—Por favor, señor Wolsey —se trastabilló el señor Pemberly, cuya marca se oscureció hasta un púrpura furioso—, le ruego, po-po-por favor, que guarde silencio un mo-mo-momento más mientras a-a-acabo.
—Le voy a demandar, gusano mugriento. Sé que era usted, cuchicheando al oído de mi tía…
—Señor Wolsey, po-po-por favor, se lo ruego.
El señor Pemberly continuó con la lectura, alentado por un gesto amable de Dolly:
—«Lego el resto de mis bienes y patrimonio, incluyendo la casa del número 7 de Campden Grove, en Londres, con la excepción de los pocos artículos mencionados en lo sucesivo, al albergue de animales Kensington». —El hombre alzó la vista—. Le ha sido imposible al representante de dicho albergue asistir hoy… —Más o menos en ese momento, Dolly dejó de oír nada salvo el ruido ensordecedor de las campanas de la traición.
Lady Gwendolyn, por supuesto, había dejado una disposición para «mi joven acompañante, Dorothy Smitham», pero Dolly estaba demasiado conmocionada para escuchar. Solo más tarde, en la intimidad de su propio dormitorio, al estudiar la carta que el señor Pemberly había dejado en sus manos temblorosas mientras sorteaba las amenazas de lord Wolsey, comprendió que su herencia constaba de una pequeña selección de abrigos del vestidor. Dolly reconoció los artículos mencionados al instante. Con la excepción de un abrigo de piel blanco más bien ajado, los había donado todos en las sombrereras que regalaba con alegría al dispositivo del SVM organizado por Vivien Jenkins.
Dolly estaba lívida de rabia. Le hervía la sangre. Después de todo lo que había hecho por esa anciana, las numerosas indignidades que hubo de soportar (esas uñas de los pies, esas orejas que debía limpiar), las raciones diarias de veneno que había aguantado. No lo había sufrido con gusto (ni Dolly trataría de negarlo), pero lo había sufrido de todos modos, y al final para nada. Lo había dado todo por lady Gwendolyn; creyó que era como de la familia; le habían hecho creer que una gran herencia le aguardaba, el señor Pemberly más recientemente, pero también lady Gwendolyn en persona. Dolly no lograba entender qué habría motivado ese cambio de opinión.
A menos que… La respuesta cayó como un hacha, rápida y fatídica. Las manos de Dolly comenzaron a temblar y la carta del abogado rodó por el suelo. Por supuesto, todo encajaba a la perfección. Vivien Jenkins, esa mujer rencorosa, había visitado a lady Gwendolyn después de todo; era la única explicación posible. Debió de sentarse junto a la ventana, a la espera de una ocasión propicia, una de esas raras ocasiones de las últimas semanas en que a Dolly no le quedó más remedio que salir de la casa para hacer un recado. Vivien había esperado y luego se lanzó sobre su presa; se sentó junto a lady Gwendolyn, llenando la cabeza de la anciana de mentiras sórdidas acerca de Dolly, quien no había hecho nada salvo velar por los intereses de la gran dama.
El primer acto del albergue de animales Kensington como propietario del número 7 de Campden Grove fue ponerse en contacto con el Ministerio de Guerra y solicitar que se buscase otro alojamiento para las oficinistas. La vivienda se iba a convertir de inmediato en una clínica veterinaria y centro de rescate. La medida no preocupó a Kitty y Louisa, las cuales se casaron con sendos pilotos a principios de febrero, con escasos días de diferencia; las otras dos chicas pasaron tan desapercibidas en la muerte como en la vida, pues el 30 de enero las alcanzó una bomba mientras iban juntas del brazo a un baile en Lambeth.
De modo que solo quedaba Dolly. No era fácil encontrar alojamiento en Londres, no para alguien acostumbrado a lo mejor de la vida, y Dolly miró tres miserables tugurios antes de regresar a la pensión de Notting Hill en la que había vivido dos años atrás, en sus días de tendera, cuando Campden Grove era apenas un nombre en un plano y no el origen de los mayores sueños y decepciones de su vida. La señora White, la viuda propietaria del 24 de Rillington Place, estaba encantada de ver a Dolly de nuevo (aunque «ver» era una descripción demasiado optimista: sin sus gafas, la viejecita estaba ciega como un murciélago), más encantada aún de informarla de que su antigua habitación estaba disponible…, en cuanto pagara la señal y le entregara su libreta de racionamiento, por supuesto.
No era de extrañar que la habitación aún estuviese libre. Ni siquiera en el Londres de los tiempos de la guerra, pensó Dolly, habría personas tan desesperadas como para pagar un buen dinero por dormir entre estas paredes. Era más una improvisación, en realidad, que un cuarto: lo que quedaba cuando la habitación de una casa era dividida en dos mitades desiguales. La ventana correspondió a la otra parte, lo cual dejó un área diminuta y lúgubre, muy similar a un armario, del lado de la pared de Dolly. Había espacio para una cama estrecha, una mesilla, un pequeño lavabo y poco más. No obstante, sin apenas luz ni ventilación, el precio era bajo y Dolly no necesitaba mucho espacio: todo lo que poseía cabía en la maleta con la que salió de la casa de sus padres tres años antes.
Una de las primeras cosas que hizo al llegar fue colocar sus dos libros,
La musa rebelde
y el Libro de Ideas de Dorothy Smitham, en el único estante, encima del lavabo. Una parte de ella no quería ni volver a ver el libro de Jenkins, pero tenía tan pocos bienes y a Dolly le gustaban tanto los objetos especiales que no logró prescindir de él. Al menos, no todavía. En cambio, dio la vuelta al libro, de modo que el lomo quedase contra la pared. Aun así, el estante ofrecía un aspecto tristón, de modo que Dolly añadió la cámara Leica que Jimmy le había regalado en un cumpleaños. La fotografía no llegó a despertar su interés (exigía demasiada inmovilidad y paciencia), pero la habitación era tan inhóspita y desolada que habría alardeado con orgullo del inodoro, de haberlo tenido. Al fin, tomó el abrigo de piel que había heredado y lo colgó de una percha que dejó en el gancho de la puerta: así lo veía bien desde cualquier lado del exiguo cuarto. Ese viejo abrigo blanco se había convertido en un emblema de todos los sueños de Dolly que habían acabado hechos jirones. Lo contemplaba, se soliviantaba y descargaba toda la furia que sentía contra Vivien Jenkins en esas pieles ajadas.
Dolly encontró trabajo en una fábrica de municiones cercana, pues la señora White no habría dudado en echarla a la calle en caso de no pagar el importe semanal, y porque era ese el tipo de trabajo que se podía hacer sin prestarle la menor atención. Con lo cual, la mente de Dolly podía regodearse en las afrentas sufridas. Llegaba a casa por la noche, se forzaba a engullir el estofado de ternera de la señora White, tras lo cual dejaba al resto de las jóvenes, que se reían juntas de sus novios y gritaban a lord Haw-Haw cuando aparecía en la radio, y se dirigía a su angosto lecho, donde fumaba el último paquete de cigarrillos y pensaba en todo lo que había perdido: la familia, lady Gwendolyn, Jimmy… Evocaba, también, cómo Vivien había dicho: «No conozco a esta mujer» (sus recuerdos siempre volvían a esas palabras) y veía a Henry Jenkins señalando la puerta, y sentía de nuevo olas de calor y frío a lo largo del cuerpo.
Y así era un día tras otro, hasta que una noche, a mediados de febrero, ocurrió algo diferente. La mayor parte del día fue como los otros: Dolly trabajó dos turnos en la fábrica y se detuvo a comprar la cena en un restaurante cercano, por la sencilla razón de que no aguantaba los estofados infames de la señora White. Se quedó ahí sentada, en un rincón, hasta la hora del cierre, observando a los otros comensales tras el humo del cigarrillo, en especial a las parejas y sus besos robados sobre los manteles, que reían como si el mundo fuera un buen lugar. Dolly apenas recordaba sentirse así, rebosante de alegría, felicidad y esperanza.
De regreso a la pensión, atajando por un estrecho callejón mientras los bombarderos sonaban en la distancia, Dolly se tropezó en pleno apagón (se había dejado la linterna en Campden Grove cuando hubo de marcharse, por culpa de Vivien) y cayó en el boquete de una explosión. Dolly se torció el tobillo y la rodilla manchó de sangre la nueva carrera de sus mejores medias, pero fue su orgullo lo que se llevó el peor golpe. Tuvo que recorrer el camino de regreso a la pensión de la señora White (Dolly se negaba a llamarlo hogar: no era su casa, pues su casa le había sido arrebatada… por culpa de Vivien) cojeando, sumida en el frío y la oscuridad, y, cuando al fin llegó a la puerta, ya estaba cerrada a cal y canto. El toque de queda era algo que la señora White se tomaba a rajatabla; no por Hitler (si bien albergaba el temor de que el 24 de Rillington Place figurase entre sus principales objetivos), sino para dar ejemplo a los inquilinos más bohemios. Dolly apretó los puños y cojeó hacia el callejón lateral. Sentía un dolor punzante en la rodilla e hizo una mueca de dolor al trepar por la pared, sirviéndose del viejo cerrojo de hierro para apoyarse. Durante el apagón la oscuridad era más intensa de lo habitual y aquella noche no había luna, pero, de alguna manera, consiguió encaramarse en lo alto de la montaña de escombros del jardín de atrás para llegar a la ventana del pestillo roto. Tan silenciosamente como le fue posible, Dolly presionó con el hombro hasta que el cerrojo cedió y pudo entrar.
El vestíbulo apestaba a aceite rancio y frituras de carne barata, y Dolly contuvo el aliento al subir las escaleras mugrientas. Cuando llegó a la primera planta, notó una fina franja de luz bajo la puerta de la señora White. Nadie sabía con certeza qué ocurría detrás de esa puerta, salvo que era rara la noche que la luz de la señora White se apagaba antes de que entrara la última chica. Por lo que Dolly imaginaba, quizás se comunicara con los muertos o enviara mensajes cifrados por radio a los alemanes, y francamente no le importaba. Mientras la mantuviese ocupada en tanto que los inquilinos más tunantes volvían a hurtadillas, todo el mundo estaba contento. Dolly continuó a lo largo del pasillo, con especial cuidado de evitar los tablones más ruidosos, abrió la puerta de la habitación y se encerró en el interior, a salvo.
Solo entonces, con la espalda apoyada contra la puerta, Dolly se entregó al fin al dolor punzante que se había acumulado dentro del pecho durante toda la noche. Sin ni siquiera soltar el bolso en el suelo, comenzó a llorar como una niña, lágrimas ardientes de vergüenza, dolor e ira. Se miró la ropa andrajosa, la rodilla herida, la sangre mezclada con arena por todas partes; intentó contener las lágrimas para observar la habitación espantosa, diminuta y parca, la colcha con agujeros, el lavabo con manchas marrones alrededor del desagüe; y comprendió, con una certeza aplastante, que no había nada en su vida que fuese bueno, bello o verdadero. Sabía, además, que todo era culpa de Vivien Jenkins…, todo: la pérdida de Jimmy, la indigencia de Dolly, el trabajo tedioso en la fábrica. Incluso el percance de esta noche (la rodilla desgarrada y las medias rotas, llegar a la pensión cuando ya estaba cerrada, sufrir la humillación de entrar a hurtadillas en un lugar donde pagaba un dineral) no habría sucedido si Dolly no se hubiese fijado en Vivien, si no se hubiese ofrecido a devolver ese collar, si no hubiese tratado de ser una buena amiga de esa mujer indigna.
La mirada llorosa de Dolly se posó en el estante que contenía su Libro de Ideas. Vio el lomo del libro doblado hacia dentro y en su interior el dolor aumentó hasta estallar. Dolly se abalanzó sobre el libro. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y los dedos pasaron frenéticos las páginas hasta llegar a la parte donde había recogido y pegado, con tanto cariño, las fotografías de sociedad de Vivien Jenkins. Eran fotografías que miraba absorta antaño, que memorizó y le sirvieron de modelo en cada detalle. No podía creer lo estúpida que había sido, cómo se había engañado.
Con todas sus fuerzas, Dolly arrancó esas páginas del libro. Las rasgó como una gata salvaje, redujo la imagen de esa mujer a los jirones más diminutos; canalizó toda su rabia en esa tarea. Esa Vivien Jenkins que miraba a la cámara con discreción (
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), sin ofrecer nunca una sonrisa plena (
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), a ver cómo se sentía cuando la trataban como a un trozo de basura (
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).
Dolly estaba lista para continuar con el destrozo (con mucho gusto lo habría hecho toda la noche) cuando algo le llamó la atención. Se quedó de piedra y miró más de cerca el trozo que tenía entre manos, con la respiración entrecortada… Sí, ahí estaba.
En una de las fotografías, el medallón se había salido del interior de la blusa de Vivien y era claramente visible, sobre el volante de seda. Dolly tocó ese lugar con un dedo y dio un grito helado al experimentar el dolor del día que devolvió el medallón.
Tras dejar ese fragmento en el suelo, junto a ella, Dolly apoyó la cabeza contra el colchón y cerró los ojos.
La cabeza le daba vueltas. La rodilla le dolía. Estaba exhausta.
Sin abrir los ojos, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno, que fumó abatida.
La herida aún estaba fresca. Dolly recreó de nuevo la escena entera: Henry Jenkins, que abre la puerta de modo imprevisto, las preguntas que le hizo, su sospecha evidente acerca del paradero de su esposa.
¿Qué habría ocurrido, se preguntó, si hubiesen dispuesto de un poco más de tiempo juntos? Ese día tuvo en la punta de la lengua corregirlo, explicarle cómo eran los turnos en la cantina. ¿Y si lo hubiese hecho? Podría haber dicho: «No, señor Jenkins, me temo que eso no es posible. No sé qué le dirá, pero Vivien no aparece por la cantina más de, eh…, una vez por semana».
Pero Dolly no dijo ni una palabra al respecto. Había desaprovechado su única oportunidad de decir a Henry Jenkins que no eran imaginaciones suyas, que su esposa se dedicaba a otros asuntos más de lo que le habría gustado. Había desaprovechado su única oportunidad de sumir a Vivien Jenkins en medio de un estupendo embrollo. Ya no era posible decírselo ahora. Henry Jenkins ni se dignaría a mirar a Dolly dos veces, no ahora que, gracias a Vivien, la consideraba una criada ladronzuela, no ahora que vivía en semejante precariedad y, ciertamente, no sin prueba alguna.
Era una situación desesperada… Dolly expulsó una larga y triste columna de humo. A menos que viese a Vivien abrazada a un hombre, a menos que lograse una fotografía de la pareja, una imagen que confirmase los miedos de Henry, era inútil. Y Dolly no tenía tiempo para esconderse en callejones oscuros, explorar hospitales desconocidos y encontrarse, casi de milagro, en el sitio justo, en el momento adecuado. Quizá, si supiese dónde y cuándo Vivien se vería con su doctor…, pero ¿qué posibilidades tenía?