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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (50 page)

BOOK: El décimo círculo
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—Minnie es mi segunda mamá, ¿sabes? —dijo Aurora—. Soy adoptada. Aquí las familias son así. Si se muere un bebé, una hermana o una tía puede darte el suyo. Cuando Cane murió, nací yo, y mi mamá me envió para ser la hija de Minnie también. —Se encogió de hombros—. Yo voy a dar en adopción a mi bebé a la prima de mi mamá biológica.

—¿Se lo vas a dar sin más? —dijo Laura, asombrada.

—No se lo voy a dar y ya está. Será como si nos tuviera a las dos.

—¿Y el padre del niño? —preguntó Laura—. ¿Aún seguís juntos?

—Voy a verlo una vez por semana más o menos —dijo Aurora.

Laura dejó de caminar. Estaba hablando con una chica yup’ik que estaba embarazada, pero veía la cara de Trixie y oía la voz de Trixie. ¿Cómo habrían ido las cosas si Laura hubiera estado en su lugar cuando Trixie había conocido a Jason, en vez de tener su propia aventura? ¿Habría llegado a salir su hija con él? ¿Se habría sentido tan deprimida cuando rompieron? ¿Habría ido a esa fiesta nocturna en casa de Zephyr? ¿La habrían violado?

Para cada acción había una reacción opuesta. Pero tal vez era posible subsanar las propias equivocaciones evitando que otra persona cometiera los mismos errores de apreciación.

—Aurora —dijo Laura con voz pausada—, me encantaría conocerlo. A tu chico.

La joven yup’ik sonrió, alborozada.

—¿De verdad? ¿Ahora?

—Sería estupendo.

Aurora la cogió de la mano y la llevó por las calles de Akiak. Al llegar a un edificio gris bajo y alargado, Aurora subió con estrépito por la rampa de madera.

—Tengo que hacer una pequeña visita a la escuela. Será sólo un segundo —le dijo.

Las puertas no estaban cerradas con llave, aunque no había nadie dentro. Aurora accionó un interruptor de la luz y se precipitó hacia una habitación contigua. Laura se bajó la cremallera del abrigo y echó una ojeada al gimnasio, a la derecha, cuyo suelo de madera encerado relucía. Si observaba con atención, ¿podría ver aún la sangre de Cane? ¿Podría volver a seguir los pasos de Daniel todos esos años, que le habían llevado lejos de allí para acabar cruzándose en su vida?

La distrajo el ruido de… Bueno, no podía ser la cadena de una cisterna, ¿verdad? Empujó la puerta por la que había entrado Aurora, en la que había un rótulo que decía: «
Nas’ak
». Aurora estaba de pie, delante de un funcional lavabo de porcelana blanca con ¡agua corriente!

—A éste le ha dado por sentarse encima de mi vejiga —dijo Aurora con una sonrisa.

—Pero aquí hay sanitarios… —Laura miró a su alrededor. En un estante superior del habitáculo, había diversas prendas de ropa envueltas en paños: bragas y sujetadores, camisetas de manga larga, calcetines.

—Sólo en la escuela —dijo Aurora—. Hay días en que la cola de chicas que vienen a lavarse el pelo sale por la puerta. Es el único lugar en el que no se te queda como un bloque.

Le preguntó a Laura si quería utilizar los servicios, o quizá utilizar no era en realidad la palabra, sino más bien «disfrutar de o dar gracias por». Después salieron de nuevo al frío exterior.

—¿Tu novio vive muy lejos? —preguntó Laura, mientras se preguntaba qué sucedería si regresaba Daniel y ella había desaparecido.

—Está en lo alto de la colina —dijo Aurora, pero, al llegar a lo alto de la cuesta, Laura no vio casas por ninguna parte. Siguió a Aurora hasta el interior de una valla de estacas, con cuidado de no salirse del camino pisado para no meterse en los ventisqueros que le llegaban hasta la cadera. En medio de la oscuridad, tardó unos minutos en darse cuenta de que estaban caminando por el extremo de un pequeño cementerio, sembrado de cruces de madera blancas casi totalmente enterradas en la nieve.

Aurora se detuvo en una tumba más despejada que el resto. Había un nombre grabado en la cruz de madera: «Arthur M. Peterson, 5 de jumo de 1982 - 30 de marzo de 2005».

—Era
musher
, estaba con sus perros, pero era finales de marzo y el hielo se resquebrajó. Cayó dentro. El perro guía mordió la correa y vino corriendo hasta casa. En cuanto vi al perro supe que había pasado algo, pero, cuando llegamos al río, Art y el trineo se habían hundido. —Miró a Laura—. Al cabo de tres días supe que estaba embarazada.

—Cuánto lo siento.

—Oh, no tienes por qué —dijo Aurora con franqueza—. Seguro que estaba bebiendo cuando se metió en la pista, como de costumbre. —Mientras hablaba, sin embargo, se había agachado y limpiaba con dulzura la cruz de la nieve más reciente.

Laura se volvió para que Aurora tuviera un poco de intimidad y vio otra cruz que habían despejado con cuidado. Delante de la lápida había una colección de marfil: colmillos de mamut, enteros y fragmentados, algunos casi tan altos como la cruz de madera. En cada colmillo había numerosas flores talladas con exquisito detalle: rosas, orquídeas y peonías, altramuces, nomeolvides y orquídeas silvestres. Era como un jardín desprovisto de todo su color pero en absoluto de su belleza. Flores que jamás se marchitarían, que florecerían incluso en medio del más hostil de los climas.

Se imaginó al artista que había elaborado esos grabados, caminando entre el aguanieve, el granizo y las tormentas de hielo para plantar ese jardín imperecedero. Era exactamente el tipo de idealismo y de pasión romántica que habría esperado de Seth, que le dejaba poemas entre las confusas hojas de su agenda de compromisos y en la estirada boca de su monedero.

Melancólica, Laura se puso a imaginar cómo sería que te amasen de una forma tan profunda. Se imaginó una cruz de madera con su propio nombre. Vio a alguien que luchaba contra los elementos para llevarle obsequios a la tumba. Pero, cuando vislumbró al hombre que lloraba a la que había perdido para siempre, no era Seth.

Era Daniel.

Laura barrió la nieve de la lápida, para saber la identidad de la mujer inspiradora de esa devoción.

—Oh, ahora te la iba a enseñar —dijo Aurora en el momento en que Laura leía el nombre de la inscripción: «Annette Stone». La madre de Daniel.

Trixie se había ausentado sin permiso. No sabía decir por qué se sentía culpable, teniendo en cuenta sobre todo que, para empezar, ella no tenía por qué estar trabajando en el punto de control de Tuluksak. Corría junto a Willie en la oscuridad, dejando una efímera estela de las pequeñas bocanadas de su respiración.

Como había prometido, Willie había vuelto a la escuela, y eso que Trixie no había esperado que lo cumpliera. Ella había pensado dejar el abrigo en manos de algún voluntario cuando estuviera preparada para irse… en el momento y lugar que fuera. Pero Willie se había presentado cuando Trixie estaba aún haciendo de canguro de Joseph. Se había arrodillado al otro lado del viejo, que roncaba, y le había sacudido la cabeza. Él conocía a Joseph, por lo visto todo el mundo lo conocía en un radio de ocho pueblos a la redonda, y es que Joseph no discriminaba personas ni lugares cuando se trataba de ir de juerga. Los yupiit le llamaban
Kingurauten
(Demasiado tarde). Joseph, porque le había prometido a una mujer que volvería y había aparecido una semana después de su muerte.

Willie había ido para invitar a Trixie a un baño de vapor. Ella no sabía muy bien lo que era eso, pero sonaba a música celestial después de dos días enteros tiritando sin parar. Había seguido a Willie, pasando de puntillas junto a Joseph y junto a los Voluntarios Jesuitas que dormían, hasta salir por la puerta principal de la escuela.

Corrían. La noche se había extendido como una capa de hielo que recubría la bóveda celeste. Las estrellas no dejaban de caer a los pies de Trixie. Era difícil determinar si era la belleza desnuda de ese lugar lo que la dejaba sin aliento o era la crudeza del frío. Willie aminoró el paso al llegar a una callejuela estrecha flanqueada de casas diminutas.

—¿Vamos a tu casa? —preguntó Trixie.

—No, está mi padre y, cuando yo me he ido, estaba bebiendo. Vamos a casa de mi primo. Se estaba dando un baño de vapor con unos amigos suyos, pero luego se iban río abajo, a ver un partido de baloncesto de la liga de ciudades.

Varios perros encadenados en el exterior de unas casas se pusieron a ladrar. Willie buscó con torpeza la mano de Trixie, seguramente para tirar de ella y que avanzara más de prisa, pero si ésa era la intención, no sirvió de nada. Dentro de Trixie todo era cada vez más lento: los latidos de su corazón, la respiración, la sangre.

Aunque Janice ya la había aleccionado sobre lo contrario, Trixie había creído que nunca jamás iba a volver a querer que otro tipo le pusiera las manos encima. Pero, cuando Willie la tocó, fue incapaz de recordar siquiera cuál era la sensación al tocar a Jason. Era casi como si el uno anulara al otro. Sabía una cosa: la piel de Willie era más suave que la de Jason. Su mano se amoldaba más al tamaño de la suya. Los músculos de sus antebrazos no eran macizos, producto de un millón de lanzamientos del
puck
, sino finos y fibrosos, casi esculpidos. Eso no tenía ninguna lógica, dada la diferente educación de ambos, pero la invadía la extraña sensación de que ella y Willie eran iguales, que ninguno de ellos tenía el control, pues ambos se mostraban asustadizos en compañía del otro.

Se detuvieron detrás de una de las casas. A través de la luz amarillenta de las ventanas, Trixie vio una exigua sala de estar, con un solo sofá, y unos jóvenes poniéndose los abrigos y las botas.

—Vamos —dijo Willie, tirando de ella.

Abrió la puerta de un cobertizo de madera, no mucho mayor que uno de esos lavabos adosados de las casas rurales. Estaba dividido en dos espacios, y habían entrado en el más grande. El otro habitáculo estaba al otro lado de la puerta cerrada que Trixie tenía justo delante. Cuando el sonido de la motonieve de su primo se perdió en la distancia, Willie se despojó del abrigo y las botas, haciéndole un gesto a Trixie para que hiciera lo mismo.

—Lo mejor de todo es que mi primo ya ha hecho el trabajo duro… acarrear el agua y cortar la leña. Él mismo construyó este
maqi
hace unos años.

—¿Y qué venís a hacer aquí?

Willie sonrió, y sus dientes brillaron en la oscuridad.

—Sudar —dijo—. Sudar un montón. Normalmente los hombres se meten primero, porque aguantan el calor más fuerte. Las mujeres entran después.

—Entonces ¿por qué hemos venido los dos juntos? —preguntó Trixie.

Willie agachó la cabeza. Ella sabía que se había sonrojado, aunque no pudiera verlo.

—Apuesto a que siempre traes aquí a las chicas —dijo, sólo medio en broma, y esperando a ver qué respondía él.

—Nunca había estado con una chica en la sauna —dijo Willie, quitándose la camisa. Trixie cerró los ojos, pero no antes de ver el destello blanco y fugaz de su ropa interior.

El chico abrió una puerta y desapareció en el interior de la cámara contigua. Trixie esperó a que volviera a salir, pero no lo hizo. Oía el siseo del vapor ascendente.

Se había quedado con la mirada fija en la puerta de madera, preguntándose qué había en el otro lado. ¿Estaba intentando hacer alarde de su dureza, aguantando el calor más fuerte? ¿Había insinuado algo al decirle que no había estado nunca con una chica en una sauna? ¿Era que se las llevaba a otra parte o que la invitaba a que le siguiera? Se sentía como si hubiera caído en uno de los universos de los cómics de su padre, en el que lo que decías no era lo que habías querido decir, y viceversa.

No muy segura, Trixie se quitó la camisa. El gesto, y la proximidad de Willie, le trajeron de inmediato a la memoria el juego del
strip poker
de la noche de la fiesta en casa de Zephyr. Pero esta vez no había nadie mirando, no había reglas de juego, nadie le decía qué era lo que tenía que hacer. Era totalmente diferente, se dio cuenta, cuando la elección dependía de ti.

Si entraba allí dentro en bragas y sujetador, era como si llevara bikini, ¿no?

Se estremeció un segundo antes de abrir la angosta puerta y se metió dentro. El calor se estampó contra ella de sopetón, como una pared sólida. No es que hubiera calefacción allí dentro, es que era como si hubiera una sauna y un baño de vapor y una hoguera todo junto, y además al máximo. El suelo que pisaba con los pies desnudos era de madera contrachapada de una lisura impecable. No podía ver por el vapor.

Cuando la bruma se disipó un poco, distinguió un bidón de petróleo de doscientos litros tumbado de lado, con un fuego ardiendo en su interior. Había unas rocas dispuestas en el interior de una jaula con alambre en la parte superior y un recipiente de metal lleno de agua al lado. Willie estaba acurrucado en el suelo, con las rodillas encogidas y pegadas al pecho, la piel roja.

No dijo nada al verla y Trixie comprendió en seguida por qué: si abría la boca, seguro que se le inflamaría al momento. Él no llevaba nada puesto, pero la zona entre los muslos era tan sólo una sombra, y fue ella curiosamente la que se sintió demasiado vestida. Se sentó a su lado; en aquel exiguo habitáculo no había mucha opción, y notó que él le envolvía algo alrededor de la cabeza. Un trapo, advirtió, mojado primero en agua para taparle las orejas y que no se le quemaran. Al anudarlo, la piel de su brazo se adhirió a la suya.

La luz naranja que se derramaba a través de las grietas de la puerta de la estufa iluminaba a Willie. Su silueta relucía, flaca y felina. En ese momento a Trixie no le habría sorprendido verlo convertirse en una pantera. Willie alcanzó un cazo largo, que era un simple palo de madera atado con alambre a una lata de sopa. Lo sumergió en el cubo de agua, vertiéndola luego sobre las rocas y haciendo que una nueva nube de vapor llenara la cámara. Cuando volvió a sentarse junto a Trixie, su mano quedó tan cerca de la suya que sus meñiques se tocaron.

Sentía dolor físico, casi más que dolor. La estancia tenía un pulso propio que la oprimía, y respirar era casi imposible. El calor se desprendía de la piel de Trixie como si el alma la abandonase. El sudor le bajaba por la espalda y entre las piernas: todo su cuerpo lloraba.

Cuando Trixie se notó los pulmones a punto de explotar, salió corriendo por la puerta y volvió a la habitación fría. Se sentó en el suelo, mientras el calor la abandonaba a oleadas. Willie salió a toda prisa con una toalla enrollada alrededor de la cintura. Se arrodilló a su lado y le ofreció una jarra.

Trixie bebió de ella sin saber siquiera lo que contenía. El agua le refrescó las paredes de la garganta. Le devolvió la jarra a Willie, que volvió a inclinar la cabeza hacia atrás contra la pared y dio un profundo trago, mientras la nuez se movía acompasadamente a cada deglución. Se volvió hacia ella, sonriente.

BOOK: El décimo círculo
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