El cuento número trece (31 page)

Read El cuento número trece Online

Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
6.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.

—El día diecinueve —le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.

El calcetín gris de la señora Love

C
uando empezó a llover nos subimos la capucha y corrimos a refugiarnos en la iglesia. En el porche bailamos una pequeña giga para sacudirnos las gotas del abrigo y entramos. 

Nos sentamos en un banco cercano al altar, alcé la vista hasta el blanco techo abovedado y me quedé mirándolo hasta marearme.

—Háblame de cuando te encontraron —dije—. ¿Qué sabes al respecto?

—Sé lo que la señora Love me contó —respondió Aurelius—. Puedo contarte eso. Y no hay que olvidar lo de mi herencia.

—¿Tienes una herencia?

—Sí. No es mucho. No es lo que la gente suele considerar una herencia, pero así y todo... Ahora que lo pienso, puedo enseñártela más tarde.

—Me encantaría.

—Sí... Porque estaba pensando que a las nueve apenas se tiene hambre, pues se acaba de desayunar, ¿no crees? —Lo dijo con una mueca de pesar que se tornó en sonrisa con sus siguientes palabras—. Así que me dije, invita a Margaret al tentempié de las once. Bizcocho y café, ¿qué te parece? No te iría mal engordar un poco. Y entonces podría enseñarte mi herencia. Bueno, lo poco que hay que ver.

Acepté su invitación.

Aurelius se sacó las gafas del bolsillo y procedió a limpiarlas distraídamente con un pañuelo.

—Y ahora...

Lentamente, hizo una profunda inspiración; luego espiró despacio.

—Tal como me la contaron. La señora Love y su historia.

Su rostro adoptó una expresión neutra, señal de que, como hacen los cuentacuentos, estaba desapareciendo para dejar paso a la voz de la historia misma. Entonces comenzó a hablar, y desde sus primeras palabras pude oír, en las profundidades de su voz, la voz de la señora Love arrancada de la tumba por la evocación de su historia.

De su historia y la historia de Aurelius, y quizá la historia de Emmeline.

Esa noche el cielo estaba negro como boca de lobo y se avecinaba tormenta. El viento silbaba entre las copas de los árboles y la lluvia azotaba las ventanas. Yo estaba tejiendo en esta butaca, junto al fuego, un calcetín gris, el segundo, y ya iba por la curva del talón. De repente un escalofrío me recorrió el cuerpo. No porque tuviera frío, ni mucho menos. En el cesto había una buena brazada de leña que había traído del cobertizo esa misma tarde y acababa de echar otro leño al fuego. De modo que no tenía frío, nada de frío, pero es cierto que pensé: «Menuda nochecita, me alegro de no ser un pobre desgraciado atrapado en la intemperie lejos de su casa», y fue pensar en ese pobre desgraciado y sentir el escalofrío.

Dentro de casa reinaba el silencio, solo se oía el crepitar del fuego, el clic clic de la agujas de tejer y mis suspiros. ¿Mis suspiros, te preguntas? Pues sí, mis suspiros. Porque no era feliz. Me había dado por rememorar, y eso es un mal hábito para una cincuentona. Tenía un fuego que me daba calor, un techo sobre mi cabeza y una cena caliente en el estómago, pero ¿era feliz? No. Así que ahí estaba, suspirando sobre mi calcetín gris mientras la lluvia seguía cayendo. Al rato me levanté para ir a buscar a la despensa un trozo de pastel de ciruelas sabroso y esponjoso, bañado con coñac. No imaginas cómo me levantó el ánimo. Pero cuando regresé y recogí las agujas, el corazón me dio un vuelco. ¿Y sabes por qué? ¡Porque había tejido dos talones!

Eso me inquietó. Me inquietó mucho, porque yo soy cuidadosa cuando hago calceta, no una chapucera como mi hermana Kitty, y tampoco estaba medio ciega como mi pobre y anciana madre al final de sus días. Solo había cometido ese error dos veces en mi vida.

La primera vez que hice un talón de más yo era aún una muchachita. Era una tarde soleada y estaba sentada junto a una ventana abierta, aspirando los aromas de todo lo que estaba floreciendo en el jardín. En esa ocasión era un calcetín azul. Para... bueno, para un joven mozo. Mi prometido. No te diré su nombre, no es necesario. El caso es que estaba soñando despierta. Menuda boba. Soñaba con vestidos blancos y tartas blancas y todas esas tonterías. Entonces bajé la vista y vi que había tejido el talón dos veces. Ahí estaba, claro como el día. Una caña en canalé, un talón, más canalé para el pie y luego... otro talón. Me eché a reír. No importaba. Solo tenía que deshacerlo.

Acababa de sacar las agujas cuando vi que Kitty subía corriendo por el sendero del jardín. «¿Qué demonios le pasa —pensé— con todas esas prisas?» Tenía la cara blanca y en cuanto me vio por la ventana se detuvo en seco. Entonces supe que el problema no era suyo, sino mío. Abrió la boca, pero no pudo ni pronunciar mi nombre. Estaba llorando, y de repente lo soltó.

Había habido un accidente. Mi prometido había salido con su hermano para perseguir a un urogallo en un coto privado. Alguien los vio y se asustaron; echaron a correr. Daniel, su otro hermano, llegó primero a los escalones de la cerca y saltó. Mi prometido se precipitó. La escopeta se le quedó atascada en la verja. Hubiera debido tranquilizarse, tomarse su tiempo. Oyó unos pasos a su espalda y le entró el pánico. Tiró de la escopeta. El resto no hace falta que te lo cuente, ¿verdad? Puedes imaginarlo.

Deshice el punto. Todos esos nudos diminutos que haces uno detrás de otro, fila a fila, para tejer un calcetín, los deshice todos. Es fácil: sacas las agujas, das un pequeño tirón y se deshacen solos. Uno a uno, fila a fila. Deshice el talón de más y continué. El pie, el primer talón, el canalé de la caña. Todos esos puntos deshaciéndose mientras tiras de la lana. Finalmente no quedó nada por deshacer, solo una pila de lana azul arrugada en mi regazo.

Se tarda poco en tejer un calcetín y mucho menos en deshacerlo.

Supongo que hice un ovillo con la lana para poder tejer otra cosa, pero no lo recuerdo.

La segunda vez que tejí dos talones estaba empezando a envejecer. Kitty y yo estábamos sentadas aquí, junto al fuego. Hacía un año que su marido había fallecido, y casi un año que ella se había venido a vivir conmigo. Se estaba recuperando bien, pensé. Últimamente sonreía más. Se interesaba por las cosas. Podía escuchar el nombre de su marido sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Yo estaba tejiendo —un estupendo par de escarpines de dormir para Kitty, de lana de cordero suavísima, de color rosa, a juego con el camisón— y ella tenía un libro en la falda. Era imposible que lo estuviera leyendo, porque dijo:

—Joan, has tejido dos talones.

Sostuve el punto en alto. Tenía razón.

—Caramba —exclamé.

Kitty dijo que si hubiera sido su labor de punto no le habría sorprendido. Ella siempre estaba haciendo talones de más o no hacía ninguno. En más de una ocasión había tejido para su marido un calcetín sin talón, solo con caña y puntera. Nos reímos. Pero estaba sorprendida, dijo. Esos despistes no eran propios de mí.

Bueno, le dije, ya había cometido antes ese error. Una vez. Y le recordé lo que acabo de contarte, la historia de mi prometido. Mientras recordaba en voz alta deshice cuidadosamente el segundo talón y me dispuse a tejer la puntera. Para eso hace falta concentración y la luz empezaba a disminuir. El caso es que terminé la historia y mi hermana no dijo nada; supuse que estaba pensando en su marido. Era lógico, yo hablando de la pérdida que había sufrido tantos años atrás y ella con la suya tan reciente.

No quedaba apenas luz para terminar la puntera como es debido, de modo que dejé la labor a un lado y levanté la vista.

—¿Kitty? —dije—. ¿Kitty? No obtuve respuesta. Por un momento pensé que dormía, pero no estaba durmiendo.

Parecía tan serena. Tenía una sonrisa dibujada en el rostro. Como si se alegrara de reunirse con él, con su marido. En el rato que yo había estado escudriñando el calcetín en la penumbra, relatando mi antigua historia, ella se había ido con él.

Así pues, esa noche de cielo negro como boca de lobo me inquietó descubrir que había tejido dos talones. No me quedaba nadie a quien perder. Solo quedaba yo.

Miré el calcetín; lana gris. Una cosa sencilla. Para mí.

Probablemente no importaba, me dije. ¿Quién iba a echarme de menos? Nadie sufriría con mi partida, lo cual era una bendición. Y después de todo, yo por lo menos había tenido una vida, no como mi prometido. Recordaba el semblante de Kitty, con esa expresión feliz y serena. «No puede ser tan malo», pensé.

Me puse a deshacer el segundo talón. Para qué, te estarás preguntando. La verdad es que no quería que me encontraran con él. «Vieja torpe —me los imaginé diciendo—. La encontraron con el punto en la falda y adivina qué: había tejido dos talones.» No quería que dijeran eso, así que lo deshice. Y mientras lo hacía me fui preparando mentalmente para partir.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero en un momento dado un ruido logró abrirse paso hasta mis oídos. Procedía de fuera. Era un llanto, como el de un animal extraviado. Estaba absorta en mis pensamientos, sin esperar que nada se interpusiera entre mi final y yo, de modo que al principio no le hice caso. Pero volví a oírlo. Parecía que me estuviera llamando. Pues ¿quién más iba a oírlo en aquel lugar tan apartado? Pensé que a lo mejor era un gato que había perdido a su madre. Y aunque me estaba preparando para reunirme con mi Creador, la imagen del gatito con el pelaje empapado no me dejaba concentrarme. Entonces me dije que el hecho de que me estuviera muriendo no era razón para negar a una criatura de Dios un poco de alimento y calor. Y si te soy sincera, no me importaba la idea de tener una criatura viva a mi lado precisamente en aquel momento, así que fui hasta la puerta.

¿Y qué encontré?

Debajo del porche, protegido de la lluvia, había ¡un bebé! Envuelto en una tela de lona, maullando como un gatito. Pobre chiquitín. Estabas aterido, mojado y hambriento. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Me agaché y te recogí; en cuanto me viste dejaste de llorar.

No me entretuve fuera. Querías comida y ropa seca, de modo que no, no me detuve mucho tiempo en el porche. Solo una mirada rápida. Nada en absoluto. Nadie en absoluto. Únicamente el viento agitando los árboles en la linde del bosque y —qué extraño— humo elevándose en el cielo, a la altura de Angelfield.

Te estreché contra mí, entré en casa y cerré la puerta.

En dos ocasiones había tejido dos talones en un calcetín, y en ambas había tenido la muerte cerca. Esa tercera vez era la vida la que había llamado a mi puerta. Eso me enseñó a no darle demasiada importancia a las coincidencias. Además, después ya no tuve tiempo para pensar en la muerte.

Tenía que pensar en ti.

Y vivimos felices y comimos perdices.

Aurelius tragó saliva. Tenía la voz ronca y entrecortada. Las palabras habían salido de él como por ensalmo; palabras que había escuchado miles de veces de niño, repetidas en su interior durante décadas de adulto.

Finalizada su historia nos quedamos callados, contemplando el altar. Fuera la lluvia seguía cayendo pausadamente. Aurelius estaba quieto como una estatua, si bien yo sospechaba que sus pensamientos eran todo menos sosegados.

Eran muchas las cosas que podría haberle dicho, pero no dije nada. Aguardé a que regresara al presente a su ritmo. Cuando lo hizo, me habló:

—El problema es que esa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta... Antes de que oyera el ruido en la noche... Antes de que...

Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:

—Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia... significa que antes de eso... para que eso pueda ocurrir... por fuerza...

Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.

—Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que...

Other books

Gifts of the Blood by Vicki Keire
Slip Gun by J.T. Edson
My Sweetest Escape by Chelsea M. Cameron
The Art of Murder by Michael White
Pack Law by Marie Stephens
Darkness Bred by Stella Cameron
Toxic by Stéphane Desienne