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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (24 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—Cuánto me alegro —murmuré. Sonaron las campanadas de un reloj, y me puse de pie—. ¿Ésa es la hora? Tengo un compromiso para cenar.

—¿No va a acompañarnos para la cena? —preguntó el director con el ceño fruncido—. Peter estaba ansioso por hablar con usted sobre alquimia.

—Nuestros caminos se cruzarán otra vez. Pronto —dijo Knox con suavidad—. Mi visita ha sido toda una sorpresa y, por supuesto, la dama tiene cosas mejores que hacer que cenar con dos hombres de nuestra edad.

«Tenga cuidado con Matthew Clairmont —resonó la voz de Knox en mi cabeza—. Es un asesino».

Marsh sonrió.

—Sí, por supuesto. Espero verla otra vez… cuando los nuevos estudiantes se hayan instalado.

«Pregúntele por 1859. Verá si está dispuesto a compartir sus secretos con una bruja».

«Difícilmente será un secreto si usted lo sabe». La sorpresa se manifestó en el rostro de Knox cuando respondí a su advertencia mental de la misma manera. Era la sexta vez que usaba la magia ese año, pero éstas eran, seguramente, circunstancias atenuantes.

—Será un placer, señor director. Y gracias otra vez por permitirme usar la residencia este año. —Incliné la cabeza hacia el mago—. Señor Knox.

Cuando salí de las habitaciones privadas del director, me dirigí hacia mi viejo refugio en los claustros caminando entre los pilares hasta que mi pulso dejó de ir a cien por hora. Mi mente estaba ocupada sólo con una pregunta: qué hacer después de que dos brujos, mi propia gente, me hubieran amenazado en el espacio de una sola tarde. Con claridad meridiana supe la respuesta.

Ya en mis habitaciones, rebusqué en mi bolso hasta que mis dedos encontraron la arrugada tarjeta de visita de Clairmont y luego marqué el primer número.

No respondió.

Cuando una voz automática me indicó que dejara el mensaje después de la señal, hablé:

—Matthew, soy Diana. Lamento molestarte cuando estás fuera de la ciudad. —Respiré hondo, tratando de disipar un poco la culpa relacionada con mi decisión de no contarle nada a Clairmont sobre Gillian y mis padres, sino sólo sobre Knox—. Tenemos que hablar. Ha ocurrido algo. Es ese mago de la biblioteca. Su nombre es Peter Knox. Si recibes este mensaje, por favor, llámame.

Les había asegurado a Sarah y Em que ningún vampiro iba a interferir en mi vida. Gillian Chamberlain y Peter Knox me habían hecho cambiar de idea. Con manos temblorosas bajé las persianas y cerré con llave la puerta, deseando no haberme enterado nunca de la existencia del Ashmole 782.

Capítulo
11

E
sa noche me fue imposible dormir. Primero me senté en el sofá y luego sobre la cama, con el teléfono a mi lado. Ni siquiera una tetera llena y una montaña de correos electrónicos pudieron apartar mi mente de los acontecimientos del día. La idea de que las brujas pudieran haber asesinado a mis padres estaba más allá de mi comprensión. Traté de alejar de mi mente esos pensamientos y me concentré en el hechizo del Ashmole 782 y el interés de Knox por él.

Al amanecer todavía estaba despierta, me di una ducha y me cambié. Por increíble que pudiera parecer, no podía ni pensar en desayunar. Así que en vez de tomar algo, me senté junto a la puerta y esperé a que llegara la hora de que la Bodleiana abriera; luego recorrí la breve distancia hasta la biblioteca y me dirigí a mi asiento habitual. Tenía el teléfono en mi bolsillo con el modo vibración, a pesar de que odiaba que los teléfonos empezaran a sonar en medio del silencio.

A las diez y media, Peter Knox entró tranquilamente y se sentó en el extremo opuesto de la sala. Con el pretexto de devolver un manuscrito, me dirigí otra vez hasta el mostrador de los pedidos para asegurarme de que Miriam se encontraba aún en la biblioteca. Allí estaba… y parecía enfadada.

—No me digas que ese brujo se ha sentado allí.

—Efectivamente. No aparta su mirada de mi espalda mientras trabajo.

—Ojalá yo fuera más corpulenta —exclamó Miriam con el ceño fruncido.

—Tengo la sensación de que se necesita algo más que el tamaño para disuadir a esa criatura. —Le dirigí una sonrisa irónica.

Cuando Matthew entró en el ala Selden, sin previo aviso y sin hacer el menor ruido, ningún círculo helado en la espalda me anunció su llegada. En cambio, hubo toques de copos de nieve en mi pelo, mis hombros y mi espalda, como si estuviera examinándome rápidamente para asegurarse de que yo estaba entera.

Aferré con los dedos la mesa que tenía delante de mí. Durante unos instantes, no me atreví a girarme por si sólo se trataba de Miriam. Cuando vi que efectivamente era Matthew, mi corazón dio un solo brinco con un ruido sordo.

Pero el vampiro no me miraba a mí, sino a Peter Knox, con rostro feroz.

—Matthew —lo llamé en voz baja, poniéndome de pie.

Apartó sus ojos del brujo y se acercó a mí. Cuando fruncí el ceño con aire vacilante ante su fiera expresión, me dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Tengo entendido que ha habido algún alboroto. —Estaba tan cerca que el frío de su cuerpo causaba la placentera sensación de una brisa en un día de verano.

—Nada que no pudiéramos controlar —repliqué con voz inexpresiva, consciente de la presencia de Peter Knox.

—Puede nuestra conversación esperar…, sólo hasta el final del día? —preguntó. Matthew rozó con sus dedos una protuberancia en su esternón, visible bajo las fibras delicadas de su jersey. Me pregunté qué sería lo que llevaba cerca de su corazón—. Podríamos ir a clase de yoga.

Aunque no había dormido, un viaje a Woodstock en un vehículo en movimiento con una estupenda protección acústica, seguido de una hora y media de movimiento meditativo, parecía perfecto.

—Eso sería estupendo —acepté, sinceramente.

—¿Quieres que venga a trabajar aquí? —preguntó, inclinándose sobre mí. Su olor era tan fuerte como perturbador.

—No es necesario —respondí con firmeza.

—No dejes de decírmelo si cambias de idea. De todos modos, te veré fuera de Hertford a las seis. —Matthew sostuvo mi mirada unos instantes más. Luego dirigió una mirada de odio en dirección a Peter Knox y regresó a su asiento.

Cuando pasé junto a su mesa a la hora de comer, Matthew carraspeó. Miriam dio un golpe con el lápiz, irritada, y se reunió conmigo. Knox no me iba a seguir a Blackwell’s. Matthew se ocuparía de que no lo hiciera.

La tarde transcurrió de manera lenta e interminable, y me resultó casi imposible mantenerme despierta. A las cinco, estaba más que dispuesta a abandonar la biblioteca. Knox se quedó en el ala Selden, junto a un variado conjunto de humanos. Matthew me acompañó escaleras abajo y mi ánimo mejoró cuando regresé corriendo a la residencia, me cambié y cogí mi esterilla de yoga. Cuando su coche se detuvo ante la verja metálica de Hertford, yo lo estaba esperando.

—Has llegado pronto —observó con una sonrisa mientras cogía mi esterilla para meterla en el maletero. Matthew suspiró bruscamente cuando me ayudó a subir al coche, y me pregunté qué mensaje le había transmitido mi cuerpo.

—Tenemos que hablar.

—No hay prisa. Antes salgamos de Oxford. —Cerró la puerta del coche de mi lado para luego sentarse en el asiento del conductor.

El tráfico en la carretera de Woodstock era más intenso debido a la llegada de estudiantes y profesores. Matthew maniobró hábilmente por los sitios donde la densidad de vehículos era mayor.

—¿Qué tal en Escocia? —pregunté cuando salimos de los límites de la ciudad, sin importarme de qué hablara, con tal de que dijera algo.

Matthew me miró y luego volvió sus ojos hacia la carretera.

—Muy bien.

—Miriam dijo que fuiste de caza.

Respiró silenciosamente, llevando sus dedos a la protuberancia bajo su jersey.

—No debió hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque algunas cosas no deben comentarse con otros que no son iguales a nosotros —dijo con un toque de impaciencia—. ¿Acaso las brujas les dicen a criaturas que no son brujas que acaban de volver de pasar cuatro días preparando hechizos y cociendo murciélagos?

—¡Las brujas no cuecen murciélagos! —reaccioné indignada.

—Ya sabes a qué me refiero.

—¿Fuiste solo? —quise saber.

Matthew esperó un rato antes de responder.

—No.

—Yo tampoco estuve sola en Oxford —empecé—. Las criaturas…

—Miriam me lo contó. —Aferró con más fuerza el volante—. Si hubiera sabido que el brujo que te molestaba era Peter Knox, nunca me habría ido de Oxford.

—Tenías razón —espeté. Necesitaba hacer mi propia confesión antes de abordar el tema de Knox—. Nunca he dejado la magia fuera de mi vida. La he estado usando en mi trabajo, sin darme cuenta. Está en todo. Me he estado engañando durante años. —Las palabras salían a borbotones de mi boca. Matthew continuaba atento al tráfico—. Estoy asustada.

Me tocó la rodilla con su fría mano.

—Lo sé.

—¿Qué voy a hacer? —susurré.

—Ya veremos qué es lo mejor —respondió tranquilamente, girando hacia los portones del Viejo Pabellón. Examinó mi rostro mientras avanzábamos por el terreno ascendente y se detuvo en el sendero circular—. Estás cansada. ¿Podrás con el yoga?

Asentí con la cabeza.

Matthew bajó del coche y me abrió la puerta. Esta vez no me ayudó, sino que se dirigió al maletero para sacar las esterillas y se cargó las dos al hombro. Otros participantes de la clase pasaron cerca, lanzando miradas curiosas hacia nosotros.

Esperó hasta que nos quedamos solos en el sendero de la entrada. Matthew me miró, luchando consigo mismo por algo. Fruncí el ceño e incliné la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Yo acababa de confesar que hacía magia sin darme cuenta. ¿Qué era aquello tan horrible que no podía decirme?

—Estuve en Escocia con un viejo amigo, Hamish Osborne —dijo finalmente.

—¿El hombre al que los periódicos mencionan como candidato al Parlamento para ser ministro de Hacienda? —reaccioné asombrada.

—Hamish no será candidato al Parlamento —aseguró Matthew en tono inexpresivo, ajustando la correa de su bolsa de yoga con un tic.

—¡Así que es gay de verdad! —dije, recordando un reciente programa de noticias de medianoche.

Matthew me lanzó una mirada penetrante.

—Sí. Y lo que es más importante, es un daimón.

No sabía mucho sobre el mundo de las criaturas, pero participar en política o religión humanas también estaba prohibido.

—Ah. El mundo de las finanzas es raro para un daimón. —Pensé durante un momento—. Sin embargo, eso explica por qué es tan bueno para decidir qué hacer con todo ese dinero.

—Es bueno para calcular cosas. —El silencio se hizo más intenso, y Matthew no hizo ningún intento de dirigirse a la puerta—. Necesitaba alejarme y cazar.

Le dirigí una mirada confundida.

—Dejaste tu jersey en mi coche —dijo, como si ésa fuera una explicación.

—Miriam ya me lo dio.

—Lo sé. No podía tenerlo conmigo. ¿Comprendes por qué?

Cuando sacudí la cabeza, suspiró y luego soltó un par de imprecaciones en francés.

—Mi coche estaba lleno de tu olor, Diana. Tuve que irme de Oxford.

—Sigo sin comprender —admití.

—No podía dejar de pensar en ti. —Se pasó la mano por el pelo y miró hacia el sendero de la entrada.

Mi corazón latía de manera irregular, y la reducción del flujo sanguíneo hizo que mis procesos mentales fueran más lentos. Finalmente, sin embargo, acabé por comprender.

—No tendrás miedo de hacerme daño, ¿verdad? —Yo tenía un sano temor a los vampiros, pero Matthew parecía diferente.

—No estoy seguro. —Sus ojos mostraban preocupación, y su voz dejaba entrever una advertencia.

—Entonces no te fuiste a causa de lo que ocurrió el viernes por la noche. —Dejé escapar un súbito suspiro de alivio.

—No —confirmó en tono amable—. No tuvo nada que ver con eso.

—¿Vais a entrar o preferís dar aquí fuera la clase? —preguntó Amira desde la puerta principal.

Entramos en clase. De vez en cuando nos mirábamos de reojo, pensando que el otro no se daba cuenta. Nuestro primer intercambio sincero de información había cambiado las cosas. Ambos estábamos tratando de resolver qué iba a ocurrir después.

Cuando terminó la clase, mientras Matthew se ponía el jersey, algo brillante y plateado atrajo mi mirada. El objeto colgaba del cuello de un fino cordón de cuero. Era lo que tocaba una y otra vez, como un talismán.

—¿Qué es eso? —Señalé con el dedo.

—Un recuerdo —respondió Matthew brevemente.

—¿Un recuerdo de qué?

—Del poder destructivo de la cólera.

Peter Knox me había advertido que debía tener cuidado cuando estuviera cerca de Matthew.

—¿Es el símbolo de un peregrino? —La forma me recordó a uno que había visto en el Museo Británico. Parecía antiguo.

Asintió con la cabeza y tiró del cordón para enseñármelo. El colgante se balanceó libremente, brillando cuando recibía luz.

—Es una
ampulla
de Betania. —Tenía forma de ataúd y sólo tenía espacio como para contener unas cuantas gotas de agua bendita.

—Lázaro —dije débilmente, mirando el ataúd. Betania era el lugar donde Cristo había resucitado a Lázaro de entre los muertos. Y aunque educada como pagana, sabía por qué los cristianos iban en peregrinación. Lo hacían para expiar sus pecados.

Matthew dejó deslizar la
ampulla
debajo del suéter, ocultándola de los ojos de las criaturas que todavía estaban saliendo de la sala.

Nos despedimos de Amira y nos detuvimos en el exterior del Viejo Pabellón para respirar el vigorizante aire del otoño. Estaba oscuro, a pesar de los faros que iluminaban los ladrillos de la casa.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Matthew, irrumpiendo en mis pensamientos. Asentí con la cabeza—. Entonces cuéntame lo que ha ocurrido.

—Se trata del manuscrito. Knox lo quiere. Agatha Wilson, la criatura que conocí en Blackwell’s, me dijo que los daimones lo quieren. Tú también lo quieres. Pero el Ashmole 782 está hechizado.

—Lo sé —me respondió.

Un búho blanco bajó volando delante de nosotros, agitando sus alas en el aire. Me estremecí y levanté los brazos para protegerme, segura de que iba a golpearme con el pico y las garras. Pero de inmediato el búho perdió el interés y voló alto hacia los robles que flanqueaban el sendero de la entrada.

Mi corazón latía con fuerza y una repentina oleada de pánico me recorrió de pies a cabeza. Sin la menor advertencia, Matthew abrió de golpe la puerta trasera del Jaguar y me empujó hacia el asiento.

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