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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (23 page)

BOOK: El cuento número trece
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Pero se negó.

—Los niños del pueblo no vienen por aquí —fue su única respuesta.

—Ese sí —insistió ella.

—No vienen porque tienen miedo.

—Eso es absurdo. ¿De qué han de tener miedo? El niño llevaba puesto un sombrero de ala ancha y pantalones de hombre adaptados a su tamaño. Su aspecto era bastante peculiar. Por fuerza tiene que saber de quién le hablo.

—No he visto a ningún niño como ese —fue la desdeñosa contestación, y John, una vez más, hizo ademán de marcharse.

Sin embargo, Hester era una mujer persistente.

—Pero tuvo que verlo...

—Solo determinadas mentes, señorita, pueden ver cosas que no existen. Soy un tipo sensato. Donde no hay nada que ver, no veo nada. Yo en su lugar, señorita, haría lo mismo. Que tenga un buen día.

Dicho eso se marchó y esa vez Hester no intentó cortarle el paso. Se quedó donde estaba, perpleja, meneando la cabeza y preguntándose qué bicho le había picado al hombre. Angelfield, por lo visto, era una casa llena de misterios. Así y todo, nada gustaba tanto a Hester como ejercitar la mente. Estaba decidida a llegar al fondo de las cosas.

Sin duda alguna Hester poseía una perspicacia y una inteligencia extraordinarias, pero, como contrapartida, no hay que olvidar que no sabía muy bien a quién se enfrentaba. Un ejemplo era su costumbre de dejar a las gemelas solas durante breves períodos mientras ella seguía su propio orden del día en otro lado. Primero las observaba detenidamente, evaluando su estado de ánimo, calculando su fatiga, la proximidad de la hora de comer y sus patrones de actividad y descanso. Sí el resultado del análisis revelaba que las gemelas se disponían a pasar una hora holgazaneando dentro de la casa, las dejaba solas. En una de esas ocasiones tenía un objetivo concreto en mente. El médico estaba allí y quería tener unas palabras con él. En privado. La ingenua de Hester. No hay intimidad donde hay niños.

Recibió al médico en la puerta.

—Hace un día precioso. ¿Le apetece dar un paseo por el jardín?

Se dirigieron al jardín de las figuras sin saber que les estaban siguiendo.

—Ha obrado usted un milagro, señorita Barrow —comenzó el médico—. Emmeline parece otra.

—No —dijo Hester.

—Sí, se lo aseguro. Mis expectativas se han cumplido con creces. Estoy impresionado.

Hester bajó la cabeza y le dio ligeramente la espalda. Tomando su respuesta por modestia y creyéndola abrumada por sus elogios, el médico guardó silencio. El tejo recién podado le ofreció algo que admirar mientras la institutriz recuperaba la serenidad. Fue una suerte para él que estuviera absorto en las líneas geométricas del tejo, pues de lo contrario habría reparado en la expresión irónica de Hester y habría caído en la cuenta de su error.

La firme negativa de Hester nada tenía que ver con la afectación femenina. Era, sencillamente, la expresión de un desacuerdo. Por supuesto que Emmeline parecía otra. Dada la presencia de Hester, no podía ser de otro modo. No había nada de milagroso en eso. He ahí lo que había querido decir con su negativa.

El comentario condescendiente del médico, con todo, no le sorprendía. Nadie solía reparar por aquel entonces en las muestras de talento de las institutrices, pero en cualquier caso creo que estaba decepcionada. Hester pensaba que el médico era la única persona de Angelfield que podría haberla entendido. Pero no era así.

Se volvió hacia él y tropezó con su espalda. Con las manos en los bolsillos y los hombros rectos, el médico estaba mirando la línea donde terminaba el tejo y comenzaba el cielo. Su cuidado pelo empezaba a encanecer y en la coronilla había un círculo perfecto de piel rosada de cuatro centímetros de diámetro.

—John está reparando el daño que causaron las gemelas —dijo Hester.

—¿Qué las impulsó a hacer algo así?

—En el caso de Emmeline, la respuesta es sencilla. Adeline la obligó a hacerlo. En cuanto a los motivos de Adeline, la respuesta es más compleja. Dudo que se conozca a sí misma. La mayor parte del tiempo actúa dominada por impulsos donde no parece existir un factor consciente. Sea cual sea la razón, asestaron un golpe tremendo a John. Su familia ha cuidado este jardín durante generaciones.

—Un acto despiadado. Y sorprende aún más viniendo de una niña.

Sin que el doctor la viera, Hester volvió a torcer el gesto. Estaba claro que el hombre sabía muy poco de niños.

—Un acto despiadado, en efecto, pero los niños pueden ser muy crueles. Lo que pasa es que no nos gusta pensar eso de ellos.

Lentamente, empezaron a caminar entre las figuras, admirando los tejos al tiempo que hablaban de la labor de Hester. A una distancia prudente, pero siempre lo bastante cerca para poder oírlos, una pequeña espía los seguía saltando de tejo en tejo. El médico y la institutriz doblaban a izquierda y derecha, a veces giraban y volvían sobre sus pasos; era un juego de ángulos, una danza intrincada.

—Imagino, señorita Barrow, que estará satisfecha con los resultados de su labor con Emmeline.

—Así es. Con otro año bajo mi tutela no veo razones para que Emmeline no pueda abandonar para siempre su conducta indisciplinada y se convierta definitivamente en la muchacha dulce que sabe ser en sus mejores momentos. No será inteligente, pero no sé por qué no puede llegar el día en que sea capaz de vivir de manera satisfactoria separada de su hermana. Quizá incluso termine casándose; no todos los hombres buscan inteligencia en una esposa y Emmeline es muy cariñosa.

—Excelente, excelente.

—Adeline es un caso muy distinto.

Se detuvieron junto a un frondoso obelisco con un tajo abierto en uno de sus lados. La institutriz escudriñó las ramas marrones del interior y acarició una de las ramitas nuevas, con sus brillantes hojas verdes, que estaban brotando de la vieja madera en dirección a la luz. Suspiró.

—Adeline me tiene algo perpleja, doctor Maudsley. Agradecería su opinión como médico.

Él hizo una leve y cortés inclinación de cabeza.

—Por supuesto. ¿Qué le preocupa exactamente?

—Nunca he conocido a una niña tan desconcertante. —Hester hizo una pausa—. Disculpe que me explaye tanto, pero las rarezas que he apreciado en Adeline no pueden explicarse de forma sucinta.

—En ese caso, tómese su tiempo. No tengo prisa.

El médico señaló un banco que había detrás del cual un seto de boj había sido guiado hasta configurar un intrincado arco enroscado, a la manera de un cabecero de una cama hecho por un artesano. Tomaron asiento y se encontraron frente a la parte sana de una de las figuras geométricas más grandes del jardín.

—Mire, un dodecaedro.

Hester pasó por alto el comentario y procedió con su explicación.

—Adeline es una niña hostil y agresiva. Le molesta mi presencia en la casa y se opone a todos mis esfuerzos por imponer orden. Come de forma irregular, rechaza la comida hasta que el hambre la vence e incluso entonces apenas da unos bocados. Hay que bañarla a la fuerza y pese a su delgadez se necesitan dos personas para mantenerla dentro del agua. Cualquier gesto de ternura por mi parte tropieza con su total indiferencia. Parece incapaz de sentir el abanico básico de las emociones humanas y francamente, doctor Maudsley, me he preguntado si está capacitada para regresar al redil de la normalidad.

—¿Es inteligente?

—Es astuta; es avispada, pero es imposible estimularla para que se interese por algo que vaya más allá del ámbito de sus propios deseos, caprichos y apetitos.

—¿Y en las clases?

—Estoy segura de que comprende que con niñas así en las clases no imparto las lecciones que se dan a los niños normales. No hay aritmética, ni latín, ni geografía. No obstante, a fin de fomentar el orden y la rutina, las niñas están obligadas a asistir a clase durante dos horas dos veces al día, y las educo contándoles historias.

—¿Y esas lecciones son del agrado de Adeline?

—¡Ojalá pudiera responder a esa pregunta! Adeline es una niña bastante salvaje, doctor Maudsley. Para poder retenerla en clase he de recurrir a artimañas y a veces me veo obligada a pedir a John que me la traiga a la fuerza. Adeline hace lo que sea por evitarlo, agita los brazos o se pone completamente rígida para que sea más difícil pasarla por la puerta. Sentarla ante una mesa es casi imposible. La mayoría de las ocasiones John se ve obligado a dejarla en el suelo. Durante la clase no me mira ni me escucha, sino que se repliega en sí misma, en su propio mundo interior.

El médico escuchaba atentamente y asentía con la cabeza.

—Es un caso difícil —dijo luego—. La conducta de Adeline le genera una mayor ansiedad y teme que los resultados de sus esfuerzos sean menos satisfactorios que con Emmeline. Sin embargo, señorita Barrow —su sonrisa era encantadora—, perdóneme si no alcanzo a comprender por qué afirma que Adeline la desconcierta. Su explicación sobre la conducta y el estado mental de la muchacha es más coherente que la que podrían dar muchos estudiantes de medicina basándose en los mismos indicios.

Hester le miró con compostura.

—Todavía no he llegado a la parte desconcertante.

—Ah.

—Claro que existen métodos que han funcionado con niños como Adeline en el pasado y, además, cuento con estrategias de mi propia cosecha en las que tengo cierta fe y que no dudaría en aplicar si no fuera porque...

Hester vaciló y esa vez el médico tuvo la prudencia de esperar a que prosiguiera. Cuando habló de nuevo, lo hizo despacio, midiendo cuidadosamente sus palabras.

—Se diría que dentro de Adeline hay una especie de neblina, una neblina que la separa no solo del resto de la humanidad, sino de sí misma. A veces la neblina se hace más tenue y a veces se disipa del todo y aparece otra Adeline. Después la neblina regresa y Adeline vuelve a ser la de antes.

Hester miró al médico, atenta a su reacción. Él frunció el entrecejo, pero por encima del ceño, donde el pelo reculaba, la piel era lisa y rosada.

—¿Cómo se comporta durante esos períodos?

—Los signos externos son sumamente discretos. Tardé semanas en percatarme del fenómeno e incluso entonces esperé cierto tiempo antes de estar lo bastante segura para acudir a usted.

—Comprendo.

—En primer lugar está su respiración. En un momento dado cambia, y sé que aunque finge estar metida en su propio mundo me está escuchando. Y sus manos...

—¿Sus manos?

—Generalmente las tiene tensas y estiradas, así —Hester hizo una demostración—, pero a veces advierto que las relaja, así —aflojó los dedos—. Es como si su implicación en la historia acaparara toda su atención y eso debilitara sus defensas, de modo que se relaja y olvida su pose de rechazo y rebeldía. He trabajado con muchos niños difíciles, doctor Maudsley, poseo bastante experiencia. Y lo que he visto se resume en lo siguiente: aunque parezca increíble, en Adeline se produce una especie de cambio químico, como si padeciera una fermentación.

El médico no respondió de inmediato. En lugar de eso, se detuvo a reflexionar, y su concentración pareció complacer a Hester.

—¿La aparición de esos signos sigue alguna pauta?

—Nada de lo que pueda estar segura todavía... Pero...

Él ladeó la cabeza, animándola a continuar.

—Probablemente no sea importante, pero hay ciertas historias...

—¿Historias?


Jane Eyre
, por ejemplo. A lo largo de varios días les conté una versión abreviada de la primera parte y entonces pude apreciarlo claramente. También con Dickens. Los relatos históricos y las fábulas con moraleja no tienen el mismo efecto.

El médico frunció el entrecejo.

—¿Y es algo sistemático? ¿La lectura de
Jane Eyre
provoca siempre los cambios que ha descrito?

—No, he ahí el problema.

—Hummm. ¿Qué piensa hacer entonces?

—Existen métodos para manejar a niños egoístas y rebeldes como Adeline. En estos momentos, un régimen estricto podría bastar para impedir que más tarde termine ingresando en un manicomio. Sin embargo, dicho régimen, que implicaría la imposición de una rutina estricta y la eliminación de casi todo lo que la estimula, sería sumamente perjudicial para...

—¿La niña que vemos a través de los claros en la neblina?

—Exacto. De hecho, para esa niña nada podría ser más dañino.

—¿Y qué futuro prevé para esa niña, para la muchacha en la neblina?

—Todavía no puedo responder a esa pregunta. Baste decir que hoy día no puedo tolerar que se sienta perdida. A saber lo que sería de ella.

Contemplaron en silencio la frondosa geometría, meditando sobre el problema planteado por Hester sin saber que el problema en cuestión, oculto detrás de las figuras, los estaba observando a través de los huecos entre las ramas.

Finalmente, el médico habló.

—No sé de ninguna enfermedad que pueda causar los efectos mentales que usted describe. Sin embargo, mi desconocimiento puede deberse a mi propia ignorancia. —Hizo una pausa, a la espera de que ella protestara, pero no lo hizo—. Hummm. Como un primer paso, quizá sería aconsejable que sometiera a la niña a un examen minucioso para determinar su estado de salud tanto mental como físico.

—Es justamente lo que estaba pensando —contestó Hester—. Y ahora —rebuscó en sus bolsillos—, aquí tiene mis notas. En ellas encontrará una descripción de cada una de las situaciones que he presenciado, junto con un análisis preliminar. ¿Cree que después del examen podría quedarse media hora para darme a conocer sus primeras impresiones? Después podríamos decidir el siguiente paso que debemos seguir.

El médico la miró pasmado. Había sobrepasado los límites de su papel de institutriz. ¡Y se estaba comportando como si fuera un colega experto!

Hester se había percatado de ello.

Titubeó. ¿Podía dar marcha atrás? ¿Era demasiado tarde? Tomó una decisión. De perdidos, al río.

—No es un dodecaedro —dijo maliciosamente—. Es un tetraedro.

El doctor se levantó y caminó hasta la figura. Uno, dos, tres, cuatro... Sus labios se movían mientras contaba.

Se me paró el corazón. ¿Iba a rodear el árbol contando caras y ángulos? ¿Iba a contradecirme?

Pero llegó hasta seis y se detuvo. Sabía que ella tenía razón.

Entonces, durante un curioso instante, simplemente se miraron. Él con expresión indecisa. ¿Quién era esa mujer? ¿Con qué autoridad le hablaba de la forma en que lo hacía? No era más que una institutriz provinciana con cara de torta, ¿no?

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