pasaron los días en que tía Elisabeth, tía Ada y las demás vivían felices en sus casas, donde habían pasado casi todos los años de su existencia, cuidadas por servidores devotos, que algunas veces resultaban un tanto tiránicos. Ambas partes se sentían satisfechas por igual con el convenio establecido. O bien estaban los innumerables parientes pobres, las sobrinas indigentes y las primas solteronas, medio tontas todas ellas, suspirando por un hogar cómodo donde comer tres veces al día y disponer de un buen dormitorio. La oferta y la demanda se hallaban equilibradas y todo marchaba bien. Ahora las cosas habían cambiado.
Para las tías Adas de hoy han de darse los pasos adecuados, pensando en su instalación definitiva. No es posible dejarlas en sus casas solas, a causa de su artritis o de su reuma; en idénticas condiciones se encuentra la persona que padece de bronquitis, y también las que se disgustan por cualquier cosa con sus vecinos o insultan a los vendedores domiciliarios.
Desgraciadamente, las tías Adas presentan más problemas que los seres situados en el extremo opuesto de la escala de la edad. Los niños pequeños son instalados en los hogares de infancia, entregados a otros parientes o enviados a colegios adecuados. Y nunca formulan objeciones al conocer las medidas adoptadas con respecto a ellos. Las tías Adas son diferentes. La de Tuppence Beresford —tía abuela—, había originado no pocos conflictos. Era imposible dejarla satisfecha. A lo mejor entraba en un establecimiento completamente garantizado, dotado de todas las comodidades para considerarlo un hogar, escribiendo a su sobrina varias cartas sucesivas elogiando aquella particular institución, para, más tarde, sin previo aviso coger la puerta y marcharse.
—¡Imposible! ¡No podía estar allí ni un minuto más! En el período de un año, tía Primero se había estado en once establecimientos de aquella clase. Por último, escri—bió a su sobrina diciéndole que había conocido a un joven encantador. «Un joven muy cariñoso, realmente. Perdió a su madre cuando contaba él pocos años. Necesita que lo cuiden. He alquilado un piso y se vendrá a vivir conmigo. Este plan nos conviene a los dos. Tenemos afinidades naturales. Ya no tienes por qué estar inquieta, querida Prudence. Mi futuro ha quedado ordenado. Mañana iré a ver a mi abogado, por si tengo que firmar algún documento en favor de Mervyn, en el caso de que yo muera antes que él, lo cual cae dentro del curso natural de la vida, por supuesto. No obstante, te aseguro que me encuentro magníficamente de saluda