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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (40 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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El techo, empujado por el peso de las vigas, se combó más y más; la escayola se resquebrajó. Polvo y fragmentos de yeso empezaron a caer, cada vez más, más rápidos y más gruesos. Mientras la casa se debilitaba, su poder para curarse sola, para mantenerse unida, se difuminó mientras su edad empezó a hacer mella. Don sólo se preocupó por Sylvie, aún sujeta por manos de yeso, manos de madera. No la soltaron, pero tampoco la sujetaban con fuerza. Estaban muertas. La casa había perdido su poder para formarlas, pero además había perdido su poder para absorberlas. Don usó la maza, y apuntó con cuidado para no romper los huesos de Sylvie. Golpeó una, dos, tres veces. Las manos de yeso se convirtieron en polvo. Las de madera se quebraron por las muñecas. Nada sujetaba ya a Sylvie. Quedó libre.

Tras ellos, la escalera, al no estar sujeta ya a nada por un lado, gimió, se hundió, se desplomó. Sylvie la miró, miró al techo que se agrietaba sobre ella mientras Don pugnaba con el cerrojo. La llave no estaba en la cerradura. Tenía una en el bolsillo, pero no iba a buscarla.

—Apártate —le dijo a Sylvie.

Ella se colocó tras él mientras blandía la maza por última vez y hacía saltar el cerrojo. La puerta se estremeció por el golpe y se abrió. Don agarró a Sylvie por la muñeca y la sacó medio a rastras al porche, que se combó y hundió bajo el peso de ambos. Don bajó los escalones, luego extendió los brazos y ella saltó, la cogió al vuelo, se dio la vuelta y salió corriendo a la lluvia, al viento, libre de la casa. La sostuvo en sus brazos, bailando de nuevo, sólo que esta vez no era un sueño de valses antiguos, ahora era real y frío y mojado y la mujer que tenía en sus brazos estaba viva y lloraba y reía de alegría.

Se detuvo. La besó. Sus labios estaban mojados por la lluvia, pero su boca era cálida, y ella le devolvió el abrazo, no livianamente, sino con brazos tensos y ansiosos.

22

Libertad

Una voz sonó en el patio.

—Perdón, ¿no tienen ustedes dos sentido común para guarecerse de la lluvia?

Miz Evelyn estaba tras la valla, empuñando un paraguas. Incluso a la luz de la farola parecía más fuerte que ayer. Revigorizada.

—Lo logramos, Miz Evelyn —dijo Don—. Enmendamos las cosas.

—La casa está más débil ahora, pero no está muerta.

—Lo estará pronto, y nosotros estamos vivos.

¡Por los pelos! Mírese, sangrando como un cerdo.

Era verdad. Aún manaba sangre de la herida de su mano. Ahora que reparó en ella, ahora que la adrenalina se agotaba, sintió el dolor.

Oh —gimió Sylvie—. Todavía tienes clavos en la cabeza. Date la vuelta.

—Vengan aquí —dijo Miz Evelyn—. Puedo ayudar.

Mientras rodeaban la valla y entraban en el patio de la cochera, Miz Judea salió al porche y les hizo señas de que se acercaran.

—Pónganse a cubierto de esa lluvia —dijo—. Vamos, tengo lo que necesitan.

De una jarra surgía vapor. Tendió una cesta llena de vendas y ungüentos. Parecía que alguno de ellos no había pasado la inspección de Sanidad, pero Don supuso que Gladys sabía cosas de las que Sanidad no había oído hablar, así que esperó en el porche mientras le quitaban los clavos de las piernas y la espalda.

—Alguien lo ha claveteado a base de bien —dijo Miz Judea. Entonces se echó a reír con tanta alegría que se podría pensar que no se había reído en años.

En cuanto pudo, Don se sentó en el balancín del porche y dejó que le quitaran la camisa y empezaran a untar sus heridas con apestosos bálsamos que picaban y luego le hicieron bien. Las ancianas se presentaron a Sylvie y Sylvie sonrió y se presentó a su vez. Don permaneció sentado, escuchando, profundamente cansado, pero también satisfecho.

—Así que es usted el espíritu que ha estado viviendo en esa casa todos estos años —dijo Miz Evelyn.

Sylvie se llevó la mano a la mejilla.

—Ya no —dijo.

—Se lo dije a Miz Judy aquí presente, dije que si alguien podía enmendar las cosas, era ese muchacho, Don Lark.

—No dijiste nada de eso —replicó Miz Judea—. Dijiste que nadie podría arreglar nada.

—La memoria es lo primero que se pierde.

Un hombre en chandal que llevaba un paraguas cruzó la calle para acercarse.

—¿Qué está pasando en esa vieja casa? —preguntó—. Me ha parecido oír un estrépito. Y a una mujer gritando.

—Me temo que éramos nosotros —dijo Don—. La estaba renovando. No era tan recia como parecía. Una pared maestra se desplomó.

—Habría que derribar esa casa.

—Y a mí me lo dice. No voy a pasar otra noche más bajo ese techo. Haré que un equipo de demolición la eche abajo mañana a primera hora.

—Espere a que sean después de las ocho, ¿quiere? —dijo el vecino.

—Cuente con ello.

—¿Puedo ofrecerle un poco de café? —dijo Miz Judea.

—No, gracias, señora. Lo que no quiero es estar despierto.

—Han escapado con vida por los pelos —dijo Miz Evelyn.

—Sí, bueno, nadie ha resultado herido, ¿verdad?

—Todos estamos bien —dijo Don. Y de hecho, con los bálsamos de Gladys en su cuerpo y Sylvie en carne y hueso ante él, era cierto.

El vecino se marchó corriendo.

—Creo que empieza a llover menos —dijo Miz Evelyn.

—Me encanta la lluvia —dijo Sylvie.

—También le encantará el sol, cuando sea de día —intervino Miz Judea—. Ahora meta en casa a ese pobre muchacho y que se acueste. Me temo que tendrá que comprarse ropa nueva. Todo lo que tiene está en esa casa o lleno de agujeros y manchado de sangre.

—Supongo que podré ir de compras por la mañana —dijo Sylvie. Entonces se echó a llorar—. Oh, Don. Puedo ir de compras. Puedo salir.

Por respuesta, él le cogió la mano, y rodeados por las dos ancianas entraron en la casa.

Una semana más tarde la demolición quedó terminada. Don nunca volvió a entrar en la casa. Tenía miedo de que algún rastro de Lissy continuara vivo allí dentro. No quería volver a oír su voz. No quería entrar en su cubil, donde la casa y ella podían tener guardado en la manga un último truco. Así que dio por perdidas sus herramientas. Lo único que podría haber echado de menos eran sus fotos de Nellie, pero las tenía en la guantera de la camioneta. Así que podía perder el resto.

A medida que la casa fue derribada, las ancianas se animaron y se llenaron de fuerzas y empezaron a dar paseos por el barrio. Sylvie llamó a un cerrajero para que le hiciera llaves nuevas para el Saturn, y después de que Don retirara todo lo que pudiera recordar a su antigua propietaria, empezó a conducir y a llevar a Miz Evelyn y a Miz Judea a todas partes con ella. Las tres pronto fueron uña y carne. Don se quedó con Gladys en el piso de arriba.

Con herramientas nuevas desmanteló con cuidado la puerta de su habitación y colocó tablones y una alfombra en la escalera para convertirla en una larga y suave pendiente. Abrió la puerta principal, cortando parte de la pared, e hizo rampas para salir al porche y el jardín. Un desfile de médicos vino a examinarla, para juzgar si podría moverse. Llegaron a un acuerdo con un sanatorio, y alquilaron una furgoneta para trasladarla.

El día que la demolición estuvo terminada, se lo llevaron todo y cubrieron el agujero de los cimientos, levantaron a Gladys de su cama, y con la ayuda de cuatro hombres del sanatorio, logró pasar por la puerta ampliada, salir de su cuarto y bajar muy despacito la rampa alfombrada. En la planta de abajo la subieron a tres camillas juntas y la sacaron por la abertura en la pared de la casa hasta la calle, donde esperaba la furgoneta.

—¡Vamos a la granja de gordos! —exclamó cuando vio la furgoneta—. ¡Dentro de este cuerpo hay catorce mujeres delgaduchas que se mueren por salir!

—Tú haz sólo lo que te digan los médicos —dijo Miz Judea.

—Te visitaremos todos los días —dijo Miz Evelyn.

—No, ni hablar —respondió Gladys—. Será muy aburrido para vosotras, y si os digo la verdad me vendrá bien un descanso y no tener que miraros todos los días. Naturalmente, lo digo con toda la amabilidad del mundo.

Tardaron otros veinte minutos de duro trabajo, pero por fin metieron a Gladys en la furgoneta, sentada en el colchón de tamaño gigante con una enorme pila de almohadas a su alrededor. Dos auxiliares viajarían con ella, controlando sus signos vitales durante todo el trayecto.

Sylvie y Don y Evelyn y Judea se reunieron ante las amplias puertas traseras de la furgoneta para decir adiós.

—Os dije que no me visitarais todos los días, pero eso no quería decir que me olvidarais. —Gladys señaló a Don en particular—. Soy una compañía encantadora, y además, me lo debe.

—Estaremos allí —dijo Don—. Incluso celebraremos allí la boda, si usted quiere, para que pueda asistir. Nada rebuscado. Sólo nosotros cinco y algún predicador o alguien para que sea legal.

—Y gracias por derribar la casa para permitirme salir —dijo ella—. Cuando no tuve que luchar contra esa maldita mansión pensé que me iba a volver loca si me quedaba en esa habitación otro minuto más.

—Lo comprendo —dijo Sylvie.

—Vamos, chicos, llevadme a la granja de gordos —le dijo Gladys a los auxiliares—. ¡Adiós, Evvie, prima Judy! ¡Voy a echar de menos vuestra cocina!

Se despidieron mientras el conductor cerraba las puertas traseras de la furgoneta. Luego, miraron cómo se alejaba.

Don se acercó al cartel de SE VENDE en el césped de la cochera, y luego al agujero que había en la pared delantera de la casa.

—Supongo que tendré que trabajar un poco antes de que esta casa se pueda poner a la venta.

—Y será usted muy amable al hacerlo por nosotras —dijo Miz Evelyn.

—No hace falta que esta casa acabe como la otra —dijo Miz Judea.

Todos contemplaron el terreno recién nivelado donde antes se alzaba la vieja casa Bellamy. Era difícil pensar que aquel solar era lo bastante grande para albergar una casa tal, ni que se hubiera alzado una vez entre los árboles.

—Era una casa hermosa —dijo Don.

—Construida con amor —añadió Sylvie.

—Demasiado fuerte por su propio bien —dijo Miz Judea.

—Pero me encantaba —dijo Miz Evelyn.

—Demasiados secretos feos —dijo Miz Judea.

—Viví contenta en ella —dijo Sylvie—. Durante diez años.

—Muerta pero feliz —dijo Miz Judea.

—No —corrigió Sylvie—. Ahora soy feliz.

Le cogió la mano a Don.

—¿Cómo pueden ser felices? —preguntó Miz Judea—. No tienen dinero. Lo perdió usted todo cuando derribó esa casa.

—Me quedan unos pocos miles —dijo Don.

—No lo estropee ahora diciendo que es todo lo que necesita —dijo Miz Evelyn. Rebuscó en su gran bolso y sacó una pegatina de VENDIDO. Quitó la parte de atrás y la pegó en el cartel de SE VENDE.

—¿Ya la han vendido? —preguntó Don.

—Este muchacho es un poquito espesito, ¿no? —le preguntó Miz Judea a Sylvie.

—Creo que nos están regalando la casa, Don.

—No —dijo Don—. La necesitan ustedes.

—Ya he tenido suficiente de esta casa, Don Lark. Quiero un apartamentito mono donde otra persona se encargue del jardín mientras yo veo la tele o voy al cine.

—Ya nos hemos puesto de acuerdo en eso —dijo Evelyn—. Sigo tratando de convencerla de que venga a un crucero conmigo.

—Nada de barcos ni aviones —dijo Miz Judea.

—Es sólo una vieja. No hay duda.

—Tenemos ahorros de sobra —dijo Miz Judea—. No necesitamos la casa. Y tampoco tenemos ninguna atadura sentimental hacia ella, así que cuando haya reparado todos los daños, puede ir y venderla usted mismo e irse a otra parte, ¿entendido? Sé que no querrán vivir al lado de un sitio donde han pasado tantas cosas malas. Puede que la casa haya desaparecido, pero los recuerdos no.

—Pero si estamos bien —dijo Don—. Yo arreglaré la casa, pero el dinero será para ustedes…

Miz Evelyn sacudió la cabeza y le cubrió la boca con una mano.

—Alguna gente no sabe cuándo cerrar el pico y decir gracias.

—Me da pena ese tipo de gente —dijo Miz Judea—. ¿Verdad, Sylvie?

Ella se echó a reír y Don se echó a reír y la discusión terminó.

—Se lo haremos saber cuando cerremos el trato —dijo Miz Evelyn.

Un taxi aparcó en la acera. Las ancianas se pusieron inmediatamente en movimiento, le dijeron al conductor que pusiera el equipaje en el maletero y, cuando no quedó espacio, en el asiento delantero para que ellas pudieran sentarse detrás. Y unos cuantos minutos más tarde, se marcharon.

Solos ahora, Don y Sylvie subieron la rampa hasta la casa abierta que les acababan de regalar. Sylvie caminó tocando los adornos, las fotos, los muebles, los detalles de medio siglo de vida.

—No pueden pretender dejar todo esto atrás —dijo.

—Creo que sí —contestó Don—. Han acabado con todo ello. Ya no les importa.

—Supongo que lo sabes bien.

—Lo he dejado todo atrás antes. Lo perdí todo. Ahora sólo me aferro a una cosa. —Le cogió la mano.

—Don —dijo ella—. Mírame.

Él la miró a la cara.

—¿Ahora que parezco Lissy, soy más bonita?

Él se echó a reír como si fuera una pregunta loca, pero ella le agarró la mano con más fuerza e insistió.

—Tengo que saberlo, Don.

—Sylvie, no puedo decírtelo, porque sólo vi la cara de Lissy durante unos pocos segundos antes de que se marchara y ésta se convirtiera en tu cara.

—Sigue siendo la cara que veía todos aquellos años cuando la miraba. Ahora no me gusta mirarme en el espejo. Me pone enferma, me entristece. Y saber que cuando me miras la ves a ella…

—No, no, no pienses así. No es su cara, ni por un momento. Ella nunca sonrió como lo haces tú. Nunca miró a través de esos ojos con tu alma. La vi en el salón de baile, lo cansada y amargada que parecía, cínica, de aspecto vulgar. Y luego apareciste tú dentro de esa cara, Sylvie, y te habría reconocido aunque no hubiera visto la transición. Todos los gestos, todas las expresiones faciales. La manera en que te ríes, la forma en que sonríes, es a ti a quien estoy viendo, y la cara lo parecerá más y más a medida que pase el tiempo. ¿No lo ves, Sylvie? Los hombres que la miraban a ella y la preferían a ti… eran su clase de hombre, eso es todo. Yo no lo soy. Yo soy tu clase de hombre.

Ella estudió sus ojos, creyéndolo, no creyéndolo, creyéndolo de nuevo.

—Oh, demonios —dijo Don—. Supongo que tendré que pasarme los próximos cincuenta o sesenta años convenciéndote.

—Vale —dijo ella—. Eso podría funcionar. Supongo que los dos somos propiedad dañada.

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