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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (14 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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Clairmont resopló.

—No los buenos científicos. —Las personas que había detrás de él se levantaron para irse, y se puso tenso, preparado por si decidían lanzarse sobre la mesa.

—Y tú eres un buen científico.

Dejó que mi valoración pasara sin comentarios.

—Algún día tendrás que explicarme cuál es la relación entre neurociencia, investigación del ADN, comportamiento animal y evolución. Evidentemente no encajan entre sí. —Comí otro trozo de tostada.

Clairmont enarcó la ceja izquierda.

—Te has estado poniendo al día con las revistas científicas —dijo con aspereza.

Me encogí de hombros.

—Tenías una ventaja injusta. Tú sabías todo sobre mi trabajo. Sólo estaba nivelando el campo de juego.

Masculló entre dientes algo que parecía en francés.

—He tenido mucho tiempo para pensar —replicó claramente en inglés, agrandando el foso alrededor de su castillo con otro anillo de sobrecitos de edulcorante—. No hay ninguna relación entre esas actividades.

—Mentiroso —dije en voz baja.

No resultó sorprendente que mi acusación pusiera furioso a Clairmont, pero la velocidad de la transformación me impresionó. Y me ayudó a recordar que estaba desayunando con una criatura que podía ser letal.

—Dime entonces cuál es la relación —me desafió con los dientes apretados.

—No estoy segura —dije sinceramente—. Algo las une, hay una cuestión que conecta tus investigaciones, algo que les da un sentido. La única explicación es que seas una especie de urraca ladrona e intelectual, lo cual es ridículo, teniendo en cuenta lo bien considerado que está tu trabajo, . Pero no pareces ser un tipo propenso al aburrimiento intelectual. La verdad es que yo pienso que es más bien al contrario.

Clairmont me examinó hasta que el silencio se volvió incómodo. Mi estómago estaba empezando a quejarse por la cantidad de comida que había ingerido. Me serví más té y lo sometí a mi tratamiento habitual mientras esperaba a que él hablara.

—Para ser una bruja, eres muy observadora también. —En sus ojos apareció un brillo de cierta admiración.

—Los vampiros no son las únicas criaturas que pueden cazar, Matthew.

—No. Todos cazamos algo, ¿verdad, Diana? —Remarcó mi nombre de modo particular—. Ahora es mi turno. ¿Por qué historia?

—No has respondido a todas mis preguntas. —Y todavía no le había hecho la pregunta más importante.

Él sacudió la cabeza con fuerza, y yo desvié mi energía para protegerme del intento de Clairmont de obtener información de mí, en lugar de seguir tratando de conseguir información de él.

—Al principio fue la claridad imperante en ella, supongo. —Mi voz sonó asombrosamente indecisa—. El pasado me parecía tan predecible…, como si nada de lo que allí ocurriera fuera sorprendente.

—Como si fuera contado por alguien que no hubiera estado allí —añadió el vampiro secamente.

Solté una breve carcajada.

—Muy pronto me di cuenta de eso. Pero al principio eso fue lo que me pareció. En Oxford los profesores hicieron del pasado un cuidadoso relato, con un principio, un medio y un final. Todo parecía lógico, inevitable. Sus historias me engancharon, y eso fue todo. No me interesaba ninguna otra materia. Me convertí en historiadora y no me lo volví a plantear.

—¿Incluso cuando descubriste que los humanos, los del pasado y los del presente, no son lógicos?

—La historia se hizo más sugerente a medida que se volvía menos ordenada. Cada vez que cojo un libro o un documento del pasado, estoy en lucha con gente que vivió hace cientos de años. Tienen secretos y obsesiones…, todas esas cosas que no pueden o no quieren revelar. Mi trabajo consiste en descubrirlas y explicarlas.

—¿Y si no puedes? ¿Y si desafían toda explicación?

—Eso nunca ha ocurrido —aseguré, después de considerar su pregunta—. Por lo menos no creo que haya sido así. Sólo hace falta saber escuchar. La realidad es que nadie quiere mantener secretos, ni siquiera los muertos. La gente deja pistas por todos lados, y si se presta atención, es posible reunirlas.

—De modo que tú eres historiadora como quien es detective —señaló.

—Sí. Con riesgos mucho menores. —Apoyé la espalda en la silla, pensando que la entrevista había terminado.

—¿Por qué historia de la ciencia, entonces? —continuó.

—¡El desafío de los grandes intelectos, supongo! —Traté de que aquella frase no sonara a pura charlatanería y que mi tono ascendiera al terminar para que se convirtiera en una pregunta, y fracasé en ambos intentos.

Clairmont inclinó la cabeza y empezó a desmontar lentamente su castillo con foso.

El sentido común me dijo que permaneciera en silencio, pero los hilos atados a mis propios secretos empezaron a aflojarse.

—Quería saber cómo los humanos llegaron a tener una visión del mundo en la que había tan poca magia —añadí con brusquedad—. Necesitaba comprender cómo se convencieron a sí mismos de que la magia no era importante.

El vampiro levantó sus fríos ojos grises para clavarlos en los míos.

—¿Lo has descubierto?

—Sí y no —vacilé—. He visto la lógica que usaron, y la desaparición de miles de partes desechadas a medida que los científicos experimentales fueron eliminando la creencia de que el mundo era un lugar inexplicablemente fuerte y mágico. Pero de todos modos, al final no tuvieron éxito. La magia nunca desapareció del todo. Esperó, en silencio, a que la gente volviera a ella cuando la ciencia fuera insuficiente.

—Entonces surgió la alquimia —dijo.

—¡No! —protesté—. La alquimia es una de las primeras formas de la ciencia experimental.

—Quizás. Pero tú no crees que la alquimia carezca de magia. —La voz de Matthew sonaba segura—. He leído tu trabajo. Ni siquiera tú puedes apartarla del todo.

—Entonces es ciencia con magia. O magia con ciencia, si lo prefieres.

—¿Y tú cuál prefieres?

—No estoy segura —dije a la defensiva.

—Gracias. —La mirada de Clairmont sugería que sabía lo difícil que era para mí hablar de esto.

—No hay de qué. Creo. —Me eché hacia atrás el pelo que me caía sobre los ojos, sintiéndome un poco temblorosa—. ¿Puedo preguntarte otra cosa? —En su mirada se apreciaba la desconfianza, pero asintió con la cabeza—. Por qué te interesas por mi trabajo…, la alquimia?

Al principio no respondió, dispuesto a dejar de lado la pregunta, pero luego se lo pensó mejor. Yo le había revelado un secreto. En ese momento era su turno.

—Los alquimistas también querían saber por qué estamos aquí. —Clairmont estaba diciendo la verdad, podía darme cuenta de ello, pero eso no me llevaba a comprender su interés por el Ashmole 782. Miró su reloj—. Si has terminado, será mejor que te lleve de regreso a tu residencia. Seguramente querrás cambiarte de ropa antes de ir a la biblioteca.

—Lo que necesito es una ducha. —Me puse de pie y me enderecé. Estiré el cuello en un esfuerzo por aliviar su tensión crónica—. Y tengo que ir a una sesión de yoga esta noche. Estoy pasando demasiado tiempo sentada ante una mesa.

Los ojos del vampiro centellearon.

—¿Practicas yoga?

—No podría vivir sin él —respondí—. Me encanta el movimiento, y la meditación.

—No me sorprende —dijo—. Remas de la misma forma…, una combinación de movimiento y meditación.

Mis mejillas se colorearon. Me estaba observando tan atentamente en el río como lo había hecho en la biblioteca.

Clairmont dejó un billete de veinte libras sobre la mesa y saludó con la mano a Mary. Ella le devolvió el saludo y él me tocó ligeramente el codo, conduciéndome entre las mesas y los pocos clientes que quedaban.

—¿Con quién vas a clase? —preguntó, después de abrir la puerta del coche y hacerme subir.

—Voy a esa academia de High Street. No he encontrado todavía un maestro que me guste, pero éste se acerca, y hay que conformarse con lo que hay. —New Haven tenía varias academias de yoga, pero Oxford no iba muy adelantada en esta cuestión.

El vampiro subió al coche, giró la llave y dio marcha atrás cuidadosamente en una entrada cercana antes de partir de vuelta a la ciudad.

—No vas a encontrar la clase que necesitas en ese sitio —dijo con seguridad.

—¿Tú también haces yoga? —Estaba fascinada por la imagen de su enorme cuerpo retorciéndose en una de las posiciones.

—Un poco —respondió—. Si quieres ir a yoga conmigo mañana, podría pasar a recogerte delante de Hertford a las seis. Esta noche tendrás que conformarte con la academia de la ciudad, pero mañana tendrás una buena clase.

—¿Dónde está tu academia? Puedo llamar y ver si puedo ir esta noche.

Clairmont sacudió la cabeza.

—No está abierto esta noche. Sólo lunes, miércoles, viernes y domingos por la noche.

—¡Oh! —exclamé decepcionada—. ¿Cómo es la clase?

—Ya lo verás. Es difícil de describir. —Él estaba tratando de no sonreír.

Para mi sorpresa, ya habíamos llegado a la entrada de la residencia. Fred estiró el cuello para averiguar quién había llegado, vio el letrero del Radcliffe, y se acercó para ver qué estaba ocurriendo.

Clairmont me ayudó a bajar del coche. Ya fuera, saludé a Fred con un gesto y estiré la mano hacia el vampiro.

—Me ha encantado el desayuno. Gracias por el té y la compañía.

—Cuando quieras —replicó—. Te veré en la biblioteca.

Fred soltó un silbido cuando Clairmont arrancó.

—Bonito coche, doctora Bishop. ¿Es amigo suyo? —Formaba parte de su trabajo saber todo lo posible sobre lo que ocurría en la residencia del
college
por razones de seguridad, al tiempo que satisfacía su insaciable curiosidad, requisito imprescindible en un puesto de portero.

—Supongo que sí —dije, pensándolo bien.

Una vez en mis habitaciones, busqué la caja de mi pasaporte y saqué un billete de diez dólares del dinero estadounidense que guardaba. Tardé unos minutos en encontrar un sobre. Después de meter el billete sin nota alguna, escribí la dirección de Chris, agregué las palabras VÍA AÉREA en la parte delantera en letras mayúsculas y pegué el franqueo requerido en la esquina superior.

Chris nunca permitiría que me olvidara de que él había ganado esta apuesta. Jamás.

Capítulo
8

S
inceramente, este coche es demasiado llamativo. —El pelo se enredaba entre mis dedos, siseando y soltándose mientras yo trataba de apartármelo de la cara.

Clairmont estaba apoyado sobre un lateral de su Jaguar con aspecto pulcro y relajado. Incluso con sus prendas de yoga, de color gris y negro, como era de esperar, estaba inmaculado, aunque considerablemente menos formal que con la ropa que llevaba en la biblioteca.

Al contemplar las finas líneas del coche negro y al elegante vampiro, me sentí inexplicablemente irritada. No había tenido un buen día. La cinta transportadora de la biblioteca se había estropeado, y tardaron un tiempo interminable en ir a buscar mis manuscritos. Mi discurso de apertura seguía sin avanzar, y estaba empezando a mirar el calendario con preocupación, imaginando una sala llena de colegas que me acosaban con preguntas difíciles. Estábamos casi en el mes de octubre, y el discurso era en noviembre.

—¿Crees que un utilitario sería un subterfugio mejor? —preguntó, extendiendo la mano para coger mi esterilla de yoga.

—No, realmente no. —Allí, de pie en el crepúsculo de otoño, no podía ser otra cosa que un vampiro; sin embargo, la creciente oleada de estudiantes y profesores pasaban junto a él sin volver ni siquiera la cabeza. Si ellos no podían intuir lo que era,
ver
lo que era, allí, al aire libre, el coche era algo irrelevante. La irritación creció bajo mi piel.

—¿He hecho algo malo? —Sus ojos color gris verdoso estaban muy abiertos, con aire inocente. Abrió la puerta del vehículo y respiró hondo cuando me deslicé junto a él para subir.

Mi enfado estalló.

—¿Estás olfateándome? —Después de lo ocurrido el día anterior sospechaba que mi cuerpo le estaba dando toda clase de información que yo no quería que él recibiera.

—No me tientes —murmuró, al cerrar la puerta conmigo dentro. El pelo de mi nuca se erizó ligeramente cuando la insinuación de sus palabras se hizo clara. Abrió con rapidez el maletero y metió allí mi esterilla.

El aire de la noche inundó el coche cuando el vampiro subió sin el menor esfuerzo visible ni incomodidad al doblar las rodillas. Frunció el ceño e hizo un gesto que indicaba compasión.

—¿Un mal día?

Le dirigí una mirada fulminante. Clairmont sabía exactamente cómo había sido mi día. Él y Miriam habían estado en la sala Duke Humphrey otra vez, manteniendo a las otras criaturas alejadas de mi alrededor. Cuando nos fuimos para cambiarnos de ropa para la clase de yoga, Miriam se había quedado atrás para asegurarse de que no nos seguían una fila de daimones… o algo peor.

Clairmont puso en marcha el coche y avanzó por la carretera de Woodstock sin hacer el menor intento de entablar conversación. Por allí sólo había casas.

—¿Adónde vamos? —pregunté con desconfianza.

—A clase de yoga —respondió tranquilamente—. A juzgar por tu humor, yo diría que lo necesitas.

—¿Y dónde es esa clase de yoga? —quise saber. Íbamos rumbo al campo, en dirección a Blenheim.

—¿Has cambiado de idea? —La voz de Matthew tenía un toque de exasperación—. ¿Te llevo de vuelta a la academia de High Street?

Me estremecí al recordar la clase tan poco estimulante de la noche anterior.

—No.

—Entonces, relájate. No te voy a raptar. Puede ser agradable dejar que otra persona tome las decisiones. Además, es una sorpresa.

—Hummm —repliqué. Encendió el equipo de música, y de los altavoces salió música clásica.

—Deja de pensar y escucha —sugirió—. Es imposible estar tenso con Mozart cerca.

Casi sin reconocerme a mí misma, me acomodé en mi asiento con un suspiro y cerré los ojos. El movimiento del Jaguar era tan sutil y los sonidos del exterior tan amortiguados que me sentí como suspendida por encima del suelo, sostenida por manos invisibles, musicales.

El coche disminuyó la velocidad y nos acercamos a unos portones de hierro tan altos que ni siquiera yo, con mi experiencia, podría haberlos escalado. Las paredes a ambos lados eran de cálidos ladrillos rojos, con formas irregulares e intrincados dibujos entrelazados. Me incorporé enderezándome un poco.

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